Abelardo Castillo - Crónica De Un Iniciado
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Abelardo Castillo maneja los hilos de la incertidumbre y nos da una novela monumental cuyo centro es un saber cifrado: `Hay un orden secreto, el demonio me lo dijo`, confiesa el narrador. Y los lectores sabemos que acceder a esa forma de sabiduría tiene un precio.
En la tradición de Goethe y Thomas Mann, de Arlt y Marechal, deslumbra y emociona la rebosante imaginación, la hondura metafísica y la perfecta arquitectura de Crónica de un iniciado.
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– Que qué -dijo sonriendo Verónica.
…expósito, dijo el profesor Urba, huérfano, hijo de nadie, guacho. Que es lo que le pasa al hombre cuando siente que se ha roto su pacto cósmico con la divinidad, como decía el viejo Martín Bubcr; cuando siente que el mundo ya no es más su casa, porque ha dejado de comprender el mundo, o, aunque crea comprenderlo, cuando ha dejado de concebirlo como imagen. "Imago mundi, imago nulla?", preguntó algo impresionado el padre Cherubini. Aut imaguncula, concedió el astrólogo. Hasta ese momento, e incluso sobre todo en ese momento, el hombre tenía o creía tener cierta comprensión del universo. Kepler, al fin de cuentas, había conseguido cifrar en tres diáfanas leyes elementales los círculos un poco aberrantes de Copérnico, transformándolos en elipsis. Ya no había centro pero había, por lo menos, focos, puntos focales en los que nuestro Sol podía simular la majestad de un orden heliotrópico hecho de parábolas elípticas, radiovectores excentricidades, y esto todavía era imaginable ¡"Vos crederes?", dijo el padre Cherubini), sí, como era imaginable todavía una divinidad ordenadora, un Dios astrónomo al alcance de la fe, aunque la razón ya no lo alcanzara. "Ma, era lindo e ordenadito", dijo el padre Cherubini, "non vedo nequamquam demolizione de la Amplissima Domus. " El astrólogo admitió que era cierto. El edificio estaba en pie. Cribado de goteras, con las paredes desconchadas y llenas de grietas. No era todavía escombros, pero era una ruina, apuntalada aquí y allá por vigas que se iban pudriendo y que cada nuevo albañil, a quien todavía se podía llamar filósofo, reemplazaba por otras vigas que cedían y se venían abajo cada vez más rápidamente. Cuando el heroico y candoroso hombre renacentista entró en el mundo moderno se encontró con una mansión poeniana, agónica, caminando a tientas como un ebrio por habitaciones oscuras, entre viejos retratos de familia que ya no significaban nada… "Tenga mano!", lo interrumpió el padre Cherubini, "a ver si te compriendo: o sea que para vos, satanito, il Rinascimento e anche lo Iluminismo vienen a ser proprio la lepra, uno morbo gnoseológico et scentífico que pudrió el cotorro spiritual del povero homecito humano, o sea que pa vos erat preferible la siesta negra de lo medioevo. II tentadore se volvió scholástico!, démen vino que me hundo al suelo de la risa." Yo nunca dije que era preferible, contestó apaciblemente el astrólogo, sirviéndole vino al padre Cherubini, yo sólo digo que el despertar de los Tiempos Modernos fue, en términos espirituales, la quiebra más grande de todas las ilusiones de inmortalidad y conocimiento que soportó el linaje humano. La más grande hasta hoy, ya que la de hoy es la peor de todas. En nuestros días no queda un solo hombre, por grande y universal que sea, capaz de pensar el mundo como Imago, como mansión, capaz de rearmarlo desde sus escombros. Y, en aquel tiempo, por lo menos hubo uno, y fue el último. "Si me vase a nominar al taradón de Hegel", prorrumpió el padre Cherubini algo atragantado por el último vaso, "me levanto y lanzo un horrísono pedo." No, dijo el profesor