Mario Llosa - El Pez En El Agua

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El Pez En El Agua: краткое содержание, описание и аннотация

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El pez en el agua contiene, en capítulos alternos, las memorias de dos etapas decisivas de la vida de Mario Vargas Llosa: la comprendida entre fines de 1946, época de su infancia en que se le comunicó que su padre no había muerto, sino que estaba separado de su madre, y le fue presentado, y 1958, año en que el joven escritor abandonó el Perú para instalarse en Europa, por su parte, y por otra la campaña presidencial peruana que, tras la derrota electoral en la segunda vuelta ante Fujimori, concluye el 13 de junio de 1990 con otro viaje a Europa, que debe dar inicio, como antaño, a otra etapa de la vida del autor en la que la literatura pase nuevamente `a ocupar el lugar central`.
La extrema convicción y generosidad del comportamiento personal aquí descrito y su firme y vehemente convicción y energía expresiva convierte a El pez en el agua no sólo en un testimonio apasionante e ineludible sino también en uno de los principales libros de toda la obra de Mario Vargas Llosa.

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Pensar que en Lima vivían el tío Juan, la tía Laura y mis primas Nancy y Gladys, y los tíos Jorge y Gaby, y el tío Pedro, y que nosotros no pudiéramos verlos, por la antipatía de él a la familia Llosa, me amargaba tanto como estar sometido a su autoridad. Mi mamá quería hacérmelo entender, con razones que yo no escuchaba: «Tiene su carácter, hay que darle gusto para llevar la fiesta en paz.» ¿Por qué nos prohibía que viéramos a mis tíos, a mis primas? Cuando no estaba él, solo frente a mi madre, yo recobraba la seguridad y las insolencias que antes me consentían los abuelos y la Mamaé. Mis escenas exigiéndole que nos escapáramos donde él nunca pudiera encontrarnos, debían hacer mucho más difícil su vida. Algún día de desesperación llegué a amenazarla con que, si no nos íbamos, le acusaría a mi papá que en Piura había ido a visitarla a la prefectura ese español que se llamaba Azcárate, ese que trataba de comprarme llevándome al campeonato de box. Ella se ponía a llorar y yo me sentía un miserable.

Hasta que un día nos escapamos. No recuerdo cuál de las peleas -aunque llamar peleas a esas escenas en las que él gritaba, insultaba y golpeaba, y mi madre lloraba o lo escuchaba, muda, es una exageración- la decidió a dar el gran paso. Tal vez aquella que mi memoria conserva como una de las más tremebundas. Era de noche y veníamos de alguna parte, en el Ford azul. Mi mamá contaba algo y de pronto mencionó a una señora de Arequipa llamada Elsa. «¿Elsa?», preguntó él. «¿Elsa tal cual?» Yo me eché a temblar. «Sí, ella», balbuceó mi madre y trató de hablar de otra cosa. «La grandísima puta en persona», silabeó él. Estuvo callado un buen rato y de repente sentí dar a mi madre un alarido. La había pellizcado en la pierna con tal furia que se le formó luego un gran hematoma morado. Me lo mostró después, diciendo que no podía más. «Vámonos, mamá, vámonos de una vez, escapémonos.»

Esperamos que hubiera partido a la oficina y, en un taxi, llevando apenas unas cuantas cosas de mano, nos fuimos a Miraflores, a la avenida 28 de Julio, donde vivían el tío Jorge y la tía Gaby, y también el tío Pedro, aún soltero, que ese año terminaba su carrera de médico. Fue emocionante ver de nuevo a los tíos y estar en ese barrio tan bonito, de calles con árboles y casitas que tenían jardines bien cuidados. Sobre todo, era maravilloso sentir que estaba otra vez con mi familia, lejos de ese señor, y saber que nunca volvería a oírlo ni verlo ni a sentir miedo. La casa del tío Jorge y la tía Gaby, que tenían dos hijos de pocos años, Silvia y Jorgito, era muy pequeña, pero nos acomodaron de algún modo -yo dormía en un sillón- y mi felicidad fue ilimitada. ¿Qué ocurriría ahora con nosotros? Mi mamá y mis tíos celebraban largas conversaciones de las que me mantenían apartado. Fuera lo que fuera, yo no tenía palabras suficientes para agradecer a Dios, a la Virgen y a ese Señor de Limpias del que la abuelita Carmen era tan devota, por habernos librado de él.

