Por aquellos tiempos viajaba y hacía experimentos. El ejercicio de la carrera de letrado o jurisperito me proporcionaba ingresos suficientes como para dedicarme con largueza al noble arte de la poesía. Unde habeos quaerit nemo, sed oportet habere, lo que en buen romance quiere decir que nadie pregunta de dónde procede lo que posees, pero es preciso poseer. Algo consustancial si uno quiere dedicarse a su vocación más secreta: los poetas se embelesan ante el espectáculo del dinero.
Pero volvamos a mis experimentos: éstos consistían, digamos, en un primer impulso, sólo en viajar y observar, aunque pronto me fue dado saber que lo que inconscientemente pretendía era la consecución de un mapa ideal de España. Hoc erat in votis, éstos eran mis deseos, como dice el inmortal Horacio. Por supuesto, yo sacaba una revista. Era, si se me permite decirlo, el mecenas y el editor, el director y el poeta estrella. In petris, herbis vis est, sed maxima verbis: las piedras y las hierbas tienen virtudes, pero mucho más las palabras.
Mi publicación, además, desgravaba, lo que la hacía bastante llevadera. Para qué ponerme pesado, los detalles en poesía sobran, ésa ha sido siempre mi máxima, junto con Paulo maiora canamus: cantemos cosas un poco más grandes, como decía Virgilio. Hay que ir directo al meollo, al hueso, a la sustancia. Yo tenía una revista y tenía un bufete de legistas, picapleitos y leguleyos con una cierta fama nada inmerecida y durante los veranos viajaba. La vida me sonreía. Un día, sin embargo, me dije: Xosé, ya has estado en todo el mundo, incipit vita nova, es hora de que marches por los caminos de España, aunque no seas el Dante, es hora de que marches por las rutas de esta España nuestra tan golpeada y sufrida y sin embargo aún tan desconocida.
Soy un hombre de acción. Dicho y hecho: me compré una roulotte y partí. Vive valeque. Recorrí Andalucía. Qué bonita es Granada, qué graciosa es Sevilla, Córdoba qué severa. Pero debía profundizar, ir a las fuentes, doctor en leyes y criminalista como era no debía descansar hasta encontrar el camino justo, el ius est ars boni et aequi, el libertas est potestas faciendi id quod facere iure licet, la raíz de la aparición. Fue un verano iniciático. Me repetía a mí mismo: nescit vox missa reverti, la palabra, una vez lanzada, no puede retirarse, del dulce Horacio. Como abogado esa afirmación puede tener sus bemoles. Pero no como poeta. De ese primer viaje volví acalorado y también algo confuso.
No tardé en separarme de mi mujer. Sin dramatismos y sin hacerle daño a nadie, pues afortunadamente nuestras hijas ya eran mayores de edad y tenían el discernimiento suficiente para comprenderme, sobre todo la mayor. Quédate con la casa y con el chalet de Tossa, le dije, y no se hable más. Mi mujer, sorprendentemente, aceptó. El resto lo pusimos en manos de unos abogados en los que ella confiaba. In publicis nihil est lege gravius: in privatis firmissimum est testamentum. Aunque no sé por qué digo esto. Qué tiene que ver un testamento con un divorcio. Mis pesadillas me traicionan. En cualquier caso legum omnes servi sumus, ut liben esse possimus, que quiere decir que ante la ley todos somos esclavos para poder ser libres, que es el ideal mayor.
De golpe, mis energías rebulleron. Me sentí rejuvenecer: dejé de fumar, por las mañanas salía a correr, participé con ahínco en tres congresos de jurisprudencia, dos de ellos celebrados en viejas capitales europeas. Mi revista no se hundió, bien al contrario, los poetas que bebían de mi afluente cerraron filas en manifiesta simpatía. Verae amicitiae sempieternae sunt, pensé con el docto Cicerón. Después, en claro exceso de confianza, decidí publicar un libro con mis versos. Me salió cara la edición y las críticas (cuatro) me fueron adversas, salvo una. Todo lo achaqué a España y a mi optimismo y a las leyes inflexibles de la envidia. Invidia ceu fulmine summa vaporant.
