Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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– Pruebe un “peach”.

Le guiñaba el ojo el hombre ancho, moreno, aceitunado, con ojos grandes y rasgados de libanés. A su lado le miraba con curiosidad una pelirroja pecosa con las mejillas algo caídas y la piel brillante por el maquillaje.

Pidió un “peach” y le trajeron una bebida larga que sabía a melocotón en almíbar.

– ¿Es bueno, verdad?

Tenían ganas de conversación. La mujer trataba de decidir si miraba con los ojos abiertos o entornados, en un juego de cierres o aperturas que Ginés atribuyó a las probables lentillas.

– ¿Sabe cómo se hace?

Cambió el hombre de mesa y se sentó a horcajadas ante Ginés, dándole una fórmula completa del brebaje.

– Ron ligero, melocotón y zumo de lima y unas gotas de marrasquino.

Chasqueó el paladar con la lengua y estimuló con la cabeza el trago de Ginés, como si ayudara a que el líquido fuera garganta abajo.

– Yo he exigido que me lo hicieran con un ron de Puerto Rico, es el más ligero. A veces te lo hacen con cualquier ron. Si te lo hacen con un ron de Martinica, malo. Los rones de proceso “dunder” no van bien para los combinados con frutas. Soy barman, allí en mi tierra, en Seattle.

La mano cuadrada del hombre estrechó la mano de Ginés apenas le insinuara la entrega y en seguida se movilizó para que la pelirroja acudiera a la mesa.

– Es Gladys, mi mujer. Ella no es norteamericana, es canadiense. ¿Usted es venezolano? ¿Español? ¿Español de España? ¡Ouuuuuh!

Era un entusiasmo orgásmico el que se había despertado en el barman de Seattle, que golpeó con su manaza un hombro de la pelirroja y otro de Ginés.

– ¡Un “spanish” auténtico! ¿Qué se le ha perdido en esta isla de mierda, amigo? Tengo la maleta llena de folletos de viajes. Yo le había prometido a Gladys que nos tomaríamos unas vacaciones en el Caribe cuando terminara de pagar los plazos de mi bar. El Caribe. Sol. Música. Yo quería irme a Aruba, allí te garantizan el sol hasta de noche. Y dónde me he metido. He engordado cinco kilos de las horas que me paso durmiendo.

Se palpaba el estómago y se pellizcaba los rebordes de grasa que le asomaban por todo el circuito del cinto.

– Le invito a un “planter.s punch” para celebrar el encuentro.

El camarero no tuvo más remedio que salir de su huelga o de su letargo ante el griterío de rodeo que le envió el americano entre las risitas de cortés timidez violada que dejaba escapar la pecosa. El camarero estaba ofendido por la manera de ser convocado y porque no sabía qué era un “planter.s punch”. Se levantó el de Seattle, le tomó por un brazo a pesar del rechazo del mozo y se lo llevó hacia los adentros del hotel. La pecosa había llevado la risa hasta los extremos del éxtasis y daba golpes con el puñito cerrado en el pecho de Ginés para trasmitirle su desternillamiento.

– Lo que no consiga Micky no lo consigue nadie.

Había lucerío de alcoholes en los ojos cálidos de la mujer.

– ¿Viaja solo o acompañado?

– Solo.

– ¿Negocios?

– No.

– Turismo.

– Tampoco, simplemente viajo.

– ¡Simplemente viajo! -repitió la mujer imitando el tono de voz de Ginés y se echó a reír, poniendo una mano sobre el brazo del hombre, instándole a la complicidad-. ¡Ya está aquí mi Robert Redford!

Robert Redford llegaba con una coctelera en las manos y la agitaba mientras avanzaba al son de una rumba que sólo él escuchaba.

Un elixir color ámbar anaranjado quedó propuesto en vasos altos.

– Lo va a probar según la fórmula de Micky. Ron de Jamaica, limón, naranja, soda, azúcar.

Ginés no tenía estómago para tanto líquido, pero se lo bebió lentamente porque en el fondo agradecía el espectáculo gratuito que le ofrecía la pareja.

– Hay que marcharse de esta isla, aunque sea por un día. Me han dicho que en Tobago hace mejor tiempo y está a media hora de vuelo en fokker.

Nos subimos al fokker, volamos a ras de selva y rata ta ta ta ta, ametrallamos a todos los monos. Micky y Gladys se van mañana mismo a pasar todo el día en Tobago y usted queda invitado.

