Bárbara Patterson, en la cocina de su casa, Jackson Street, San Diego, California, marzo de 1981.¿Dennis Hooper? ¿Política? ¡Hijo de la chingada! ¡Pedazo de mierda pegada a los pelos del culo! Qué sabrá el pendejo de política. Era yo la que le decía: dedícate a la política, Rafael, dedícate a las causas nobles, carajo, tú eres un pinche hijo del pueblo, y el cabrón me miraba como si yo fuera una mierda, un trocito de basura, me miraba desde una altura imaginaria y contestaba: no son enchiladas, Barbarita, no te aceleres, y luego se echaba a dormir y yo tenía que salir a trabajar y luego a estudiar, en fin, yo estaba ocupada todo el día, estoy ocupada todo el día, arriba y abajo, de la universidad al trabajo (soy camarera de una hamburguesería en Reston Avenue), y cuando volvía a casa me encontraba a Rafael durmiendo, con los platos sin lavar, el suelo sucio, restos de comida en la cocina (¡pero nada de comida para mí, el muy mamón!), la casa hecha un asco, como si hubiera pasado una manada de mandriles, y entonces yo tenía que ponerme a limpiar, a barrer, a cocinar y luego tenía que salir y llenar de comida el frigorífico, y cuando Rafael se despertaba le preguntaba: ¿has escrito, Rafael?, ¿has comenzado a escribir tu novela sobre la vida de los chicanos en San Diego?, y Rafael me miraba como si me viera en la tele y decía: he escrito un poema, Barbarita, y yo entonces, resignada, le decía órale, cabrón, léemelo, y Rafael abría un par de latas de cerveza, me daba una (el cabrón sabe que yo no debería beber cerveza) y luego me leía el pinche poema. Y debe de ser porque en el fondo lo sigo queriendo que el poema (sólo si era bueno) me hacía llorar, casi sin darme cuenta, y cuando Rafael terminaba de leer yo tenía la cara mojada y brillante y él se me acercaba y yo podía olerlo, olía a mexicano, el cabrón, y nos abrazábamos, muy suavecito, y luego, pero como media hora después, empezábamos a hacernos el amor, y después Rafael me decía: ¿qué vamos a comer, gordita?, y yo me levantaba, sin vestirme, y me metía en la cocina y le hacía sus huevos con jamón y bacon, y mientras cocinaba pensaba en la literatura y en la política y me acordaba de cuando Rafael y yo todavía vivíamos en México y fuimos a ver a un poeta cubano, vamos a verlo, Rafael, le dije, tú eres un hijo del pueblo y ese maricón quieras que no tendrá que darse cuenta de tu talento, y Rafael me dijo: pero es que yo soy viscerrealista, Barbarita, y yo le dije no seas pendejo, tus huevos son real visceralistas, ¿pero es que no te quieres dar cuenta de la puta realidad, cariño?, y Rafael y yo fuimos a ver al gran lírico de la Revolución y allí habían estado todos los poetas mexicanos que Rafael más detestaba (o mejor dicho que Belano y Lima más detestaban), fue raro porque los dos lo sentimos por el olor, la habitación de hotel del cubano olía a los poetas campesinos, a los de la revista El Delfín Proletario, a la mujer de Huerta, a estalinistas mexicanos, a revolucionarios de mierda que cada quincena cobraban del erario público, en fin, me dije a mí misma e intenté decirle telepáticamente a Rafael: no la cagues ahora, no metas la pata ahora, y el hijo de La Habana nos atendió bien, un poco cansado, un poco melancólico, pero en líneas generales bien, y Rafael habló de poesía joven mexicana pero no de los real visceralistas (antes de entrar le dije que lo mataría si lo hacía) e incluso yo me inventé sobre la marcha un proyecto de revista que, dije, me iba a financiar la Universidad de San Diego, y al cubano eso le interesó, le interesaron los poemas de Rafael, le interesó mi puta revista quimérica, y de pronto, cuando ya la entrevista llegaba a su fin, el cubano que a esas alturas parecía más dormido que despierto, nos preguntó de sopetón por el realismo visceral. No sé cómo explicarlo. La habitación del puto hotel. El silencio y los ascensores lejanos. El olor de las anteriores visitas. Los ojos del cubano que se cerraban de sueño o aburrimiento o alcohol. Sus inesperadas palabras, como pronunciadas por un hombre hipnotizado, mesmerizado, todo contribuyó a que yo diera un gritito, un gritito que sin embargo sonó como un disparo. Debían de ser los nervios, eso fue lo que les dije. Después los tres permanecimos en silencio durante un rato, el cubano pensando seguramente en quién sería esa gringa histérica, Rafael pensando si hablar o no hablar del grupo y yo diciéndome una y otra vez puta de mierda, a ver si un día de éstos te coses los putos labios. Y entonces, mientras me veía a mí misma encerrada en el closet de mi casa, la boca convertida en una costra inmensa, leyendo una y otra vez los cuentos de El llano en llamas, escuché que Rafael hablaba de los real visceralistas, escuché que el puto cubano preguntaba y preguntaba, escuché que Rafael decía que sí, que tal vez, que la enfermedad infantil del comunismo, escuché que el cubano sugería manifiestos, proclamas, refundaciones, mayor claridad ideológica, y entonces ya no pude aguantarme más y abrí la boca y dije que eso se había terminado, que Rafael sólo hablaba a