Antes de que me lo preguntaras dije que no me pasaba nada. Vi un camioncito con un altoparlante en el techo.
– Por qué no se encuentran -habías dicho-. Por qué no se juntan y se van a vivir a una isla, los seres como ellos. -Y yo advertí demasiado tarde que hablabas de algo que hubiera sido interesante escuchar. Un nombre que sonaba como Mariano quedó diseminado en el aire, y, mucho antes, la palabra destrucción. -Hacen que uno se sienta, no sé, culpable. Parece que estuvieran reclamando del mundo cosas extraordinarias. -Te apoyaste en el parapeto, mirando el agua. -Vos has visto, por ejemplo, cómo te mira Inés.
Dije que no.
En el límite de las casas, del otro lado del puente, un camioncito lejano y fragoroso anunciaba la cartelera de los cines y un baile o un remate. También anunciaba otra cosa, algo inminente que iba a ocurrir, sin mí, en un Buenos Aires tan remoto como si perteneciera a otro mundo o a otra vida. El altoparlante gritó una fecha. Eso es hoy, pensé. Volvió a oírse la música y sentí que en alguna parte del atardecer se desataba una marejada violenta, algo para lo cual la palabra tristeza no alcanza pero que era justamente eso, una tristeza pura y absoluta, sin aleación de ninguna otra cosa, sin dolor, sin culpa, sin arrepentimiento, sin nada que no fuera una tristeza de muerte. Entonces se trataba de esto, pensé. Estoy en Córdoba y debería estar allá. O algo peor, estoy en Córdoba como podría estar allá.
– Por qué te reís -preguntaste.
Dije que no estaba nada seguro de estar riéndome y vos aclaraste que no era exactamente reír, no a carcajadas, sino más bien una sonrisa.
– Sí -dije yo-. Otros le llaman amor a la Naturaleza. Este puente, el atardecer. Mira qué árboles, mira el trabajo que se toma aquel pajarito para controlar su territorio. Ya corrió a tres. Oí el escándalo que arma ese camión. Sin contar la tormenta que se viene. Uno podría ahorcarse de la alegría.
Metí la mano en el bolsillo interior del saco y palpé los anillos, junto al pasaje de regreso a Buenos Aires. Tres anillos. El mío y los otros dos. "Guárdalos, tenelos vos si querés." Habían pasado siete años, estábamos junto al relieve descomunal de los amantes y la música de fondo había cambiado. Entre los árboles giraba una calesita como un astro gimiente a punto de extinguirse. La música, si no recuerdo mal, era En un bosque de la China. O tal vez Por cuatro días locos. Por cuatro días locos que vamos a vivir, por cuatro días locos te tenés que divertir. La música de fondo del mundo real no siempre se ajusta al significado profundo de la vida. O a lo mejor sí, a lo mejor es sólo en la vida real donde se ajusta. "Aunque lo más probable", dijo ella junto al relieve, "es que los pierdas." Dentro de un año, dijo él. A esta misma hora; en este mismo lugar. Entonces ella le puso una mano sobre la boca y sonrió. "No vas a venir, Esteban", dijo dulcemente. "Ninguno de los dos va a venir."
– Y qué más -me oí decir.
– Cómo qué más. Te parece poco un elefante.
Porque de este lado del puente de piedra vos habías estado hablando de un elefante o un león, ya no recuerdo, pero sé que era poderoso y feroz y vivía en el lavadero o en la leñera de tu casa, aunque sólo por la noche. Había venido de África (¿cómo?) caminando, cómo iba a ser, los elefantes no vuelan, y si vos querías, él (¿quién?), el león, o de qué estábamos hablando, yo no debía ser tan papamoscas y debía poner mucha atención en las cosas que me contabas, él era capaz de realizar actos prodigiosos, o inesperados y malignos, como casarse con Ana Laura (¿Ana Laura?), naturalmente, pero eso cuando eras chica porque un día habías crecido y los actos prodigiosos y malignos ya fueron de otra naturaleza y la leñera era un pabellón de caza, aunque los encuentros seguían siendo siempre por la noche, y su poder sobre vos era inmenso (¿qué te pedía que hicieras?), nada, ninguna mujer hace nada si no quiere o porque alguien se lo pida (¿y él?), el león también hacía las cosas sin que nadie se las pidiese, a un ser tan sobrenatural no se le pueden andar exigiendo demostraciones, pero tal vez yo era de veras un poco ganso y no comprendía que lo extraordinario de tener un amor secreto y extraordinario era justamente eso, que una podría pedirle todo, si quisiera.
