Atamos a un muchachón de Castroverde todo lo bien que pudimos y mientras cinco hombres hechos y derechos sostenían la cuerda, el mozo, provisto de una linterna, comenzó a bajar. Pronto desapareció de nuestra vista. Desde arriba, nosotros le gritábamos ¿qué ves? y desde la profundidad nos llegaba, cada vez más débil, su respuesta: ¡nada! Patientia vincit omnia, advertí y volvimos a insistir. Por no ver, no veíamos ni siquiera la luz de la linterna aunque esporádicamente las paredes de la cueva más próximas a la superficie se iluminaban con un breve chorro de luz, como si el muchachón enfocara por sobre su cabeza para calcular cuántos metros llevaba descendidos. Fue entonces, mientras comentábamos lo de la luz, que oímos un aullido sobrehumano y todos nos asomamos al pozo. ¿Qué ha pasado?, gritamos. El aullido volvió a repetirse. ¿Qué ha pasado? ¿Qué has visto? ¿Lo has encontrado? Nadie, desde el fondo, nos respondió. Unas mujeres se pusieron a rezar. No supe si escandalizarme o profundizar en el fenómeno. Stultorum plena sunt omnia, señaló Cicerón. Un pariente de nuestro explorador pidió que lo izáramos. Los cinco que sujetaban la cuerda fueron incapaces de hacerlo y tuvimos que ayudarlos. El grito que provenía del fondo se repitió varias veces. Finalmente, tras denodados esfuerzos, logramos traerlo a la superficie.
El muchacho estaba vivo y exceptuando algunas magulladuras en los brazos y los vaqueros destrozados no parecía herido. Para mayor tranquilidad, las mujeres le tocaron las piernas. No tenía ningún hueso roto. ¿Qué viste?, le preguntó su pariente. El muchacho no quiso contestar y se llevó las manos a la cara. En ese momento hubiera debido imponer mi autoridad e intervenir, pero mi situación de espectador me mantenía, cómo decirlo, hechizado ante el teatro de sombras y de gestos inútiles. Otros repitieron, con ligeras variantes, la pregunta. Recordé tal vez en voz alta que occasiones namque hominem fragilem non faciunt, sed qualis sit ostendunt. El muchachón, sin duda, era un carácter débil. Le dieron a beber un sorbo de coñac. No opuso resistencia y bebió como si en ello le fuera la vida. ¿Qué viste?, repitió el grupo. Entonces el muchacho habló y sólo lo escuchó su pariente, el cual volvió a hacerle la misma pregunta, como si no diera crédito a lo que sus oídos habían escuchado. El mozo respondió: vi al diablo.
A partir de ese momento la confusión y la anarquía se apoderaron del grupo de rescate. Quot capita, tot sententiae, unos dijeron que desde el camping se había telefoneado a la Guardia Civil y que lo mejor que se podía hacer era esperar. Otros preguntaron por el niño, si el muchachón lo había visto en algún momento del descenso o si lo había escuchado y la respuesta fue negativa. Los más se dedicaron a inquerir sobre la naturaleza del demonio, si lo había visto de cuerpo entero, si sólo su rostro, cómo era, de qué color, etcétera. Rumores fuge, me dije y contemplé el paisaje. Entonces, con otro grupo procedente del camping, apareció el vigilante y el grueso de las mujeres, entre las cuales estaba la madre del desaparecido, quien tardó en enterarse del suceso, anunció a quien quiso escucharla, pues había estado mirando un concurso en la tele. ¿Quién está abajo?, preguntó el vigilante. En silencio le fue indicado el muchachón que aún reposaba en la hierba. La madre, inerme, se acercó en ese instante a la boca de la cueva y gritó el nombre de su hijo. Nadie le respondió. Volvió a gritar. Entonces la cueva aulló y fue como si le respondiera.
