Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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– Yo no tengo.

– El mío será el tuyo.

– Bien hecho. Así os irá a visitar al mismo tiempo a la cárcel. Os va a salir más barato. Llévatelos.

Contreras estaba contento, silbaba y observaba a Carvalho como extrañado pro su cerrazón.

– Acabo de resolver un caso negro, negrísimo. Sólo falta por establecer la complicidad de esos dos desgraciados.

Carvalho sonrió al oír la palabra desgraciado aplicada al autodidacta.

– Era un caso negro, negro. Y hemos esperado un elemento detonador.

Yo se lo dije a éstos. ¿Verdad?

“Éstos” asintieron sin demasiadas ganas.

– Un día u otro se presentará el elemento detonador.

– Y el elemento detonador he sido yo. Mi visita a la alcahueta.

– Por ahí van los tiros. Digamos que tenemos buenas relaciones con ese tipo de señoras, por la cuenta que les tiene. No pueden controlar todo el personal que se les ofrece y a veces pasan cosas raras. Y en cuanto huelen algo que no es correcto, nada mejor que curarse en salud. En este caso había un factor negativo que ayudaba a pasar el tiempo. Los períodos que la víctima pasaba entre visita y visita a Barcelona. Eso hizo que la alcahueta, como usted dice, no se extrañara. Pensaba, simplemente, que reaparecería según sus extrañas costumbres. Y entonces se presenta usted. Una señal de alarma. Acude a nosotros. Le enseñamos las fotos.

Ésta es. El teléfono. La casa. El propietario. El sietemesino ese.

– Sietesabios.

– Sietetontos. Ése es de los que se creen listos. La verdad es que no lo tiene muy complicado si dispone de un buen abogado. Así van los tiempos.

Nosotros limpiamos y ellos ensucian.

A ver quién gana. Y usted váyase, váyase antes de que me arrepienta, pero su expediente sigue, vaya si sigue.

– No me dé las gracias.

Aquella noche Charo no pudo atender a sus clientes. El parado se encerró en el water y Mariquita lloró cuanto podía o sabía en brazos de su prima, mientras Carvalho trataba de adivinar qué pensaban los dos hermanos pequeños de Andrés, un niño de trece años y una niña de once. Los chicos ocupaban el mismo rincón de la mesa con la cara entre las manos, habían llorado pero ahora trataban de explicarse el mundo en el que habían caído, como si lo hubieran descubierto de pronto. Mariquita mezclaba su dolor por el hijo detenido y por el hijo que tenía que trabajar en un lugar tan bajo, en un lugar tan bajo, había declamado el parado antes de encerrarse en el water y Charo había tratado de disculpar el trabajo del chico, incluso dignificándolo.

– Son sitios en lo que todo es muy fino y el que no quiere recibir malos ejemplos no los recibe.

El argumento había consolado algo a Mariquita, pero por su imaginación pasaban toda clase de escenas que se había prohibido a sí misma y que su hijo podía haber presenciado. Lo de Charo era otra cosa. Al fin y al cabo Charo trabajaba en su casa, como si fuera modista o se dedicara al corte y confección. El abogado de Narcís había telefoneado al anochecer y su voz cautelosa preparaba la minuta o revelaba una real prudencia. Legalmente lo tenía peor Narcís, aunque si continuaba en su línea de argumentación no habrá prueba alguna que le comprometiera como encubridor del crimen, en cuanto a Andrés, de no haber sido por su extraño trabajo ningún juez lo metería en prisión preventiva.

– Espero la provisional con fianza para los dos, a no ser que se los queden hasta que tengan al marino.

– ¿Y qué fianza vamos a pagar, nosotros, pobre hijo mío?

Charo había ofrecido sus ahorros y había apenas mirado a Carvalho, pero retiró la mirada cuando se dio cuenta de que no tenía ningún motivo para disponer de él. De vez en cuando les llegaban los puñetazos que el marido daba contra la puerta del water, no para salir, sino para que recordaran que estaba allí encerrado con su dolor.

– Déjalo allí, Mariquita, déjalo que se desahogue, al menos no se mete con nadie.

