Hugo Montero, tomándose una cerveza en el bar La Mala Senda, calle Pensador Mexicano, México DF, mayo de 1982.Había una plaza libre y yo me dije ¿por qué no meto a mi cuate Ulises Lima en el grupito que va a Nicaragua? Esto pasó en enero, una buena manera de inaugurar el año. Y además, me habían dicho que Lima estaba muy mal y yo pensé que un viajecito a la Revolución le recompone los ánimos a cualquiera. Así que arreglé los papeles sin consultarle nada a nadie y metí a Ulises en el avión que iba a Managua. Por supuesto, yo no sabía que con esa decisión me estaba poniendo la soga al cuello, si lo hubiera sabido Ulises Lima no se mueve del DF, pero uno es así, impulsivo, y al final lo que tenga que suceder siempre sucede, somos juguetes en manos del destino, ¿verdad?
Bueno, pues, a lo que iba: metí a Ulises Lima en el avión y yo creo que ya antes de que despegáramos me olí lo que podía acarrearme aquel viajecito. La delegación mexicana estaba encabezada por mi jefe, el poeta Álamo, y cuando éste vio a Ulises se puso blanco y me llamó aparte. ¿Qué hace este pendejo aquí, Montero?, dijo. Va a Managua con nosotros, le contesté. El resto de las palabras de Álamo prefiero no repetirlas porque en el fondo no soy una mala persona. Pero pensé: si no te interesaba que viajara este poeta, so holgazán, por qué no controlaste tú mismo las invitaciones, por qué no te tomaste tú mismo el trabajo de llamar por teléfono a todos los que tenían que ir. Y con esto no quiero decir que no lo hubiera hecho. Álamo invitó personalmente a sus cuatachos más íntimos, a saber: la banda de la poesía campesina. Y después invitó personalmente a sus lambiscones más queridos, y después a los pesos pesados o plumas, todos campeones locales en sus respectivas categorías, de la literatura mexicana, pero, como siempre pasa, en este país no hay formalidad, a última hora dos o tres cabrones cancelaron el viaje y tuve que ser yo el que rellenara las ausencias, como dice Neruda. Y entonces fue cuando pensé en Lima, sabía no sé por quién que estaba de vuelta en México y que se lo estaba llevando la chingada, y yo soy de las personas que si pueden hacer un favor, pues lo hacen, qué le voy a hacer, México me hizo así y ni modo.
Ahora, claro, estoy sin chamba y a veces, cuando me da por ahí, cuando la cruda me presenta uno de esos amaneceres apocalípticos del DF, pienso que hice mal, que podía haber invitado a otro, en una palabra, que la cagué, pero en líneas generales pues no me arrepiento. Y allí estábamos, como les iba contando, en el avión, y Álamo que recién se daba cuenta de que en el pasaje se había colado Ulises Lima, y yo le dije: tranquilo, maestro, no va a pasar nada, tiene usted mi palabra, y entonces Álamo me miró como si me calibrara, una mirada de fuego, si se me permite la licencia, y dijo: de acuerdo, Montero, es tu problema, ya veremos cómo lo solventas. Y yo le dije: el pabellón de México quedará en lo más alto, jefe, serenidad y tranquilidad, no se me inquiete por nada. Y ya para entonces íbamos volando rumbo a Managua por un cielo negro negrísimo y los escritores de nuestra delegación iban bebiendo como si supieran o sospecharan o alguien les hubiera pasado la fija de que el avión se iba a caer, y yo iba de un lado para otro, pasillo arriba y pasillo abajo, saludando a los presentes, repartiendo unas hojitas con la Declaración de los Escritores Mexicanos, un panfleto que había pergeñado Álamo y los poetas campesinos en solidaridad con el pueblo hermano de Nicaragua y que yo había pasado en limpio (y corregido, no está demás decirlo), para que los que no lo conocían, que eran la gran mayoría, lo leyeran, y para que los que no lo habían suscrito, que eran unos pocos, me estamparan su firmita en el apartado «Los abajo firmantes», es decir justo debajo de las firmas de Álamo y los poetas campesinos, el quinteto del apocalipsis.