Rechazó Ginés el ofrecimiento con un gesto, pero la actitud del americano no admitía rechaces. Cuchicheó algo al oído de su compañera y se echaron a reír para quedar luego los dos contemplando a su nuevo amigo con una expresión de felicidad algo estúpida. Pretextó Micky un afán olvidado y quedaron a solas la mujer y Ginés. La conversación no era el fuerte ni de la mujer ni del marino, y el barman no volvía. La cabeza de Gladys se inclinó hacia la de él.

– No volverá. Nos ha dejado solos.

– ¿Por qué?

– Tenía sus planes. Al marcharse me ha dicho: Gladys, te dejo en buenas manos. ¿Estoy en buenas manos?

Ginés imaginó lo que podían hacer sus manos en aquel cuerpo largo, desgarbado, prometedor de esquinas inciertas y sobre todo prometedor el rostro de inocente buscona pecosa. Le enseñó las manos a Gladys.

Éstas son mis manos. No tengo otras.

Gladys acercó los labios y le besó las palmas. Dejó los labios pegados a la piel del hombre y los abrió para dejar paso a una lengua fuerte y rasposa que lamió con ansiedad la noche que Ginés mantenía en las manos.

Luego alzó la cabeza.

– Necesito un hombre y una cama.

Ginés se encontró a sí mismo siguiéndola con una nerviosa ansiedad de primera vez, y cuando entraron en la habitación no la reconoció como suya hasta que Gladys le cubrió la maleta abierta con la ropa que se iba quitando para quedar largamente desnuda, como una zanahoria húmeda sobre la cama. Y de la mujer salió una mano que abrió la bragueta del hombre paralizado, le tomó el pene en cuarto creciente y se lo llevó a los labios como si fuera un hot dog con la mejor mostaza de este mundo.

– ¡Huy! ¡Qué rico!

Se lo metió en una boca de serpiente pitón muerta de hambre.

– No te preocupes. Es la bebida.

Gladys le besó en la mejilla y le forzó con las dos manos a que su cara se enfrentara a la suya. El comportamiento de los homínidos femeninos respondía a pautas universales. Después del acto amoroso fallido, el homínido femenino caucasiano suele coger la cara de su insuficiente pareja, mirarla de hito en hito con una ternura cultural y ofrecerle la generosidad de la comprensión.

– Voy a ver qué hace Micky y volveré más tarde.

– ¿Micky sabía que estabas conmigo?

– Sí. Él se ha ido con dos negras que ha contratado en un bar de por ahí, del Central Market. Cerca del Central Market. Sólo se le levanta con las negras y a pares. Lo ha descubierto aquí, en Trinidad. Yo no soy su mujer. Trabajo en su bar.

Se vestía mientras hablaba. Abrió la puerta y penetró en la estancia la luz del pasillo. A contraluz, Gladys agitó un dedo como una regañina que Ginés notó directamente dirigida a su pene.

– No te muevas de ahí que Gladys no tardará en volver.

La marcha de la mujer hizo que se sintiera a gusto cobijado en aquel refugio recuperado para él solo. Se adormiló y le despertó horas después la evidencia de una presencia junto a la cama. Gladys volvía a estar allí y se estaba desnudando de pie junto a la maleta pertinazmente abierta. Oía ahora el ruido liviano de las ropas al caer unas sobre otras. La mujer se inclinó hacia la lamparilla de la cabecera de la cama y la iluminó.

– ¿Estás despierto?

Se estaba soltando la breve colita que campaneaba sobre su nuca y en sus labios se movía la lengua y la promesa de un trabajo ahora perfecto.

– ¿Estás cansado? Ese cerdo de Micky aún no ha vuelto. Deja hacer a Gladys. Gladys consigue resucitar a los muertos.

Y empezó una ceremonia de posesión a la luz de una lamparilla de blonda plisada que otorgaba a Gladys contornos brujeriles en su posición de buscadora del sexo del hombre y de introductora del animal en la boca, donde lo paseó en todas direcciones, como si le impidiera huir de aquella cárcel húmeda. Con la cabeza realzada por la doble almohada, Ginés veía cómo su pene trataba de salir de aquella cueva, cómo la punta pugnaba por romper la malla de la mejilla izquierda o de la mejilla derecha de la mujer, para finalmente ser engullido hacia las profundidades de la garganta, estar a punto de escabullirse como un émbolo mojado, para ser de nuevo succionado por los labios implacables.

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