título personal, como el buen poeta que era, y entonces Rafael me dijo cállate, Barbarita, y yo le dije tú no me callas a mí, mamón, y el cubano dijo ay, las mujeres, e intentó mediar con su mierda de macho con las pelotas podridas y nauseabundas, y yo dije mierda, mierda, mierda, sólo queremos publicar en Casa de las Américas a título personal, y el cubano entonces me miró muy serio y dijo que por supuesto, en Casa de las Américas siempre se publicaba a título personal, y así les va, dije yo, y Rafael dijo chántala, Barbarita, que el maestro aquí va a pensar lo que no es, y yo dije que el puto maestro piense lo que quiera, pero el pasado es el pasado, Rafael, y tu futuro es tu futuro, ¿no?, y entonces el cubano me miró más serio que nunca con unos ojos como diciéndome si estuviéramos en Moscú ibas a acabar tú en un psiquiátrico, chica, pero al mismo tiempo, eso también lo percibí, como si pensara, bueno, no es para tanto, la locura es la locura es la locura y la melancolía también y en el fondo de la cuestión los tres somos americanos, hijos de Calibán, perdidos en el gran caos americano, y eso creo que me enterneció, ver en la mirada del hombre poderoso una chispa de simpatía, una chispa de tolerancia, como si dijera no te dé pena, Bárbara, que yo ya sé cómo son estas cosas, y entonces, qué imbécil soy, yo sonreí, y Rafael sacó sus poemas, unos cincuenta folios, y le dijo éstos son mis poemas, compañero, y el cubano cogió los poemas, le dio las gracias y acto seguido él y Rafael se levantaron, como en cámara lenta, como un rayo, un rayo doble o un rayo y su sombra, pero en cámara lenta, y en esa fracción de segundo yo pensé todo está bien, ojalá todo esté bien, yo me vi bañándome en una playa habanera y vi a Rafael a mi lado, a unos tres metros, conversando con unos periodistas norteamericanos, gente de Nueva York, de San Francisco, hablando de LITERATURA, hablando de POLÍTICA, y en las puertas del paraíso.
José «Zopilote» Colina, café Quito, avenida Bucareli, México DF, marzo de 1981.Esto fue lo más cerca que esos mamones se acercaron a la política. Una vez yo estaba en El Nacional, allá por el año 1975, y allí estaban Arturo Belano, Ulises Lima y Felipe Müller esperando a que don Juan Rejano los atendiera. De pronto apareció una rubia bastante potable (soy un experto) y se saltó la cola de pinches poetas que se arracimaban como moscas en el cuartucho donde trabajaba don Juan Rejano. Nadie, por supuesto, protestó (pobres, pero caballeros, los bueyes), qué iban a protestar, una mierda, y va la rubia y se acerca al escritorio de don Juan y le entrega un bonche de cuartillas, unas traducciones, creí escuchar (tengo el oído fino), y don Juan, que Dios lo tenga en la Gloria, hombres como ése hay pocos, le sonríe de oreja a oreja y le dice qué tal Verónica (gachupín cabrón, a nosotros nos trataba fatal), qué buenos vientos la traen por aquí, y la tal Verónica le da las traducciones y habla un ratito con el viejo, más bien Verónica habla y don Juan asiente, como hipnotizado, y luego la rubia coge su cheque, se lo guarda en la cartera, se da media vuelta y se pierde por el pinche pasillo cochambroso, y entonces, mientras los demás babeábamos, don Giovanni se quedó un rato como traspuesto, como pensativo, y Arturo Belano, que era una fiera de confianza y además era el que estaba más cerca de él va y le dice: ¿qué pasa, don Juan, qué se trae?, y don Rejas, como saliendo de un puto sueño o de una puta pesadilla lo mira y le dice: ¿sabes quién era esa chica?, se lo dijo mirándolo a los ojos y con acento español, mala señal, Rejano, como todos ustedes ignoran, además de tener malas pulgas hablaba generalmente con acento mexicano, pobre viejo, qué mala suerte tuvo al final, pero en fin, va y le dice ¿sabes, Arturo, quién es esa chica?, y Belano dice nelazo, aunque se nota que es simpática, ¿quién es? ¡La bisnieta de Trotski!, dice don Rejas, Verónica Volkow, la mera bisnieta (o nieta, pero no, creo que bisnieta) de León Davidovitch, y entonces, perdonen si pierdo el hilo, Belano dijo moles y salió corriendo detrás de Verónica Volkow, y detrás de Belano salió Lima echando aguas, y el chavito Müller se quedó un minuto a recoger los cheques de ellos y después también salió disparado, y Rejano los vio salir y desaparecer por el Pasillo de la Cochambre y se sonrió como para sus adentros, como diciendo pinches chavos culeros, y yo creo que debió de pensar en la Guerra Civil española, en sus amigos muertos, en sus largos años de exilio, yo creo que debió de pensar incluso en su militancia en el Partido Comunista, aunque eso no casaba muy bien con la bisnieta de Trotski, pero don Rejas era así, básicamente un sentimental y una buena persona, y luego volvió al planeta Tierra, a la pinche redacción de la Revista Mexicana de Cultura, suplemento cultural de El Nacional, y los que se hacinaban en el cuarto mal ventilado y los que se marchitaban en el pasillo oscuro volvieron con él a la cabrona realidad y todos recibimos nuestros cheques.
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