Roberto Bolaño - Los detectives salvajes

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La novela narra la búsqueda de la poetisa mexicana Cesárea Tinajero, por parte de dos jóvenes poetas y ocasionales vendedores de droga, el chileno Arturo Belano y el también mexicano Ulises Lima. Bolaño utiliza a estos personajes para componer una ficción en la que se mezclan las ciudades y los personajes, en un homenaje a la poesía.
La obra se divide en tres partes. La primera y la última comprenden la búsqueda de Tinajero por parte de Belano, Lima y un joven seguidor, Juan García Madero. En la segunda, un narrador innombrado sigue las pistas de los dos poetas a lo largo de 20 años y recorre el mundo, partiendo del DF, y pisando entre otros lugares, Managua, París, Barcelona, Tel Aviv, Austria y África.
Antes de partir, Lima y Belano forman un grupo, un movimiento de poesía, llamado los real visceralistas, un homenaje al estilo de Tinajero, que se desintegra poco después de su partida. El libro se estructura como una serie de testimonios tomados por un autor desconocido, de los miembros, sus allegados y las personas con las que Lima y Belano tuvieron contacto en sus viajes. Los testimonios, narrados en primera persona, no siguen nigún orden aparente, lo que ha servido a algunos críticos para comparar Los detectives salvajes con Rayuela de Cortazar.
Belano es considerado por algunos críticos como el alter ego de Roberto Bolaño.

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Quiso saber quién era la mujer con la que vivía y se lo dije. Quiso saber qué hacía. Se lo dije, tal vez endulzando un poco las prosaicas aristas del trabajo de mesera de bar. Quiso saber qué edad tenía. A partir de ese momento, contra mi propósito inicial, todo fueron mentiras. Admití que Rosario tenía dieciocho cuando es casi seguro que tiene más de veintidós, puede que veinticinco, aunque esto lo calculo a volea, nunca se lo he preguntado, no me parece correcto recabar esta información si no es por iniciativa de ella.

– Sólo te pido que no quedes como un pendejo -dijo mi tío y me extendió un cheque por cinco mil pesos.

Antes de irme me rogó que esa noche llamara por teléfono a mi tía.

Fui al banco a cambiar el cheque y después estuve dando vueltas por algunas librerías del centro. Me asomé al café Quito, La primera vez no encontré a nadie. Comí allí y volví al cuarto de Rosario en donde estuve leyendo y escribiendo hasta tarde. Por la noche volví y encontré a Jacinto Requena muerto de aburrimiento. A excepción suya, me aseguró, ningún real visceralista asoma la nariz por el café. Todos temen encontrarse aquí con Arturo Belano, temor por lo demás infundado pues el chileno no aparece desde hace días. Según Requena (que de los real visceralistas sin duda es el más flemático), Belano ha empezado a echar a más poetas del grupo. Ulises Lima se mantiene en un discreto segundo plano, pero por lo visto apoya las decisiones de Belano. Le pregunto quiénes son los purgados en esta ocasión. Me nombra a dos poetas que no conozco y a Angélica Font, Laura Jáuregui y Sofía Gálvez.

– ¡Ha expulsado a tres mujeres! -exclamé sin poder evitarlo.

En la cuerda floja están Moctezuma Rodríguez, Catalina O'Hara y él mismo. ¿Tú, Jacinto? Muy movidoso está ese Belano, pues, dice Requena resignado. ¿Y yo? No, de ti nadie ha hablado por ahora, dice Requena con voz vacilante. Le pregunto el motivo de estas expulsiones. No lo sabe. Se reafirma en su primera opinión: una locura temporal de Arturo Belano. Luego me explica (aunque esto yo ya lo sé) que Bretón acostumbraba a practicar sin ninguna discreción este deporte. Belano se cree Bretón, dice Requena. En realidad, todos los capo di famiglia de la poesía mexicana se creen Bretón, suspira. ¿Y los expulsados qué dicen, por qué no forman un nuevo grupo? Requena se ríe. La mayoría de los expulsados, dice, ¡ni siquiera saben que han sido expulsados! Y a aquellos que lo saben no les importa nada el real visceralismo. Se podría decir que Arturo les ha hecho un favor.

– ¿A Pancho no le importa nada? ¿A Piel Divina no le importa nada?

– A ellos puede que sí. A los demás sólo les han quitado un lastre de encima. Ahora pueden irse tranquilamente con las huestes de los Poetas Campesinos o con los achichincles de Paz.

– Me parece muy poco democrático lo que está haciendo Belano -dije.

– Pues sí, la mera verdad es que no es muy democrático que digamos.

– Deberíamos ir a verlo y decírselo -dije.

– Nadie sabe dónde está. Él y Ulises han desaparecido.

Durante un rato nos quedamos mirando la noche de México en los ventanales.

Afuera la gente camina aprisa, encogida, no como si aguardaran una tormenta sino como si la tormenta ya estuviera aquí. Sin embargo nadie parece tener miedo.

