Mario Llosa - El Pez En El Agua

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El Pez En El Agua: краткое содержание, описание и аннотация

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El pez en el agua contiene, en capítulos alternos, las memorias de dos etapas decisivas de la vida de Mario Vargas Llosa: la comprendida entre fines de 1946, época de su infancia en que se le comunicó que su padre no había muerto, sino que estaba separado de su madre, y le fue presentado, y 1958, año en que el joven escritor abandonó el Perú para instalarse en Europa, por su parte, y por otra la campaña presidencial peruana que, tras la derrota electoral en la segunda vuelta ante Fujimori, concluye el 13 de junio de 1990 con otro viaje a Europa, que debe dar inicio, como antaño, a otra etapa de la vida del autor en la que la literatura pase nuevamente `a ocupar el lugar central`.
La extrema convicción y generosidad del comportamiento personal aquí descrito y su firme y vehemente convicción y energía expresiva convierte a El pez en el agua no sólo en un testimonio apasionante e ineludible sino también en uno de los principales libros de toda la obra de Mario Vargas Llosa.

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Me miró un buen rato como si no me creyera, o como si en lo que acababa de decirle hubiera escondida alguna trampa. Por fin, recuperado de la sorpresa, comenzó, en tono vacilante, a hablar de mi patriotismo y mi generosidad, pero yo lo interrumpí diciéndole que nos tomáramos un trago y habláramos de cosas prácticas. Sirvió un dedo de whisky en los vasos y me preguntó cuándo iba a hacer pública mi decisión. A la mañana siguiente. Sería bueno que estuviéramos en contacto de manera que, apenas divulgada mi carta, Fujimori pudiera hacerse eco de ella y llamar a los partidos a colaborar. Así lo acordamos.

Hablamos todavía unos momentos, de modo menos general. Me preguntó si esta decisión la había tomado yo solo o consultándola con alguien. Porque, me aseguró, todas las decisiones importantes él las tomaba siempre en completa soledad, sin discutirlas ni siquiera con su mujer. Me preguntó quién era el mejor economista entre los que me asesoraban y le dije que Raúl Salazar, y que de todo lo ocurrido tal vez lo que más lamentaba era que los peruanos, al votar como lo habían hecho, se hubieran quedado sin un ministro de Economía como él. Pero que Fujimori podía reparar ese daño, llamándolo. Por sus preguntas, advertí que no entendía aquello del mandato que yo había pedido a los electores; parecía creer que era una carta blanca para gobernar sin frenos. Le dije que, por el contrario, se trataba de un pacto entre un mandatario y una mayoría de electores para llevar a cabo un programa específico de gobierno, algo indispensable si se querían hacer reformas profundas en una democracia. Hablamos todavía un momento de algunos dirigentes de izquierda moderada, como el senador Enrique Bernales, a quien me dijo incorporaría al acuerdo.

No habían pasado tres cuartos de hora de mi llegada cuando me levanté. Me acompañó hasta la puerta de calle y allí le hice una broma, despidiéndome a la manera japonesa, con una reverencia y murmurando: «Arigato gosai ma su.» Pero él me estiró la mano, sin reírse.

Entré a la casa, encogido en la camioneta de Lucho, y allí, en mi estudio, tuvimos con toda la familia real presente -Patricia, Álvaro, Lucho y Roxana- un conciliábulo en el que les conté mi reunión con Fujimori y les leí mi carta de renuncia a la segunda vuelta. Afuera, en el malecón, había crecido el número de manifestantes. Eran varios centenares. Pedían que saliera y coreaban eslóganes de Libertad y del Frente. Con esa música de fondo, discutimos -fue la primera vez que lo hicimos con tanto fuego- pues sólo Álvaro estaba de acuerdo conmigo en la renuncia; Lucho y Patricia creían que las fuerzas del Frente no aceptarían colaborar con Fujimori y que éste estaba ya demasiado comprometido con Alan García y el apra para que mi gesto destruyera su alianza. Además, ellos creían que podíamos ganar la segunda vuelta.

Estábamos discutiendo cuando oí que, afuera, los manifestantes habían empezado a corear eslóganes de corte racista y nacionalista -«Mario sí es peruano», «Queremos un peruano», además de otros, insultantes- e, indignado, salí a hablarles desde la terraza de mi casa, con ayuda de un megáfono. Era inconcebible que quienes me apoyaban discriminaran entre los peruanos en razón de la piel. El tener tantas razas y culturas era nuestra mejor riqueza, lo que unía al Perú a los cuatro puntos cardinales del mundo. Se podía ser peruano siendo blanco, indio, chino, negro o japonés. El ingeniero Fujimori era tan peruano como yo. Los camarógrafos del Canal 2 estaban allí y alcanzaron a sacar esta parte de mi alocución en el noticiario de Noventa Segundos.

