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Mitch Albom: Las cinco personas que encontrarás en el cielo

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Mitch Albom Las cinco personas que encontrarás en el cielo

Las cinco personas que encontrarás en el cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mitch Albom, el autor de `Martes Con Mi Viejo Profesor`, vuelve para hacernos pensar, para hacernos sentir, y sobre todo para enamorarnos de nuevo de cada una de las palabras que componen su nueva novela: `Las Cinco Personas Que Encontraras en el Cielo`. Eddie tiene 83 años y trabaja en el parque de atracciones de una pequeña ciudad de provincias norteamericana. Ha pasado toda su vida en este lugar, a excepción de su participación en la Segunda Guerra Mundial, un episodio que le marcó profundamente. Su vida acaba de forma trágica al salvar a una niña que está a punto de ser atropellada por un coche de la montaña rusa. Eddie se encuentra ahora… en el cielo. El paraíso aparece como el lugar donde, por fin, entendemos el sentido de nuestra vida en la tierra. Así, Eddie se encuentra con las cinco personas que más han influido en su vida, de forma directa pero también indirecta, sin que él se diera cuenta. Y así surgen dos preguntas capitales: ¿De qué manera nuestra vida está ligada a la de gente que no conocemos? ¿Cómo influyen nuestras decisiones en la vida de otras personas?

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– Hiciste que te amara…

Ssshhh.

– Yo no quería…

Splllaaashhh.

– … amarte… Ssshhh.

– … siempre lo sabrás, y siempre…

Splllaaashhh.

– … lo sabrás…

Eddie notó las manos de ella en sus hombros. Apretó los ojos con fuerza para hacer más vivido el recuerdo.

Doce minutos de vida.

– Perdone.

Una niña, puede que de unos ocho años, estaba de pie delante de él, tapándole el sol. Tenía rizos rubios y llevaba sandalias, unos vaqueros cortados y una camiseta verde lima que llevaba un pato de dibujos animados en la parte de delante. Amy, pensó que se llamaba. Amy o Annie. Había estado por allí muchas veces aquel verano, aunque Eddie nunca vio a una madre o a un padre.

– Perdooone -repitió la niña-. ¿Eddie Mantenimiento?

Eddie soltó un suspiro.

– Sólo Eddie -dijo.

– ¿Eddie?

– ¿Sí?

– ¿Puede hacerme…?

Unió las manos como si rezara.

– Vamos, niña. No tengo todo el día.

– ¿Puede hacerme un animal? ¿Puede?

Eddie alzó la vista, como si tuviera que pensarlo. Luego se buscó en el bolsillo de la camisa y sacó tres limpiapipas amarillos que llevaba con aquel objetivo.

– ¡Qué bien! -dijo la niña dando palmadas.

Eddie empezó a retorcer los limpiapipas.

– ¿Dónde están tus padres?

– Montando en las atracciones.

– ¿Sin ti?

La niña se encogió de hombros.

– Mamá está con su novio.

Eddie alzó la vista. Ah.

Dobló los limpiapipas en varios círculos pequeños, luego enrolló con cuidado los círculos uno en torno a otro. Ahora le temblaban las manos, de modo que le llevaba más tiempo que antes, pero los limpiapipas pronto tenían la forma de una cabeza, unas orejas, cuerpo y un rabo.

– ¿Un conejo? -dijo la niña.

Eddie guiñó el ojo.

– ¡Graaacias!

La niña se puso a dar vueltas, perdida en ese sitio donde los niños ni siquiera saben que se les mueven los pies. Eddie se volvió a secar la frente, luego cerró los ojos, se hundió en la silla de playa y trató de que la vieja canción le volviera a la cabeza.

Una gaviota graznó mientras pasaba volando por encima de él.

¿Como eligen las personas sus últimas palabras? ¿Se dan cuenta de su importancia? ¿Han sido señaladas por el destino para que sean inteligentes?

A sus ochenta y tres años Eddie había perdido a casi todos los que le habían importado. Unos murieron jóvenes, y a otros se les había dado la oportunidad de hacerse viejos antes de que una enfermedad o un accidente se los llevase. En sus funerales, Eddie escuchaba cómo los asistentes recordaban sus últimas palabras. «Es como si supiera que iba a morir…», decían algunos.

Eddie nunca lo creía. Por lo que sabía, cuando te tocaba, te tocaba, eso era todo. Podías decir algo inteligente al irte, pero también era posible que dijeras algo estúpido.

Que conste, las últimas palabras de Eddie serían:

– ¡Atrás!

Éstos son los sonidos de los últimos minutos de Eddie en la tierra. Olas que rompen. El lejano estrépito de música de rock. El zumbido del motor de un pequeño biplano que lleva un anuncio a la cola. Y esto:

– ¡Dios mío! ¡Miren!

Eddie notó que los ojos se le disparaban debajo de los párpados. Con los años, había llegado a familiarizarse con todos los ruidos del Ruby Pier y podía dormir a pesar de ellos como si fueran una canción de cuna.