Carvalho estaba molesto o angustiado por tanto dramatismo o quizá estaba molesto porque empezaba a angustiarle tanto drama y especialmente una extraña piedad dirigida hacia los niños que desobedecían una y otra vez la consigna materna de cenar algo, de calentarse algo, que no mama, que no tenemos gana, mama. Carvalho pensó ofrecerse a llevárselos al Frankfurt porque suponía que les entusiasmaría la idea, pero se reprimió porque temía quedar ridículo asumiendo el papel de tío postizo y porque no quería ser corresponsable de la deformación del gusto de los muchachos. En las situaciones dramáticas, se burló Carvalho de sí mismo, es cuando hay que demostrar la entereza de los principios. Se quedaron pues los niños aquella noche sin hermano, sin salchichas de Frankfurt y probablemente sin cenar. Charo intentó convencer a su prima para que le dejara llevarse a los chicos. Estarán más tranquilos en casa. ¿En tu casa? Era horror lo que había aparecido en el rostro de Mariquita, un horror transparente, inocente, pero que le hizo daño a Charo, llorosa todo el trayecto desde Montcada hasta Vallvidrera, donde Carvalho le ofreció refugio, cena y compasión. Lloraba Charo por lo ocurrido al sobrino, por el desaire de su prima y por la historia de la muerta.

– ¿Qué le pasó por la cabeza a ese chico para hacer una barbaridad así?

¿Por qué el ensañamiento? Un hombre puede tener un mal momento y a lo mejor se enteró de lo que no sabía, de que ella hacía lo que hacía. También ésa, también ésa. Pepe, ¿tú crees que tenía necesidad de hacer eso? ¿Necesidad económica? ¿Entonces lo hacía por vicio? ¿No le bastaba con Ginés?

Carvalho quería apartar el caso de sí. En cuanto el autodidacta saliera a la calle le pasaría la factura y a otro asunto. Era la última vez en su vida profesional que aceptaba un caso en el que estuviera implicado algún allegado y se molestó consigo mismo poniendo en duda la lógica del ensañamiento del asesino.

– Vete a saber. Se aturdió. No supo qué hacer con el cadáver y pensó que despiezado era más fácil hacerlo desaparecer.

Al oírselo decir a sí mismo en voz alta le parecía incluso verosímil y se lo pareció a Charo porque musitó un quizá y se dejó llevar a Vallvidrera mientras contemplaba con los ojos abiertos recuerdos e imágenes que ella sola veía.

– ¿Es bonito Águilas, Pepe?

– Sí. Tiene encanto. Sobre todo lo que era Águilas antes de intentar parecerse a Benidorm. Las calas.

Los oasis de vegetación en las Ramblas.

– Un día volveré.

– ¿Cómo vas a volver si nunca has estado?

– Es como si hubiera estado. Mi madre me hablaba de todo aquello con tanto entusiasmo. La pobre era la única vez que había salido de casa y se había encontrado con aquella gente, cincuenta años atrás, sus tíos, su prima, tú no sabes cómo quería a Mariquita y luego a Encarna. Mi madre se acordaba de todos los cumpleaños, de todos, Pepe. Incluso de parientes que nunca había visto. Necesitaba sentir detrás una gran familia.

Y tras un silencio:

– La vida es una mierda, Pepe.

Tu vida tal vez sea una mierda, Charo, pensó Carvalho, y la mía, pero es idiota salirse de uno mismo para compadecerse. Obsequió a Charo con lo que le pidió, un bocadillo de pan de molde, de esos que tú haces tan buenos, Pepe, con alioli, lechuga, tomate, pepinillo, queso, mortadela y rodajitas de tomate, y la dejó llorar a ratos, recordar.

– Si le ponen una fianza y he de pagarla yo te vas a quedar sin cobrar.

– Ya me pagará el autodidacta.

– Quién.

– Narcís.

– No me gusta ese chico. Pepe. Es un liante. Qué doblez: sabía lo de mi prima, le había alquilado la casa y se lo tenía bien callado. ¿Porqué?

– Necesitaría unas horas para olvidarlo y otras tantas para pensarlo y tal vez tendría la solución. Pero no tengo ganas.

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