Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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Pudo extrañar aquel objeto como si no fuera suyo, como si una extraña anestesia local le separara de aquel músculo muerto que la mujer trataba de resucitar. Aplicada como una escolar concentrada, la silenciosa Gladys repasaba sus apuntes mentales sobre sexualidad y consideró en un momento dado que la excitación oral había terminado, porque dejó escapar el que parecía apetitoso bocado, para arrodillarse ante el hombre yaciente, adelantar las rodillas y buscar asiento para sus posaderas sobre las entrepiernas de su pareja. Metió una mano hacia las oscuridades del contacto, empuñó el pene con delicadeza y pese a su relativa flaccidez se lo fue metiendo en la vagina con cuidado y asepsia de supositorio. Subió y bajó para comprobar que el pene estaba en condiciones de idas y venidas y puso las palmas de las manos abiertas sobre el pecho moreno del hombre. Alzó la cabeza hacia el cenit del techo e inició los movimientos de subidas y bajadas, lenta, pausadamente, para forzar el ritmo poco a poco, acompañándose de jadeos y expresiones entrecortadas que iban del mi vida al querido pasando por el fóllame que a Ginés le recordaban la jerga profesional de todos los “meublès” portuarios. La excitación progresiva de Gladys provocaba la frigidez no menos progresiva del hombre, hasta el punto de que su extremidad a prueba perdió la consistencia mínima para seguir recibiendo aquel tratamiento de arriba abajo.

Tardó o fingió tardar Gladys en darse cuenta de que había perdido contacto físico con el placer y finalmente se dio por aludida porque bajó la cabeza, con los ojos cerrados y una expresión reconcentrada, la expresión del que busca el hilo perdido de una conversación o de un recuerdo. Se animó a sí misma con una sonrisa, aún con los ojos cerrados, y finalmente los abrió para contemplar risueña a su pareja.

– Niño. Niño mío. ¿Es que no te gusto?

Se dejó caer de pronto con precisión de ensamblaje lunar y su boca buscó la de Ginés para cebarse con ella entre brutales mordiscos y acariciadores dientes, nacidos para el desgarro o el roce en un juego alternativo. Las voces de estímulo erótico obedecían a un ritmo paralelo al de las caricias, pero de vez en cuando la mujer se apartaba para estudiar el proceso anímico de su pareja y el crecimiento o no crecimiento del ingrediente fundamental. Se dejó caer a su lado y pegó el lenguaje al oído del hombre.

– ¿Qué te gusta? Dime qué te gusta y Gladys te lo hará. Gladys lleva quince días a dos velas, niño mío.

Dime. ¿Te gusta que te peguen? ¿Te gusta pegar a ti?

Las negativas silenciosas de Ginés no la desanimaron. Volvió a la posición a cuatro patas, esta vez con el culo encarado a los ojos de Ginés y lo removió como si fuera un dulce que quería y no quería ser comido.

– ¿Has visto bien mi conejito, niño mío? Es un conejito suave. Todo para ti. Todo para mi niño.

Apartó Ginés la cara y buscó en una esquina de la habitación una fuente de inspiración, un estímulo cultural de simple educación, de estricta necesidad de quedar bien, y se levantó como una bestia de lascivia que se animaba a sí misma con respiraciones ansiosas, mientras las manos se convertían en bocas que amasaban las carnes de la mujer. Así, así, gritaba con alborotado placer la pelirroja y ofrecía su cuerpo al encuentro de las frotaciones ciegas del hombre, que en su voluntad de no ver lo que no quería, a veces se equivocaba de envite y caía al vacío del colchón donde la mujer le buscaba implacable para que no cejara en su resurrección.

Provocó efecto el ritual, porque Ginés se creyó en condiciones de montar sobre el otro cuerpo, y así lo hizo con brusquedades de conquistador que fueron recibidas con entusiasmo.

Hasta logró meterse donde tanto le llamaban e iniciar una galopada que de pronto se quedó en simple caída sobre un caballo que poco a loco fue asumiendo la miseria del caballero. Allí permaneció Ginés, fríamente lúcido de la inevitabilidad de su derrota, como si estuviera contemplándose el colgajo vencido, que avergonzado buscaba el escondite entre los pliegues de su propia piel. La mujer ya no jadeaba, respiraba y era una respiración que pronto evolucionó del cansancio a la protesta.