Urba. Hegel no: Kant fue el hombre que hizo el último esfuerzo por poner un nuevo orden en el mundo. Se propuso salvar al mismo tiempo la razón, la fe, la libertad, las ciencias positivas, las ideas morales, la esperanza en la inmortalidad. Le costó la cabeza, pero durante unos años de luminosa locura discursiva armó el último refugio espiritual del hombre. Antes, había que empezar por demoler lo que quedaba de la casa; después, reconstruirla sobre algún fondo. E inventó un lugar imposible: el tiempo y el espacio como formas del espíritu. La Última Thule de la razón. Sólo que, a partir de Kant, la razón pura ya no servirá para probar nada. Sólo es posible conocer los fenómenos, la aparición: nadie sabrá nunca qué es la cosa en sí, suponiendo que exista. Porque no es cierto que Kant instaló en la filosofía la cosa en sí: Kant la confinó al mundo de los centauros o de los grifos. Qué puedo saber, qué debo hacer, qué me cabe esperar, se preguntó. La respuesta a la primera pregunta, la única que concierne a la filosofía, es sencillamente: nada. La matemática conoce: la metafísica es sólo el anhelo y la imposibilidad de conocer. En cuanto a las otras dos preguntas, las responden la moral y la religión, sólo que moral y religión hacen necesario a Dios, y Dios, la absoluta cosa en sí, es irreductible al conocimiento. ¿Queda la fe?, de acuerdo. Pero también quedan la poesía, los centauros, el álgebra irrefutable de las alucinaciones y los sueños. No hay siquiera una manifestación fenoménica de Dios, como hay una aparición sensible de la rosa o de la piedra. La naturaleza no manifiesta a Dios: se manifiesta. Y las leyes de esa manifestación son, en suma, la forma de nuestro espíritu. Los abismos estelares que aterraban a Pascal, son el terror de no saber quién es ese que se aterra al contemplar el mundo. La última pregunta de Kant, por lo tanto, fue preguntar qué es el hombre. Nunca la contestó. Tal vez debió preguntar qué es el hombre moderno, para que Nietzsche, un siglo y medio más tarde, pudiera responderle: lo completamente desorientado, todo lo que está completamente desorientado; eso es el hombre moderno. Cuando Kant, uno de los pocos filósofos que realmente pensó, acabó de pensar, la filosofía quedó sepultada junto a las ruinas de la casa. A veces, todavía, algún hombre revolviendo entre las maniposterías derrumbadas y los escombros, imagina que ha encontrado una verdad. Son verdades cada día más fragmentarias, cada día más tristes: Wittgenstein, en nuestro siglo, llegó a sentir que el único territorio de la filosofía era la investigación del lenguaje… La libertad, Dios, el alma inmortal, no son demostrables ni indemostrables. La metafísica es imposible y las leyes de lo real son de la forma de nuestro espíritu. Si los insectos piensan y sueñan, la forma del universo y la forma de los sueños arman leyes e imágenes de insectos. Esto no lo dijo Kant, pero lo pensó. Lo demás es hoy, dijo el astrólogo.
Esteban vio venir a Graciela.
– Qué le pasa -había dicho Verónica.
– Un pequeño problema con el tiempo -dijo Esteban. Verónica se puso de pie.
– Ya me lo dijiste -dijo.
– Me lo imaginaba -dijo Esteban-. Déjame escuchar, por favor.
– Se llama El boulevard de la Desilusión -dijo Verónica.
– Ya sé que se llama El boulevard de la Desilusión. Déjame escuchar.
Verónica ya no estaba.
Lejos, con voz casi inaudible entre los rumores y la música, el astrólogo discute con el padre Cherubini. Se oye la última campanada de alguna hora. Graciela está sentada otra vez junto a Esteban. Graciela Oribe. Alta. Veinte o a lo sumo veintidós años. Podría tener mil, y a ella le gusta eso. Pelo lacio, muy negro. Ella habla. Tiene la voz grave y algo triste, y arrastra las erres.