A la mañana siguiente, martes 10 de abril, tuvimos con Álvaro, temprano, la reunión de trabajo acostumbrada, en la que planeamos la manera de difundir mi carta de renuncia. Decidimos hacerlo a través de Jaime Bayly, que durante toda la campaña me había apoyado de una manera muy resuelta y cuyos programas tenían gran audiencia. Apenas hubiera informado a la Comisión Política de Libertad, a la que había citado a las once, en Barranco, iríamos con Bayly al Canal 4.

Cuando, poco antes de las diez de la mañana de ese día memorable, llegaron los candidatos a las vicepresidencias, Eduardo Orrego y Ernesto Alayza Grundy, ya había una nube de periodistas en el malecón, forcejeando con la seguridad, y comenzaban a llegar los primeros de esos grupos que al mediodía convertirían el entorno de mi casa en un mitin. Brillaba un sol muy fuerte y la mañana lucía diáfana, muy calurosa.

Di a Eduardo y don Ernesto mis razones para no participar en la segunda vuelta y les leí mi carta. Había previsto que ambos tratarían de disuadirme, como, en efecto, ocurrió. Pero me desconcertó la categórica afirmación de Alayza Grundy, quien, como jurista, me aseguró que era inconstitucional. Un candidato no podía renunciar a la segunda vuelta. Le dije que había hecho la consulta con nuestro personero ante el Jurado Nacional de Elecciones, y que Elías Laroza me aseguró que no había impedimento legal. En las actuales circunstancias, mi renuncia era lo único que podía evitar que Fujimori fuera un prisionero del apra y asegurar un cambio siquiera parcial de la política que estaba deshaciendo al Perú. ¿No era ésa una razón más sólida que cualquier otra? ¿No se había encontrado, acaso, un tecnicismo jurídico para el desistimiento de Barrantes frente a Alan García en 1985? Eduardo Orrego se había enterado esa madrugada de mi intención de renunciar, por una llamada, desde Moscú, de Fernando Belaunde, quien asistía allí a un congreso. El ex presidente dijo a Orrego que Alan García lo había telefoneado desde Lima «preocupado, pues se había enterado de que Vargas Llosa pensaba renunciar, lo que viciaría todo el proceso electoral». ¿Cómo sabía el presidente Alan García lo de mi renuncia? A través de la única fuente posible: Fujimori. Éste, después de su charla conmigo, había corrido a comentar nuestra conversación con el presidente y a pedirle consejo. ¿No era ésta la mejor prueba de que Fujimori estaba en complicidad con aquél? Mi renuncia sería inútil. Por el contrario, si demostrábamos que Fujimori representaba la continuación del actual gobierno, podíamos revertir lo que parecía una deserción de tantos independientes hacia quien por ingenuidad e ignorancia creían una persona sin vínculos con el apra.

Estábamos en esta discusión cuando una turbamulta, en la puerta de la casa, nos calló. De manera intempestiva se había presentado allí Fujimori, a quien el servicio de seguridad trataba de proteger de los periodistas que lo interrogaban sobre las razones de su venida y de los partidarios míos que lo silbaban. Lo hice pasar a la sala, mientras don Ernesto y Eduardo se marchaban a informar a Acción Popular y al Partido Popular Cristiano de nuestra charla.

A diferencia de la víspera, en que me pareció muy calmado, noté a Fujimori sumamente tenso. Comenzó agradeciéndome por haber condenado los eslóganes racistas la noche anterior (había visto mi alocución en el Canal 2) y, sin disimular su incomodidad, añadió que podían surgir problemas constitucionales con la renuncia. Ésta era inconstitucional y restaría validez al proceso. Le dije que creía que no era así, pero que, en todo caso, me aseguraría de no provocar una crisis que abriera las puertas a un golpe de Estado. Lo acompañé hasta la puerta, pero no salí con él a la calle.

Para entonces mi casa era un hervidero, como el exterior. Había llegado la Comisión Política de Libertad -la única vez, creo, que no faltó nadie-, y algunos asesores muy próximos, como Raúl Salazar. También Jaime Bayly, alertado por Álvaro. Patricia celebraba una reunión, en el patio, con buen número de dirigentes de Acción Solidaria. Acomodamos como pudimos a la treintena de personas en la sala del primer piso y, pese al calor, cerramos las ventanas y corrimos los visillos para que los periodistas y partidarios aglomerados en la calle no nos oyeran.

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