– ¿Un amor secreto?
– Un elefante.
El camioncito se había alejado hacia el poniente por una calle ondulada y sinuosa. De vez en cuando volvía a verse, un poco más diminuto, en algún recodo o en una loma. De un momento a otro iba a regresar; mientras tanto, oír sólo el rumor de los truenos y de los animales que ingresaban en la noche, era como una tregua. Te pedí que me hablaras de tu adolescencia.
– Nada notable. Ni luciérnagas en un frasco ni flores secas en los libros. Ya te hablé anoche de todo eso.
– Anoche me hablaste de Monelle, no de vos. Y de caminatas a la orilla del mar, descalza.
– Yo nunca te hablé del mar. Pero también hubo un mar. Yo tenía cinco o seis años y fuimos a pasar el verano a la casa de tía Angelina. La casa daba a la bahía. Había un faro y un parque de arrayanes. El jardinero se llamaba Lucas. Sí, ya sé que estás pensando que cinco o seis años no es la adolescencia y que nunca se han visto arrayanes cerca del mar, pero a mí me gustaban esa casa y ese faro. La última vez que los vi tenía catorce años. Lo demolieron todo.
– Quién es Patricio.
Un pájaro chilló largamente, detrás de los últimos sauces. Me pediste un cigarrillo. Te lo di.
– Patricio es el tío Patricio -dijiste con voz opaca-. Y no tiene nada que ver con el mar.
– Sos ambigua. Tu elefante era mucho más real que esto.
– Mi león. -Ahora te reías. -Soy ambigua y terriblemente misteriosa y no me canso de decir mentiras. Desde chica me recuerdo inventando las mentiras más fantásticas.
– Yo también; pero no es eso. Vos hablas envolviendo los hechos. Ciertos hechos.
– Como cuáles.
– Eso es justamente lo que me gustaría saber. Allá lejos me pareció ver otra vez el camioncito. Volvía. Un campanario llamó a la oración de la tarde.
– Al principio siempre es ambiguo -estabas diciendo. Y yo pensé al principio de qué, de qué cosa que ocurre siempre. -Lo desconocido está rodeado de misterio y por eso es hermoso. Patricio tiene razón. Conocer a la gente es como matarla.
En la tarde se abrió como un túnel, uno de esos huecos donde realmente ocurren las cosas. Sentí que te volvías lejana, como alguien a quien se ha conocido hace mucho tiempo y cuyos rasgos apenas pueden ser reconstruidos por la memoria o la imaginación, pero no sólo así, no sólo lejana en esa dirección que llamamos tiempo y que al fin de cuentas es siempre contigua y alcanzable por el recuerdo, sino, pensé, lejana de un modo casi absoluto, casi físico, como cuando de chico invertía las lentes de un prismático y los objetos eran lanzados prodigiosamente a regiones remotísimas, o como cuando despertaba en plena noche, también durante la infancia, con el cuerpo envuelto por la fiebre, viendo que mi padre y mi madre seguían sentados al borde de la cama, pero tan distantes, tan inalcanzables, y oía el sonido de sus voces huecas sin comprender las palabras.
Te besé. Pasó un momento antes de que cerraras los ojos. Sentí otra vez el pavor de tu cuerpo y el rechazo instintivo de tu boca. Después, como se siente crecer una Ola, sentí que te abandonabas a mis manos con desesperación y desafío. Te aparté.
– ¿Por qué? -dijiste-. Eso, lo que acabas de hacer. ¡Por qué me apartaste? -Tenías los ojos muy abiertos, como si volvieras de caminar por una casa a oscuras. -No, no me lo digas… Oíme, por favor… No me hagas nada malo. -Hablabas con la vehemencia desamparada de una loca. -Nunca me hagas nada malo, ni dejes que te lastime.
Читать дальше