XI
(…la misma cara que cuando las Malvinas, me acuerdo de muy pocas caras de felicidad pero sé que ésa era una, porque la otra cara, la que tenía esta mañana cuando nos vio en el Calicanto, la cara que ponen cuando les has quitado algo o te ven por fin como sos, de esas caras sí me acuerdo, Esteban. Mi cara de la primera vez, supongo; pero ya estoy mintiendo. La primera vez no fue la primera vez ni yo sentí que me robaran nada. Hubo una primera vez cuando me cortaron el pelo y una primera vez cuando la torta de manzanas, y antes todavía, entonces empecé a pensar que la vida es siempre cosa de uno solo, como los sueños, como la muerte. La historia de la torta de manzanas fue en la casa de la abuela. A tía Elenita se le había metido en la cabeza que a la hora de la siesta Mariano y yo habíamos comido a escondidas torta de manzanas, y era una cosa muy fea, era una completa vergüenza que dos niños educados y cristianos hicieran una cosa así y mintieran y dijeran que no, ¿o no comprendíamos lo bueno que es confesar una culpa y limpiar la conciencia y que nos perdonaran, y comer más torta? Pero confesar qué, cuando te has pasado la tarde leyendo la vida de Bernardette. Me acuerdo de mamama Albertina, hamacándose en su silla vienesa. Pobres, si la han comido poco la van a disfrutar con lo que les estás diciendo, y a lo mejor no la han comido después de todo quién sabe. Pero mamá -la tía Elenita-, pero mamá así les hace un mal no un bien, usted está chocheando, mamá, lo que nos falta es que se ponga de parte de esta mocosa taimada. Siempre tuve cara de taimada, ahora mismo debo tener cara de taimada, me gustaría que una noche te despertaras de golpe, Esteban, y me vieras sentada en tu cama mirándote desde muy cerca con mi peor cara de taimada. Qué frágil es siempre un hombre que duerme, yo una noche podría hacerte algo malo, un hechizo, podría ponerte una flor sobre los ojos y dejarte encerrado para siempre dentro de un sueño como la Sibila que me contó mamama. Tal vez lo haga esta noche para que no te vayas. De modo que esa tarde tomamos té con dignidad pero sin torta; y la abuela que de veras estaba medio chocha: Ni ganas les quedarán, con el atracón que se habrán dado. Mariano no aguantó más y se echó a llorar. Y la tía Elenita: No llores, Marianito tonto. Y yo: No llores, maricón estúpido. Y la tía: Bueno, basta, eso no se le dice a un hermano. Porque en esa época papá ya había muerto, vivíamos con Patricio en la Quinta Verde y nos trataban como a hermanos. Después me olvidé de todo porque volvíamos a casa dando saltos por la calle de los álamos. Qué me importaba nada si Mariano y yo podíamos correr de la mano casi de noche. La vereda larga y empinada al atardecer, los álamos, vos seguramente nunca escuchaste el murmullo de los álamos y el agua de una acequia al atardecer. Hasta que tropezamos y nos caímos. Yo me caí, de boca. Me lastimé acá encima de la ceja y si vos me hubieras mirado bien deberías haberme preguntado también por esta cicatriz. La tía Elenita se puso a gritar como loca y lo único que se le ocurrió decir fue Castigo de Dios y el estúpido de Mariano volvió a llorar y yo pensé lo odio. A Dios. Está de parte de las tortas que no se ha comido una. Lo odio, mientras caminábamos las cuadras que nos quedaban, despacio, sin mirarnos, sin hablar, sin darnos la mano, como para que todo terminara igual que siempre, del peor modo posible. Lo odio. Sin embargo le di otra oportunidad cuando el pelo. Ese verano volví de las vacaciones con el pelo suelto, lástima que a Mariano ya lo habían puesto pupilo en un colegio de Buenos Aires y no pudiera verme. Decían que yo estaba insoportable y me mandaron a pasar el verano a la casa del faro, la tía Angelina no creía que yo fuera mala y se asombraba al oírlo, deshacía mis trenzas horribles, de noche jugábamos al ludo. A veces se ríe un poco de mí. Me muestra fotografías viejas, me cuenta de papá. Yo sé que ella les dice por qué le voy a pedir que entre, no ha de sentir tanto frío si se pasa las tardes enteras en el faro. Y yo me quedo hasta cualquier hora, sin zapatos, y si quiero sin ropa, a la orilla del agua. Debí quedarme para siempre en esa casa. Una noche me reconcilié con Dios. No podes saber qué es Dios, Esteban, si no has mirado el mar de noche. Hay un momento en que la oscuridad y el agua tienen la forma que debieron tener al principio de las