Y entonces, mientras iba recabando las firmas que me faltaban, pensé en Ulises Lima, vi su pelambrera hundida en el asiento, me pareció que iba mareado o dormido, en cualquier caso tenía los ojos cerrados y hacía visajes, como si sufriera una pesadilla, pensé, y pensé, digo, este cuate no va a querer firmar así como así la Declaración, y por un instante, mientras el avión daba bandazos de un lado para otro y parecían confirmarse las peores expectativas, sopesé la posibilidad de no pedirle su firma, de ignorarlo soberanamente, total, yo le había conseguido el viaje como un favor de amigo, porque estaba mal o eso me habían dicho, no para que se solidarizara con éstos o con los otros, pero luego se me ocurrió que Álamo y los poetas campesinos iban a mirar con lupa a los «abajo firmantes» y que iba a ser yo el que pagara por su ausencia. Y la duda, como dice Othón, se instaló en mi conciencia. Y entonces me acerqué a Ulises y le toqué el hombro y él abrió de inmediato los ojos, como si fuera un pinche robot que yo, al accionar algún mecanismo oculto en su carne, hubiera despertado, y me miró como si no me conociera, pero reconociéndome, no sé si me explico (probablemente no), y entonces yo me senté en el asiento de al lado y le dije mira, Ulises, tenemos un problema, aquí todos los maestros han firmado una pendejada dizque de solidaridad con los escritores nicaragüenses y con el pueblo de Nicaragua y sólo me falta tu firma, pero si no quieres firmar, pues no pasa nada, yo creo que puedo arreglarlo, y entonces él dijo con una voz que me destrozó el corazón: déjame que lo lea, y yo al principio no supe a qué chingados se refería, y cuando caí en la cuenta le alcancé una copia de la Declaración y lo vi, cómo diría, ¿sumergirse en esas palabras?, algo así, y le dije: ahorita vengo, Ulises, voy a dar una vuelta por el avión, no sea que el capitán necesite mi ayuda, y mientras tanto tú lee tranquilo, tómate tu tiempo y no te sientas presionado, si quieres lo firmas, si no quieres no lo firmas, y dicho y hecho, me levanté, volví a la proa del avión, ¿se dice proa, no?, bueno, a la parte de adelante, y estuve un rato más repartiendo la cabrona Declaración y departiendo de paso con lo más granado de la literatura mexicana y latinoamericana (iban varios escritores exiliados en México, tres argentinos, un chileno, un guatemalteco, dos uruguayos), que a esa altura del viaje ya empezaban a mostrar los primeros signos de intoxicación etílica, y cuando volví donde Ulises me encontré la Declaración firmada, el papel perfectamente doblado en el asiento desocupado, y a Ulises con los ojos cerrados otra vez, muy erguido pero con los ojos cerrados, digamos como si sufriera mucho, pero digamos también como si se estuviera tomando el sufrimiento (o lo que fuera) con mucha dignidad. Y ya no lo volví a ver más hasta que llegamos a Managua.
No sé qué hizo durante los primeros días, sólo sé que no fue a ningún recital, a ningún encuentro, a ninguna mesa redonda. A veces me acordaba de él, joder, lo que se estaba perdiendo. La historia viva, como se suele decir, la fiesta ininterrumpida. Recuerdo que lo fui a buscar a su habitación en el hotel el día que nos recibió Ernesto Cardenal en el ministerio, pero no lo encontré y en la recepción me dijeron que desde hacía un par de noches no aparecía por allí. Qué le vamos a hacer, me dije, debe estar chupando en alguna parte o debe estar con algún amigo nicaragüense o lo que sea, tenía mucho trabajo, tenía que ocuparme de toda la delegación mexicana, no podía pasarme el día buscando a Ulises Lima, ya bastante había hecho enchufándolo en el viaje. Así que me desentendí de él y fueron pasando los días, como dice Vallejo, y recuerdo que una tarde Álamo se me acercó y me dijo Montero, ¿dónde chingados se ha metido tu amigo que hace mucho que no lo veo? Y entonces yo pensé: carajo, pues es verdad, Ulises había desaparecido. Francamente, al principio no me di cuenta cabal de la situación que se me presentaba, del abanico de posibilidades vitales y no tan vitales que de golpe, con un ruido sordo, ante mí se abría. Pensé debe andar por ahí y aunque no puedo decir que acto seguido me olvidara, digamos que aparqué el problema para más adelante. Pero Álamo no lo aparcó y esa noche, durante una cena de fraternidad entre poetas nicaragüenses y poetas mexicanos, volvió a preguntarme dónde carajos se había metido Ulises Lima. Para colmo uno de los pinches ahijados de Cardenal que había estudiado en México lo conocía y al saber de su presencia en nuestra delegación insistió en verlo, en saludar al padre del realismo visceral, eso decía, era un chavo nicaragüense chaparrito y medio calvo que me sonaba de algo, puede que yo mismo años atrás le hubiera gestionado un recital en Bellas Artes, no sé, para mí que hablaba medio en broma, lo digo sobre todo por cómo decía aquello de padre del realismo visceral, como si se estuviera riendo, como si estuviera vacilando allí delante de los poetas mexicanos que la mera verdad es que le celebraban la gracia con conocimiento de causa, hasta Álamo se reía, mitad por gusto y mitad por seguir el protocolo del infierno, no así los nicas que más bien se reían por contagio o por compromiso, que de todo hay, sobre todo en este ramo.
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