Aquella voz no era de una canción de cuna.

– ¡Dios mío! ¡Miren!

Eddie se puso de pie como impulsado por un resorte. Una mujer con brazos rollizos y con hoyuelos alzaba una bolsa de la compra y señalaba algo gritando. Un pequeño grupo se había reunido en torno a ella; todos miraban al cielo.

Eddie lo vio de inmediato. En la parte de arriba de la Caída Libre, la nueva atracción «caída de la torre», una de las vagonetas estaba inclinada en ángulo, como si intentara volcar su carga. Cuatro pasajeros, dos hombres y dos mujeres, sujetos únicamente por una barra de seguridad, se agarraban frenéticamente a lo que podían.

– ¡Oh, Dios mío! -gritó la mujer gorda-. ¡Se van a caer!

Una voz graznó por la radio del cinturón de Eddie.

– ¡Eddie! ¡Eddie!

Él pulsó el botón.

– ¡Lo estoy viendo! ¡Llama a seguridad!

Personas que subían corriendo de la playa señalaban como si hubieran ensayado esa escena. «¡Mirad! ¡Allá arriba! ¡Una atracción se ha soltado!» Eddie agarró su bastón y fue cojeando hasta la valla de seguridad que rodeaba la base de la plataforma; el manojo de llaves sonaba contra su cadera. El corazón se le había desbocado.

En la Caída Libre dos vagonetas hacían un descenso de esos que revuelven el estómago y se detenía en el último instante debido a un chorro de aire hidráulico. ¿Cómo se habría soltado una vagoneta así? Estaba ladeada unos centímetros por debajo de la plataforma superior, como si hubiera empezado a bajar y luego hubiera cambiado de idea.

Eddie llegó a la puerta y tuvo que tomar aliento. Domínguez venía corriendo desde el taller y casi se estrelló contra él.

– ¡Óyeme bien! -dijo Eddie agarrando a Domínguez por los hombros. Le apretaba con tanta fuerza que Domínguez hizo una mueca de dolor-. ¡Óyeme bien! ¿Quién está ahí arriba?

– Willie.

– Bien. Debe de haber accionado la parada de emergencia. Por eso está colgando la vagoneta. Sube por la escalerilla y dile que libere manualmente la sujeción de seguridad para que esas personas puedan salir. ¿Vale? Está al fondo de la vagoneta, así que vas a tener que sujetarlo mientras él se estira. ¿Entendido? Luego…, luego los dos… Los dos, no uno solo, ¿lo entiendes?, los dos sacáis a esa gente. Uno sujeta al otro. ¿Entendido?

Domínguez asintió rápidamente con la cabeza.

– ¡Después mandad esa puñetera vagoneta abajo para que podamos saber lo que pasó!

La cabeza de Eddie latía. Aunque en su parque nunca había habido accidentes importantes, conocía terribles historias relaciona- das con su profesión. Una vez, en Brighton, un perno se desenroscó de una góndola y dos personas cayeron y se mataron. Otra vez, en el Parque de las Maravillas, un hombre había intentado cruzar el carril de una montaña rusa; cayó y quedó sujeto por los sobacos. Quedó encajado y empezó a chillar al ver que las vagonetas iban a toda velocidad hacia él y… Bueno, fue horrible.

Eddie se quitó aquello de la mente. Ahora había gente a su alrededor, tapándose la boca con la mano, mirando cómo Domínguez trepaba por la escalerilla. Eddie trató de recordar las entrañas de la Caída Libre. «Motor. Cilindros. Hidráulica. Juntas. Cables.» ¿Cómo se podía soltar una vagoneta? Siguió visualmente la atracción, desde las cuatro personas aterradas de la cima, bajando por el eje, hasta la base. «Motor. Cilindros. Hidráulica. Juntas. Cables.»

Domínguez llegó a la plataforma superior. Hizo lo que Eddie le había dicho, agarró a Willie mientras éste se estiraba hacia la parte de atrás de la vagoneta para soltar la sujeción. Una de las ocupantes se lanzó hacia Willie y casi lo echó fuera de la plataforma. La multitud contuvo el aliento.

– Espera… -se dijo Eddie a sí mismo.

Willie probó de nuevo. Esta vez logró accionar el dispositivo de seguridad.

– El cable -murmuró Eddie.

La barra se levantó y la multitud soltó un:

– Oooh.

Llevaron rápidamente a los ocupantes a la plataforma.

– El cable se está rompiendo…

Eddie tenía razón. En el interior de la base de la Caída Libre, oculto a la vista, el cable que subía a la vagoneta número 2 había estado rozando durante los últimos meses en una polea bloqueada, que había ido serrando los hilos de acero del cable -como si pelara una espiga de trigo- hasta que prácticamente estuvieron cortados. Nadie lo había notado. ¿Cómo lo iban a notar? Sólo una persona que hubiera reptado dentro del mecanismo podría haber visto la improbable causa del problema.

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