cosas, cuando no había nada. Esa noche me levanté de la cama y fui hasta la roca del faro. No había luna, no había una estrella, entré en el agua y mi cuerpo tenía la dimensión del mar. Él existe, sentí, y sentí que eso que era yo también existía. Lo amé, amé a Dios con mi cuerpo. Cuando tía Angelina se despertó a la mañana me encontró parada junto a su cama, no sé cuánto hacía que yo estaba ahí, esperando que abriera los ojos. Quiero quedarme a vivir con vos, tía Angelina. Y ella me miraba de un modo tan extraño. Hablaba y me miraba como si no quisiera ver algo. No te vendría nada mal, hija, cuántos años tenés ya. Cumplí catorce, tía Angelina. Y ella decía la peor edad de la vida, no te preocupes, yo misma les voy a pedir que te dejen venir todos los años. Esa mañana me peinó de un modo nuevo que me gustaba más que todos, las cintas me gustaban y el pelo suelto sobre la espalda. Me estoy mirando en el espejo grande de la sala y hasta yo soy linda. No me hagas las trenzas, por favor, le pedí al irme, y ella dijo pero ni soñando y decile de mi parte a tu madre que yo pregunto por qué no deja ya de peinarte con esas trenzas desastrosas, que tenés muy lindo pelo, yo les mandaré cintas de colores para que te peinen así siempre, vos pediles que te peinen así, dijo. Y yo, escribiles por favor que me dejen vivir con vos. Nunca volví. Cuando en casa pedí que no me hicieran más las trenzas, mamá dijo que muy bien. Muy bien, señorita. Y ese mismo día me cortó el pelo. Más arriba de las orejas me cortó el pelo. No lloré, no sentí rabia ni humillación ni dolor, ni siquiera tristeza, sólo sentía entre los dedos la caricia afelpada de algo que iba desprendiéndose de mí pero que ya no me pertenecía, lo miraba caer y lo único que pensaba era si esta vez Él estaría de mi parte. Ya casi había terminado el verano pero hacía mucho calor, yo estaba acostada en mi cuarto, la quinta parecía hueca de tan silenciosa y desierta. Le pedí a Dios que mamá se muriera. Sólo se oía el guú guú de la Solapa, vos tampoco debes saber qué es eso, es el llamado de celo de las torcazas. Pero yo nunca pude oírlas sin acordarme de cuando mamama Albertina para hacernos quedar en nuestro cuarto a la hora de la siesta nos decía que afuera andaba rondando la Solapa. Me levanté de la cama y sin saber por qué fui al pabellón de caza, el pabellón de Patricio, donde de chicos jugábamos con Mariano a los conspiradores, donde una vez hicimos un pacto de sangre. Y recé. Recé toda la siesta boca abajo con los brazos abiertos y el cuerpo contra la baldosa esperando oír los gritos desde la casa. No sentía odio, Esteban, no sentía culpa, era algo parecido a la fiebre y a querer darle otra oportunidad para que se apoderara de mí, como la noche del mar. No sé cuánto tiempo pasó. Fui a la habitación de mamá. La voy a encontrar muerta, pensaba con miedo, o no sé, con pena, pero cuando entré no estaba muerta. Me dijo qué haces acá, cómo te apareces en mi dormitorio sin llamar y poco menos que desnuda, podría haber estado Patricio, te he dicho mil veces que a tu edad ya no se es una criatura. Esa noche, durante la comida, Patricio dijo al pasar que el pelo corto me daba un aire inquietante, y me miraba con la naturalidad de un hombre que se burla un poco de su hija mientras la consuela, y después, sonriendo, a mamá: Vas a tener que vigilar a esta chica, Ana Laura, cada día está más delgada. Y yo supe que esa tarde me había visto en el pabellón y ya no pude seguir comiendo ni pensar en nada, sólo tenía conciencia de mis piernas desnudas a la siesta, de mi cuerpo, y también supe que no hay invocaciones que valgan, que el amor de Dios es su indiferencia, que estás sola dentro de tu cuerpo y que todo se reduce al precario refugio de tu isla. Después, cuando yo tenía diecisiete años, fue lo del viaje, y hace menos de un año el regreso de Mariano, tan igual. O a lo mejor tampoco fue ahí que empezó todo. Mucho antes empezó todo. Entonces vivíamos en la casa de la leñera y papá no había muerto. La madre de Mariano, sí, hacía mucho. La madre de Mariano era hermana de mamá y murió cuando nació Mariano, era una de las mujeres más lindas de una familia que según mamama ha dado únicamente mujeres hermosas y locas, vos te pareces más a ella que a tu madre, dice, y que de los Oribe lo único que saqué es la imprudencia.
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