– ¿Ya está? ¿Eso es todo, niño mío?

– No es mi día.

– Lo mío es peor. No es mi año.

Ja. ¿Pero qué os pasa en el Trópico? ¿Es culpa mía? ¿Es que no te gusto?

– Sí. Me gustas mucho.

– Pues ya se nota.

Le pegó un empujón que le hizo caer de la cama y se puso a caminar sobre el tembleante colchón en busca de una salida a la situación. Recuperó su ropa a manotazos y se fue con ella al lavabo para no regalarle a Ginés el espectáculo de su vencido revestimiento. Desde su condición de macho caído, Ginés escuchó los ruidos de una profilaxis bien entendida: lavabo, gárgaras, aguas en fin a su sucia sumisión de vertedero. Se abrió la puerta y Gladys cruzó la habitación a velocidad de huida dejando sobre el hombre una palabra que pareció un escupitajo.

– Maricón.

Desde el suelo levantó los brazos Ginés en un titánico esfuerzo por sacarse de encima una vergüenza divertida, porque sus labios sonreían, y cuando se tumbó en la cama apretó la boca contra la almohada para no oír sus propias carcajadas, suscitadas por el recuerdo de tanto esfuerzo baldío por parte de la mujer. Especialmente le despertaba hilaridad aquella gravedad mamaria con la que llenaba su boca de carne humana. Se serenó y de la risa pasó a la compasión por la mujer que tanto había dado a cambio de nada.

Por la ventana penetraban claridades inciertas. Se levantó para comprobar si era la promesa del nuevo día. Allí estaba. Hipócritamente insinuaba que el sol era posible, anaranjadas orlas hacia el Oriente, sobre la cresta de nubes que recuperaban el cielo poco a poco.

– Maracas Bay. Maraval Road.

Savannah. Pitch Lake -recitó como si fuera una letanía inapelable. Y añadió-: El Bósforo.

Y de pronto quiso comprobar un presentimiento. Se duchó con tantas manos como pudo. Se vistió y salió en busca del ascensor y de la salida del hotel. Allí estaba ya la caravana de taxistas habituales. Allí estaba su hindú mirando el cielo por si veía a los violadores del tiempo y del espacio. Ginés le contempló largamente desde su escondite, un pie dentro del ascensor, el otro fuera. El hotel renacía poco a poco, pero a la vista ni un cliente. Hombres y mujeres de la limpieza salían de secretas puertas prohibidas arrastrándose como oscuros caracoles sorprendidos por el nuevo día. El hindú seguía con la cabeza alzada y la movía de esquina a esquina del cielo para dejarla finalmente en dirección a Maracas Bay.

– Sí, hombre, sí. Maracas Bay -dijo Ginés en voz alta.

Un muchachito que se dejaba llevar por un cubo de cinc y una fregona, volvió el rostro para descubrir de qué clase era la locura de aquel blanco a medio salir del ascensor. Casi vestido. Pero descalzo.

– Y si te dijera, Biscuter, que no me gusta este asunto, que no me gusta casi nadie.

– Pues déjelo, jefe.

– Si hubiera dejado todos los casos que no me han gustado. Luego poco a poco le vas encontrando la cosa. Te enamoras de alguien. Yo, casi siempre del muerto. Siempre tiendo a dar la razón a los muertos.

– Pues poca falta les hace. Jefe, le he preparado un fiambre de rollitos de ternera rellenos a la trufa y al estragón con salsa montada con crema de leche.

– Biscuter, has llegado a las cumbres de la nueva cocina.

– No creo que sea muy nueva porque me ha dado la receta la de los pollos de la Boqueria. Perdone, jefe, pero le he cogido ese libro de policías que tiene usted ahí para ponerlo sobre el rollo de fiambre, mientras se enfría debe tener un peso encima.

– La próxima vez cueces el libro con todo lo demás.

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