Cuando llegó el verano cogí la roulotte y decidí dedicarme a vagabundear por las tierras de mis mayores, es decir por la umbrosa y elemental Galicia. Partí con el ánimo sereno, a las cuatro de la mañana, y recitando entre dientes sonetos del inmortal e incordiador Quevedo. Ya en Galicia me dediqué a recorrer las rías y a probar sus mostos y a conversar con sus marineros, pues natura máxime miranda in minimis. Después enfilé hacia las montañas, hacia la tierra de las meigas, fortalecida el alma y los sentidos abiertos. Dormía en campings, pues me advirtió un sargento de la Guardia Civil que era peligroso acampar por libre, a orillas de caminos vecinales o comarcales transitados, sobre todo en verano, por gente de mal vivir, gitanos, rapsodas y juerguistas que iban de una discoteca a otra por las neblinosas sendas de la noche. Qui amat periculum in illo peribit. Por lo demás, los campings no estaban mal y no tardé en calcular el caudal de emociones y de pasiones que en tales recintos podía encontrar y observar y hasta catalogar con la vista puesta en mi mapa.
De esta manera, hallándome en uno de estos establecimientos, ocurrió lo que ahora se me figura como la parte central de mi historia. O al menos como la única parte que conserva intacta la felicidad y el misterio de toda mi triste y vana historia. Mortalium nemo est felix, dice Plinio. Y también: felicitas cui praecipua fuerit homini, non est humani iudici. Pero debo ir al grano. Estaba en un camping, ya lo he dicho, por la zona de Castroverde, en la provincia de Lugo, en un lugar montañoso y pletórico en boscajes y matorrales de toda especie. Y leía y tomaba notas y acaudalaba conocimientos. Otium sine litteris mors est et homini vivi sepultura. Aunque puede que yo exagerara. En una palabra (y seamos sinceros): me aburría de muerte.
Una tarde, mientras paseaba por una zona que para un paleontólogo debía de ser sin duda interesante, ocurrió la desgracia que a continuación voy a referir. Vi bajar del monte a un grupo de campistas. No se necesitaba demasiado entendimiento para, tras ver sus caras conmocionadas, comprender que había ocurrido algo malo. Los detuve con un ademán e hice que me dieran el parte. Resultó que el nieto de uno de ellos se había caído por un pozo o sima o grieta del monte. Mi experiencia de abogado criminalista me dijo que había que actuar de inmediato, facta, non verba, así que mientras la mitad de la partida seguía su camino al camping, yo y el resto trepamos por la abrupta colina y llegamos a donde, según ellos, había ocurrido la desgracia.
La grieta era profunda e insondable. Uno de los campistas dijo que su nombre era Boca del Diablo. Otro aseguró que los lugareños afirmaban que allí, en efecto, moraba el demonio o una de sus figuraciones terrenales. Pregunté el nombre del niño desaparecido y uno de los campistas respondió: Elifaz. La situación era extraña de por sí, pero tras la respuesta se tornó francamente amenazadora, pues no todos los días una grieta se traga a niño de tan singular nombre. ¿Conque Elifaz?, dije o susurré. Ése es su nombre, dijo el que había hablado. Los demás, oficinistas y funcionarios incultos de Lugo, me miraron y no dijeron nada. Soy un hombre de pensamiento y reflexión, pero también soy un hombre de acción. Non progredi est regredi, recordé. Me aproximé, pues, al brocal de la grieta y voceé el nombre del niño. Un eco siniestro fue toda la respuesta que obtuve. Un grito, mi grito, que las profundidades de la tierra me devolvieron convertido en su reverso sangriento. Un escalofrío me recorrió el espinazo, pero para disimular creo que me reí, dije a mis compañeros que sin duda aquello era profundo, sugerí la posibilidad de que, atando todos nuestros cinturones, confeccionáramos una rudimentaria cuerda para que uno de nosotros, el más delgado, por supuesto, bajara y explorara los primeros metros de la sima. Conferenciamos. Fumamos. Nadie secundó mi propuesta. Al cabo de un rato, aparecieron los que habían seguido hasta el camping con los primeros refuerzos y los implementos necesarios para el descenso. Homo fervidus et diligens ad omnia est paratus, pensé.
Читать дальше