Cuando supo que la Convención Nacional del movimiento cartista tenía lugar en esos días en Londres, averiguó dónde se reunían. En un acto audaz, se presentó en la Doctor Johnson's Tavern, un bar de mezquina apariencia, en un impasse de Fleet Street. En un vasto salón humoso y húmedo, mal iluminado, oloroso a cerveza barata y a coles hervidas, se apiñaban un centenar de dirigentes cartistas, entre ellos los principales líderes, O'Brien y O'Connor. Discutían sobre la conveniencia de decretar una huelga general en apoyo de la Carta del Pueblo. Cuando te preguntaron quién eras y qué hacías allí, explicaste, sin que te temblara la voz, que traías el saludo de los obreros y las mujeres de Francia a sus hermanos británicos. Te miraron con extrañeza, pero no te echaron. Había también un puñadito de obreras, que escudriñaban con desconfianza tus ropas burguesas. Durante varias horas, los escuchaste discutir, cambiar propuestas, votar las mociones. Te sentías en estado de trance. Sí, esta fuerza, multiplicada por toda Europa, cambiaría el mundo, traería la felicidad a los desheredados. Cuando, en un momento de la sesión, O'Brien y O'Connor preguntaron si la delegada francesa quería dirigirse a la asamblea, no dudaste un segundo. Trepaste a la tarima de los oradores y, en tu vacilante inglés, los felicitaste y animaste a seguir dando este ejemplo de organización y de lucha a todos los pobres del mundo. Terminaste tu breve alocución con una arenga que dejó a tus oyentes, amantes del método pacífico, totalmente desconcertados: «¡Incendiemos los castillos, brothers!».
Ahora te reías recordando aquella arenga, Florita. Porque tú no creías en la violencia. Hiciste aquel llamamiento incendiario para expresar con una imagen dramática la emoción que te embargaba. Qué privilegio estar allí, entre esos hermanos explotados que comenzaban a levantar cabeza. Tú estabas por el amor, por las ideas, por la persuasión, en contra de las balas y los patíbulos. Por eso te exasperaban estos burgueses truculentos de Carcassonne para quienes todo se resolvería movilizando regimientos y levantando guillotinas en las plazas públicas. ¿Qué se podía esperar de gentes tan estúpidas? La burguesía no tenía remedio, su egoísmo le impediría siempre ver la verdad general. Tú, en cambio, ahora más que nunca, tenías la seguridad de andar por la senda correcta. Acercar las mujeres a los obreros, organizar a unos y otros en una alianza que trascendiera las fronteras y que ninguna policía, ejército, ni gobierno podrían aplastar. Entonces, el cielo dejaría de ser una abstracción, escaparía de los sermones de los curas y de la credulidad de los fieles, y se volvería historia, vida de todos los días y para todos los mortales. «Te admiro, Florita», exclamó, entusiasmada. «Oh, Dios, bastaría que envíes diez mujeres como yo a este mundo para que reine la justicia en la Tierra.»
Entre los fourieristas de Carcassonne el más llamativo era Hugues Bernard. Militante en sociedades secretas de Francia y carbonario en Italia, quería a toda costa la guerra civil. Elocuente y seductor, los obreros lo escuchaban embobados. Flora se le enfrentó; lo llamó «encantador de serpientes», «ilusionista», «corruptor de los trabajadores con su saliva demagógica». En vez de ofenderse, Hugues Bernard la siguió hasta el hotel, fatigándola con lisonjas: era la mujer más inteligente que había conocido, la única con la que se hubiera podido casar. Si no estuviera seguro de ser rechazado, intentaría conquistarla. Flora terminó riéndose. Pero, en vista de sus coqueterías, optó por tenerlo a distancia. También Escudié, el líder de los chevaliers, se empeñó en ganar su amistad. Era un hombre misterioso y lúgubre, vestido de luto, con chispazos de genialidad.
– Usted sería un buen revolucionario, Escudié, si tuviera un poco más de amor y algo menos de apetitos.
– Ha dado usted en el clavo, Flora -asintió el esbelto y cadavérico fourierista, muy serio, con expresión mefistofélica-. Es el gran problema de mi vida: los apetitos. La carne.
– Olvídese de la carne, Escudié. Para la revolución sólo hace falta el espíritu, la idea. La carne es un estorbo.
– Eso es más fácil de decir que de hacer, Flora -afirmó el falansteriano, adoptando un tono elegíaco y con una mirada que la alarmó-. Mi carne es un compuesto de todas las legiones infernales. Si se asomara al mundo de mis deseos, usted, que parece tan pura, caería muerta de espanto. ¿Ha leído al marqués de Sade, por casualidad?