Algunos palidecieron. La mayoría se alejó del pozo, temerosos de que una mano de niebla fuera a salir de repente para llevárselos hacia las profundidades. No faltó quien dijera que allí vivía un lobo. O un perro salvaje. A todo esto ya había anochecido y las linternas de cámping gas y las linternas de pila competían en una danza macabra cuyo centro magnético era la herida abierta del monte. La gente lloraba o hablaba en gallego, lengua que mi desarraigo me ha hecho olvidar, señalando con trémulos ademanes la boca de la sima. Aquí no se podía decir cáelo tegitur qui non habet urnam. La Guardia Civil no aparecía. Se imponía, pues, una decisión, aunque el desconcierto era total. Entonces vi al vigilante del camping que se ataba la cuerda en la cintura y comprendí que se disponía al descenso. Lo confieso: su actitud me pareció encomiable y me acerqué a felicitarlo. Xosé Lendoiro, abogado y poeta, le dije mientras estrechaba efusivamente una de sus manos. Él me miró y sonrió como si nos conociéramos de antes. Luego, entre la expectación general, procedió a bajar por aquel pozo infame.
Si he de ser sincero, yo y muchos de los que allí nos congregábamos nos temimos lo peor. El vigilante del camping descendió hasta que se acabó la cuerda. Llegado a este punto todos pensamos que volvería a subir y por un instante, me parece, él tironeó desde abajo y nosotros tironeamos desde arriba y la búsqueda se estancó en una serie innoble de confusiones y gritos. Intenté poner paz, addito salis grano. Si no hubiera tenido la experiencia de los juzgados, aquella brava gente me hubiera echado de cabeza al pozo. Al final, sin embargo, me impuse. Con no poco esfuerzo, conseguimos comunicarnos con el vigilante y descifrar sus gritos. Pedía que soltáramos la cuerda. Así lo hicimos. A más de uno se le heló el corazón al ver desaparecer dentro de la sima el trozo de cuerda que aún sobresalía, como la cola de un ratón en las fauces de una serpiente. Nos dijimos que el vigilante, sin duda, debía de saber lo que hacía.
De golpe, la noche se hizo más noche y el agujero negro, si cabe, se hizo más negro, y quienes minutos antes, llevados por su impaciencia, daban breves paseíllos a su alrededor, dejaron de hacerlo pues la posibilidad de tropezar y ser tragados por la sima se materializó como se materializan a veces los pecados. De vez en cuando del interior escapaban aullidos cada vez más ahogados, como si el diablo se retirara hacia las profundidades de la tierra con sus dos presas recién cobradas. En nuestro grupo de superficie, demás está decirlo, circulaban sin tregua las hipótesis más aventuradas. Vita brevis, ars longa, occasio praeceps, experimentum periculosum, iudicium difficile. Había quienes no paraban de consultar el reloj, como si el tiempo en esta aventura jugara un papel determinante. Había quienes fumaban en corro y quienes atendían a las parientes del niño perdido afectadas por lipotimias. Había quienes maldecían a la Benemérita por su tardanza. De pronto, mientras miraba las estrellas, pensé que todo aquello se parecía sobremanera a un cuento de don Pío Baroja leído en mis años de estudiante de Derecho en la Universidad de Salamanca. El cuento se llama La sima y en él un pastorcillo es tragado por las entrañas de un monte. Un zagal baja, bien atado, en su busca, pero los aullidos del diablo lo disuaden y vuelve a subir sin el niño, a quien no ha visto pero cuyos gemidos de herido son claramente audibles desde el exterior. El cuento termina con una escena de impotencia absoluta, en donde el miedo derrota al amor o al deber e incluso a los vínculos familiares: ninguno del grupo de rescate, compuesto, bien es verdad, por rudos y supersticiosos pastores vascos, se atreve a descender tras la historia balbuceante que cuenta el primero, que dice, no lo recuerdo con certeza, haber visto al diablo o haberlo sentido o intuido o escuchado. In se semper armatus Furor. En la última escena, los pastores regresan a sus casas, incluido el atemorizado abuelo del niño, y durante toda la noche, una noche de viento, supongo, escuchan un lamento que sale de la sima. Ése es el cuento de don Pío. Un cuento de juventud, creo, en donde su prosa excelsa aún no ha desplegado del todo las alas, pero un buen cuento, pese a todo. Y eso fue lo que pensé mientras a mis espaldas las pasiones humanas fluían y mis ojos contaban las estrellas: que la historia que estaba viviendo era idéntica a la del cuento de Baroja y que España seguía siendo la España de Baroja, es decir una España en donde las simas no estaban cegadas y en donde los niños seguían siendo imprudentes y cayéndose en ellas y en donde la gente fumaba y se desmayaba de manera y modo un tanto excesivos y en donde la Guardia Civil, cuando se la necesitaba, no aparecía nunca.
Читать дальше