Mitch Albom - Las cinco personas que encontrarás en el cielo

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Las cinco personas que encontrarás en el cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mitch Albom, el autor de `Martes Con Mi Viejo Profesor`, vuelve para hacernos pensar, para hacernos sentir, y sobre todo para enamorarnos de nuevo de cada una de las palabras que componen su nueva novela: `Las Cinco Personas Que Encontraras en el Cielo`.
Eddie tiene 83 años y trabaja en el parque de atracciones de una pequeña ciudad de provincias norteamericana. Ha pasado toda su vida en este lugar, a excepción de su participación en la Segunda Guerra Mundial, un episodio que le marcó profundamente. Su vida acaba de forma trágica al salvar a una niña que está a punto de ser atropellada por un coche de la montaña rusa. Eddie se encuentra ahora… en el cielo. El paraíso aparece como el lugar donde, por fin, entendemos el sentido de nuestra vida en la tierra. Así, Eddie se encuentra con las cinco personas que más han influido en su vida, de forma directa pero también indirecta, sin que él se diera cuenta. Y así surgen dos preguntas capitales: ¿De qué manera nuestra vida está ligada a la de gente que no conocemos? ¿Cómo influyen nuestras decisiones en la vida de otras personas?

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Domínguez pensó en Eddie llevando joyas puestas y casi soltó una carcajada. Se dio cuenta de lo mucho que le echaba de menos, de lo extraño que era no tenerle en el parque dando órdenes a gritos y supervisándolo todo como un halcón madre. Ni siquiera habían vaciado su taquilla. Nadie tuvo valor. Se limitaron a dejar sus cosas en el taller, donde estaban, como si fuera a volver al día siguiente.

– No lo sé. Mire en ese mueble del dormitorio.

– ¿El buró?

– Sí. Oiga, yo sólo estuve aquí una vez. En realidad sólo conocía a Eddie del trabajo.

Domínguez se apoyó en la mesa y miró por la ventana de la cocina. Vio el viejo carrusel. Miró su reloj. «Hablando de trabajo…», pensó.

El abogado abrió el cajón de arriba del buró del dormitorio. Apartó unos pares de calcetines, pulcramente enrollados uno dentro de otro, y la ropa interior, calzoncillos blancos, uno encima de otro. Debajo había una caja forrada de cuero, un objeto con aspecto serio. La abrió con la esperanza de encontrar algo enseguida. Frunció el ceño. Nada importante. No había ni estados de cuentas bancario, ni pólizas de seguro, sólo una pajarita negra, el menú de un restaurante chino, un antiguo mazo de cartas, una carta con una medalla del ejército y una descolorida foto Polaroid de un hombre junto a una tarta de cumpleaños rodeado de niños.

– Oiga -gritó Domínguez desde la otra habitación-, ¿es esto lo que necesita?

Apareció con un montón de sobres que había sacado de un cajón de la cocina, algunos de un banco cercano, otros del Departamento de Veteranos de Guerra. El abogado los recorrió y, sin levantar la vista, dijo:

– Esto servirá.

Sacó un estado de cuenta bancario y tomó nota mental del saldo. Luego, como sucedía con frecuencia en este tipo de visitas, se felicitó en silencio por sus acciones, bonos y plan de pensiones. Él no iba a terminar como aquel pobre palurdo, con nada más que enseñar que una cocina ordenada.

La quinta persona que Eddie encuentra en el cielo

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Blanco. Ahora sólo había blanco. Ni tierra, ni cielo, ni horizonte. Sólo un puro y silencioso blanco, tan callado como la nevada más intensa en el amanecer más tranquilo.

Blanco era lo único que veía Eddie. Lo único que oía era su trabajosa respiración, seguida por el eco de esa respiración. Inhaló y oyó una inspiración más sonora. Exhaló y a continuación también escuchó una espiración.

Eddie se frotó los ojos. El silencio es peor cuando uno sabe que no lo puede romper, y Eddie lo sabía. Su mujer se había ido. La deseaba desesperadamente, un minuto más, medio minuto, cinco segundos más, pero no había modo de alcanzarla, de llamarla o de saludarla con la mano, ni siquiera podía ver una fotografía suya. Se sentía como si hubiera caído por una escalera y estuviera aplastado en el fondo. Tenía el alma vacía. Carecía de fuerza. Colgaba nacidamente y sin vida en el vacío, como si lo hiciera de un gancho, como si le hubieran extraído todos los jugos. Quizá llevaba allí colgado un día o un mes. Quizá un siglo.

Sólo la llegada de un ruido pequeño pero repetitivo hizo que se revolviera; sus párpados se alzaron pesadamente. Ya había estado en cuatro zonas del cielo y conocido a cuatro personas, y aunque cada una había resultado desconcertante a su llegada, notaba que esto era completamente distinto.