Flora sintió que las piernas le temblaban. Se las arregló para desviar la conversación, temerosa de que Escudié, lanzado por ese camino, le desvelara su infierno secreto, esos fondos lúbrico s de su alma donde, a juzgar por sus pupilas encanalladas, debían anidar muchos demonios. Sin embargo, en un movimiento infrecuente en ella, de pronto se vio haciendo confidencias al macabro fourierista. Ella era una mujer libre, y había demostrado con creces en sus cuarenta y un años de vida no temer a nadie ni a nada. Pero, pese a su pasajera aventura con Olympia, el sexo le seguía provocando un malestar difuso, porque la vida le había mostrado, una y otra vez, que, al mismo tiempo que exaltación y goce, el deseo carnal era también una pendiente por la que el hombre rodaba rápido hacia la bestia, hacia las formas más salvajes de la crueldad y la injusticia contra la mujer. Ella lo había sabido desde joven, gracias a André Chazal, estuprador de su esposa y luego de su propia hija, pero, sobre todo, lo había visto y tocado con un espanto que nunca se borraría de su memoria en el viaje a Londres de 1839. Escenas tan bochornosas que los editores de Promenades dans Londres la obligaron a suavizar, y que, luego, una vez publicado el libro, ni un solo crítico se atrevió a comentar. A diferencia de Peregrinaciones de una paria, elogiado por doquier, sus denuncias contra las lacras de la metrópoli londinense habían sido cobardemente silenciadas por la intelectualidad parisina. Pero, qué te importaba, Florita. ¿No era una señal de que andabas por el buen camino? «Sí, sí, sin duda», la alentó Escudié.
La idea de vestirse de hombre se la dio, a poco de llegar a Londres, un amigo owenista que la vio afligirse al saber que la entrada al Parlamento británico estaba prohibida a las mujeres. La ayudó un diplomático turco, quien le suministró el disfraz. Tuvo que hacer unos arreglos a los pantalones bombachos y al turbante, y rellenar las babuchas con papel. Aunque sintió inquietud al cruzar el pórtico del imponente local vecino al Támesis, corazón del poder imperial británico, luego, escuchando las intervenciones de los diputados, olvidó por completo su suplantada identidad. La mayoría de los parlamentarios le causó una impresión penosa, por su vulgaridad y su tosca manera de repantigarse sobre los escaños con los sombreros puestos. Sin embargo, cuando oyó a Daniel O'Connell, el líder de los independentistas irlandeses, el primer irlandés católico en ocupar un escaño en la Cámara de los Comunes, que había diseñado una estrategia de lucha no violenta contra el colonialismo inglés, se emocionó. Ese hombre feo, con apariencia de cochero endomingado, cuando hablaba -propugnando la abolición de la esclavitud y el sufragio universal- se volvía hermoso, irradiaba decencia e idealismo. Era un orador tan brillante que todos lo escuchaban, atentos. Oyendo a O'Connell Flora tuvo la idea del Defensor del Pueblo, que incorporó a su proyecto de la Unión Obrera: el movimiento de mujeres y trabajadores llevaría al _congreso un portavoz, pagándole un salario, para que defendiera allá los intereses de los pobres.
A menudo se disfrazó de hombre en esos cuatro meses. Se había propuesto dar cuenta de la vida que llevaban las cien mil prostitutas callejeras que, se decía, merodeaban por Londres, y de lo que ocurría en los burdeles de la ciudad, y jamás hubiera podido explorar esos antros sin disimular su sexo tras unos pantalones y una levita de varón. Aun así, resultaba peligroso adentrarse en zadas en este negocio, eran los finishes del West End, el Londres céntrico, el de las diversiones elegantes. Allí, Florita, tocaste el colmo de la iniquidad. Los finishes eran las tabernas-burdeles, los bares meretricios donde los ricos, los nobles, los privilegiados de esta sociedad de amos y de esclavos supuestamente libres, iban to finish sus noches de orgía. Los visitaste vestida de petimetre, con un joven de la legación francesa que había leído tus libros y que te prestó el atuendo masculino, no sin antes tratar de disuadirte, pues, te aseguró, la experiencia te espantaría. Tenía toda la razón. Tú, que creías haberlo visto todo sobre la animalización del ser humano, no habías visto aún los extremos a que podía llegar la vejación de la mujer.
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