Unos días después, al salir de clases, cuando estaba por subir al ómnibus de La Salle que llevaba a los alumnos a San Isidro y Miraflores, el alma se me vino a los pies: ahí estaba él. «No te asustes», me dijo. «No te voy a hacer nada. Ven conmigo.» Lo vi muy pálido y con grandes ojeras, como si no hubiera dormido muchos días. En el auto, hablando con amabilidad, me explicó que iríamos a recoger mi ropa y la de mi mamá y que me llevaría después a Miraflores. Yo estaba seguro de que esa manera afable escondía una trampa y que apenas llegáramos a la casa de la avenida Salaverry me pegaría. Pero no lo hizo. Había metido ya parte de nuestras ropas en maletas y tuve que ayudarlo a poner lo demás en unas bolsas y, cuando éstas se acabaron, en una frazada azul, que amarramos de las puntas. Mientras hacíamos eso, yo, con el alma en un hilo, siempre temiendo que en cualquier instante se arrepintiera de dejarme partir, advertí, sorprendido, que había recortado muchas de las fotos que mi mamá tenía en el velador, eliminándonos a ella y a mí, y que a otras les había clavado alfileres. Cuando, por fin, terminamos de hacer los paquetes, bajamos todo al Ford azul y partimos. No podía creer que resultara tan fácil, que él actuara de manera tan comprensiva. En Miraflores, frente a la casa del tío Jorge y la tía Gaby, no me dejó llamar a la empleada para descargar las cosas. Las sacó y las dejó tiradas en la calle, sobre la pequeña alameda, y la frazada se desató y ropas y objetos se esparcieron por el pasto. Mis tíos comentaron después que con semejante espectáculo todo el vecindario se habría enterado de los trapitos sucios de la familia.

Pocos días después, al llegar a almorzar, noté en las caras de mis tíos algo raro. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba mi mamá? Me dieron la noticia con delicadeza, como hacían ellos las cosas, conscientes de que sería para mí una tremenda decepción. Se habían amistado, mi mamá había vuelto con él. Y esa tarde, a la salida del colegio, en vez de venir a Miraflores, debería ir yo también a la avenida Salaverry. Se me vino el mundo abajo. ¿Cómo podía hacer eso? ¿También me traicionaba mi mamá?

Entonces no podía entenderlo, sólo padecerlo, y de esas fugas nuestras y posteriores reconciliaciones de mis padres yo salía cada vez más amargado, sintiendo que la vida estaba llena de sobresaltos, sin ninguna compensación. ¿Por qué se amistaba mi madre cada vez con él sabiendo muy bien que, después de unos días o semanas de estar calmado, volvería, con el menor pretexto, a sus golpes e insultos? Lo hacía porque, a pesar de todo, lo quería con esa terquedad obstinada que era un rasgo de su carácter (que yo le heredaría) y porque era el marido que le había dado Dios -y una mujer como ella sólo tenía un marido hasta la consumación de los siglos, aunque la maltratara y aunque hubiera una sentencia de divorcio de por medio- y, también, porque, pese a haber trabajado en la casa Grace en Cochabamba y en Piura, mi madre había sido educada para tener un marido, para ser una ama de casa, y porque no se sentía capaz de ganarse la vida para ella y para su hijo con un trabajo independiente. Lo hacía porque le daba vergüenza que yo y ella siguiéramos mantenidos por los abuelos, que no tenían una buena situación -el abuelito jamás había podido ahorrar con esa familia tribal que vivía a sus costillas-, o pasáramos a serlo por mis tíos, que estaban tratando de hacerse una situación en Lima. Eso lo sé ahora, pero a los once o doce años de edad no lo sabía, e incluso si lo hubiera sabido tampoco lo hubiera entendido. Lo único que sabía y entendía era que, cada vez que se amistaban, yo tenía que volver al encierro, a la soledad y al miedo, y eso me fue llenando el corazón de rencor también hacia mi madre, con la que, desde entonces, no volví a estar tan unido como antes de conocer a mi padre.

Entre 1947 y 1949 nos escapamos varias veces, lo menos media docena, siempre a casa de los tíos Jorge y Gaby o Juan y Laura, que vivían también en Miraflores, y todas las veces, a los pocos días, se produjo la temida reconciliación. A la distancia qué cómicas parecen esas fugas, escondidas, recibimientos con llantos, esas camas precarias que nos armaban en las salas o en los comedores de mis tíos. Siempre había ese acarreo de maletas y bolsas, las idas y venidas, esas explicaciones incomodísimas en La Salle, a los Hermanos y a mis compañeros, de por qué súbitamente tomaba el ómnibus a Miraflores en vez del de Magdalena y luego otra vez el de Magdalena. Me había cambiado de casa ¿sí o no? Porque nadie andaba, como nosotros, mudándose y desmudándose cada cierto tiempo.

Un día -era verano, por lo que debió ser poco después de nuestra venida a Lima-, mi papá me llevó a mí solo en el auto y recogimos a dos muchachos de una esquina. Me los presentó: «Son tus hermanos.» El mayor, un año menor que yo, se llamaba Enrique, y el segundo, dos años menor, Ernesto. Este último tenía el pelo rubio y unos ojos tan claros que cualquiera lo hubiera tomado por un gringuito. Los tres estábamos confusos y no sabíamos qué hacer. Mi papá nos llevó a la playa de Agua Dulce, tomó una carpa, se sentó a la sombra, y nos envió a jugar a la arena y a bañarnos. Poco a poco fuimos entrando en confianza. Estaban en el colegio San Andrés y hablaban inglés. ¿El San Andrés no era un colegio de protestantes? No me atreví a preguntárselo. Después, a solas, mi mamá me contó que, luego de separarse de ella, mi papá se había casado con una señora alemana y que Enrique y Ernesto eran los hijos de ese matrimonio. Pero que se había separado de su esposa gringa hacía ya años, porque ella también tenía su carácter y no le aguantaba el mal humor.

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