El temblor del ruido volvió, ahora más potente, y Eddie, con su instinto de defensa de toda su vida, cerró los puños y al hacerlo se dio cuenta de que su mano derecha tenía cogido un bastón. En los antebrazos tenía manchas del hígado. Las uñas de sus dedos eran pequeñas y amarillentas. Sus piernas desnudas tenían el sarpullido rojizo -herpes- que había padecido durante sus últimas semanas en la tierra. Apartó la vista de su acelerado deterioro. Según los cómputos humanos, su cuerpo estaba cerca del final.

Ahora llegaba otra vez el sonido, un conjunto de chillidos agudos, irregulares, y momentos de calma. En la tierra Eddie había oído aquel sonido en sus pesadillas y se estremeció al recordarlo: la aldea, el incendio, Smitty y aquel ruido, aquella especie de chillido chirriante que, al final, salía de su propia garganta cuando trataba de hablar.

Apretó los dientes, como si eso pudiera interrumpirlo, pero continuó, como una alarma que nadie desconectara, hasta que Eddie gritó a la asfixiante blancura:

– ¿Qué pasa? ¿Qué quieren?

Después de eso, el sonido agudo se trasladó al fondo, se impuso a un segundo ruido, un rumor constante, implacable -el sonido de un río que corre-, y la blancura se redujo a un punto de luz que reflejaban unas aguas brillantes. Apareció suelo bajo los pies de Eddie. Su bastón tocó algo sólido. Estaba subido a un muro de contención, donde una brisa le soplaba en la cara y una neblina proporcionaba a su piel un brillo húmedo. Bajó la vista y vio, en el río, el origen de aquellos chillidos obsesionantes, y sintió el alivio de un hombre que comprueba, con el bate de béisbol en la mano, que no hay ningún intruso en su casa. El sonido, aquellos gritos y silbidos, aquella sucesión de chirridos, era sencillamente la cacofonía de voces de niños, miles de ellos, que jugaban en el río, salpicándose y soltando risas muy agudas.

«¿Era en eso en lo que he estado soñando todo este tiempo? -pensó-. ¿Por qué?»

Observó aquellos cuerpos tan pequeños. Unos daban saltos, otros se metían en el agua, otros cargaban con cubos y otros rodaban sobre la hierba alta. Apreció una cierta calma en todo aquello, nada de la brusquedad que habitualmente se ve en los niños. Se dio cuenta de algo más. No había adultos. Ni siquiera adolescentes. Todos eran niños pequeños, con la piel del color de la madera oscura, aparentemente a su propio cuidado.

Y entonces los ojos de Eddie fueron atraídos hacia un gran canto rodado blanco. Una chica delgada estaba quieta encima, separada de los demás, mirando en su dirección. Le hizo gestos con las dos manos, saludándole. Él dudó. Ella le sonrió. Volvió a hacerle gestos con las manos y a asentir con la cabeza, como si dijera: «Sí, tú».

Eddie dejó su bastón y empezó a descender la empinada ladera. Resbaló, la rodilla mala se le dobló y perdió el equilibrio. Pero antes de caer en tierra, notó una repentina ráfaga de viento en la espalda que lo empujaba hacia delante, levantándolo, y allí estaba, delante de la niña, como si hubiera estado en ese lugar todo el tiempo.

EL CUMPLEAÑOS DE EDDIE ES HOY

Cumple cincuenta y un años. Es sábado. Se trata de su primer cumpleaños sin Marguerite. Se prepara un café instantáneo en una taza de plástico y toma dos tostadas con margarina. En los años posteriores al accidente de su mujer, Eddie rehuía cualquier celebración de su cumpleaños, diciendo: «¿Para qué tengo que recordar ese día?». Era Marguerite la que insistía. La que hacía la tarta. La que invitaba a los amigos. Siempre compraba una bolsa de caramelo quemado y le ponía una cinta alrededor. «No puedes olvidarte de tu cumpleaños», diría ella.

Ahora que ella se ha ido, Eddie lo intenta. En el trabajo, se sujeta con un arnés a la montaña rusa, en lo alto y solo, como si fuera un alpinista. De noche ve la televisión en su apartamento y se acuesta pronto. Nada de tartas. Nada de invitados. No resulta difícil comportarse como si no pasara nada cuando uno siente que no le pasa nada. La palidez de la derrota pasó a convertirse en el color de los días de Eddie.

Cumple sesenta años; es miércoles. Va al taller temprano. Abre una bolsa de papel marrón con el almuerzo y parte un trozo de mortadela de su sándwich. Lo sujeta en un anzuelo y luego pasa el sedal por el agujero para pescar. Observa cómo flota. Finalmente desaparece, tragado por el mar.

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