Más tarde Requena se puso a hablar de Xóchitl y del hijo que iban a tener. Pregunté cómo se iba a llamar.

– Franz -dijo Requena.

8 de diciembre

Ya que no tengo nada qué hacer he decidido buscar a Belano y a Ulises Lima por las librerías del DF. He descubierto la librería de viejo Plinio el Joven, en Venustiano Carranza. La librería Lizardi, en Donceles. La librería de viejo Rebeca Nodier, en Mesones con Pino Suárez. En Plinio el Joven el único dependiente era un viejito que después de atender obsequiosamente a un «estudioso del Colegio de México» no tardó en quedarse dormido en una silla colocada junto a una pila de libros, ignorándome soberanamente y al que robé una antología de la Astronómica de Marco Manilio, prologada por Alfonso Reyes, y el Diario de un autor sin nombre, de un escritor japonés de la Segunda Guerra Mundial. En la librería Lizardi creo que vi a Monsiváis. Sin que se diera cuenta me acerqué a ver qué libro era el que estaba hojeando, pero al llegar junto a él, Monsiváis se dio la vuelta, me miró fijamente, creo que esbozó una sonrisa y con el libro bien sujeto y ocultando el título se dirigió a hablar con uno de los empleados. Atizado por su actitud, sustraje un librito de un poeta árabe llamado Omar Ibn al-Farid, editado por la universidad, y una antología de poetas jóvenes norteamericanos de City Lights. Cuando me marché Monsiváis ya no estaba. La librería Rebeca Nodier la atiende la propia Rebeca Nodier, una anciana de más de ochenta años, completamente ciega, con vestidos de color blanco recalcitrante a juego con su dentadura, armada con un bastón y que, alertada por el ruido, el piso es de madera, se presenta de inmediato al visitante a su librería, yo soy Rebeca Nodier, etcétera, para finalmente preguntar a su vez el nombre del «amante de la literatura» a quien tiene «el honor de conocer» e informarse sobre el tipo de literatura que éste busca. Le dije que me interesaba la poesía y la señora Nodier, para mi sorpresa, dijo que todos los poetas eran unos vagos pero que en la cama no estaban nada mal. Sobre todo si no tienen dinero, dijo. Luego me preguntó la edad. Diecisiete años, dije. Uy, pero si todavía es usted un escuincle, exclamó. Y luego: ¿no pensará robar alguno de mis libros? Le aseguré que antes muerto. Estuvimos platicando un rato y después me marché.

9 de diciembre

La mafia de los libreros mexicanos no desmerece en nada a la mafia de los literatos mexicanos. Librerías visitadas: la Librería del Sótano, en un sótano de la avenida Juárez en donde los empleados (numerosos y perfectamente uniformados) me sometieron a una vigilancia estricta y de la que pude salir con un libro de poemas de Roque Dalton, uno de Lezama Lima y uno de Enrique Lihn. La Librería Mexicana, atendida por tres samuráis, en la calle Aranda, cerca de la plaza de San Juan, en donde robé un libro de Othón, uno de Amado Nervo (¡magnífico!) y uno muy delgadito de Efraín Huerta. La librería Pacífico, en Bolívar con 16 de Septiembre, en donde robé una antología de poetas norteamericanos traducida por Alberto Girri y un libro de Ernesto Cardenal. Por la tarde, después de leer, escribir y coger un poco, la librería de viejo Horacio, en Correo Mayor, atendida por dos gemelas, de donde salí con una novela de Gamboa, Santa, para regalársela a Rosario, con una antología de poemas de Kenneth Fearing traducida y prologada por un tal doctor Julio Antonio Vila, en donde habla de forma más bien imprecisa y llena de interrogantes acerca de un viaje que el poeta Fearing hizo a México en la década del cincuenta, «viaje ominoso y fructuoso», dice el doctor Vila, y con un libro de budismo escrito por el aventurero de Televisa Alberto Montes. En lugar del libro de Montes yo hubiera preferido la autobiografía del ex campeón mundial de peso pluma Adalberto Redondo, pero uno de los inconvenientes de robar libros -sobre todo para un aprendiz como yo- es que la elección está supeditada a la oportunidad.

10 de diciembre

Librería Orozco, en Reforma, entre Oxford y Praga: Nueve novísimos poetas gachupines, Cuerpos y bienes, de Robert Desnos y El informe de Brodie, de Borges. Librería Milton, en Milton con Darwin: Una noche con Hamlet y otros poemas, de Vladimir Holan, una antología de Max Jacob y una antología de Gunnar Ekelof. Librería El Mundo, en Río Nazas: una selección de poemas de Byron, Shelley y Keats, Rojo y negro, de Stendhal (que ya he leído) y los Aforismos de Lichtenberg traducidos por Alfonso Reyes. Por la tarde, mientras ordenaba mis libros en el cuarto, he pensado en Reyes. Reyes podría ser mi casita. Leyéndolo sólo a él o a quienes él quería uno podría ser inmensamente feliz. Pero eso es demasiado fácil.

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