– No te enfades -dijo una voz de mujer-. No te puede oír.
Eddie alzó la cabeza bruscamente. Una anciana estaba parada delante de él en la nieve. Tenía la cara demacrada, las mejillas hundidas y los labios pintados de rojo, y su pelo blanco peinado tirante hacia atrás era tan escaso que en ciertas partes se distinguía el cuero cabelludo rosa por debajo. Llevaba unas gafas de montura metálica tras las cuales se veían sus pequeños ojos azules.
Eddie no conseguía recordarla. Su ropa era de antes de su época: un vestido hecho de seda y gasa, con un corpiño tachonado de cuentas blancas que se le cerraba en un lazo de terciopelo justo debajo del cuello. La falda tenía un cinturón de piedras preciosas falsas y había automáticos y enganches a un lado. Mantenía una postura elegante, sujetando una sombrilla con las dos manos. Eddie supuso que había sido rica.
– No siempre fui rica -dijo ella sonriendo, como si le hubiera oído-. Me crié casi como tú, en uno de los arrabales de la ciudad, y me vi obligada a dejar de estudiar a los catorce años. Tuve que trabajar. Y lo mismo mis hermanas. Entregábamos cada centavo a la familia…
Eddie la interrumpió. No quería oír otra historia.
– ¿Por qué no me puede oír mi padre? -preguntó.
La mujer sonrió.
– Porque su espíritu, sano y salvo, es parte de mi eternidad. Pero él no está aquí de verdad. Tú sí.
– ¿Por qué mi padre tiene que estar a salvo para usted?
Ella hizo una pausa.
– Ven -dijo.
De pronto estaban al pie de la montaña. La luz del restaurante era sólo una mota, como una estrella que hubiera caído dentro de una grieta.
– Hermoso, ¿verdad? -dijo la anciana. Eddie siguió su mirada. Había algo en ella, como si hubiera visto su fotografía en alguna parte.
– ¿Es usted… mi tercera persona?
– Lo soy -dijo ella.
Eddie se rascó la cabeza. «¿Quién era aquella mujer?» Del Hombre Azul y del capitán tenía al menos algún recuerdo del papel que habían desempeñado en su vida. ¿Por qué una desconocida? ¿Por qué ahora? Eddie alguna vez había supuesto que la muerte significaría reunirse con los que se fueron antes que tú. Había asistido a muchos entierros, sacado brillo a sus zapatos negros de vestir, buscado su sombrero, y luego permanecido quieto en un cementerio haciéndose la misma pregunta desesperada: «¿Por qué se van ellos y yo sigo aquí todavía?». Su madre. Su hermano. Sus tíos y tías. Su amigo Noel. Marguerite.
– Un día -decía el sacerdote- nos reuniremos todos en el Reino de los Cielos.
¿Dónde estaban, entonces, si aquello era el cielo? Eddie examinó a aquella extraña anciana. Se sentía más solo que nunca.
– ¿Puedo ver la tierra? -susurró.
Ella negó con la cabeza.
– ¿Puedo hablar con Dios?
– Eso siempre lo puedes hacer.
Eddie dudó antes de hacer la siguiente pregunta.
– ¿Puedo volver?
Ella le miró entrecerrando los ojos.
– ¿Volver?
– Sí, volver -dijo Eddie-. A mi vida. A aquel último día. ¿Puedo hacer algo? ¿Puedo prometer que seré bueno? ¿Puedo prometer que siempre iré a la iglesia? ¿Algo?
– ¿Por qué? -Ella parecía divertida.
– ¿Por qué? -repitió Eddie. Golpeó la nieve con la mano y no la notó ni fría ni húmeda-. ¿Por qué? Porque este sitio para mí no tiene sentido. Porque no me siento un ángel, y supongo que es así como me debería sentir. Porque no siento nada de lo que imaginé. Ni siquiera puedo recordar mi propia muerte. No puedo recordar el accidente. Lo único que recuerdo son aquellas dos manitas… a aquella niña a la que intentaba salvar, ¿entiende? Yo trataba de tirar de ella para que se quitara de allí y creo que le agarré de las manos, pero fue entonces cuando…
La mujer se encogió de hombros.
– ¿Moriste? -dijo la anciana sonriendo-. ¿Te fuiste? ¿Desapareciste? ¿Te encontraste con el Hacedor?
– Morí -dijo él soltando el aire-. Y eso es lo único que recuerdo. Luego usted, los otros, todo esto. ¿No se suponía que tendría paz cuando muriera?
– Tienes paz -dijo la anciana- cuando la tienes contigo mismo.
– No -dijo Eddie negando con la cabeza-. No, no es así. -Pensó en hablarle del nerviosismo que había sentido todos los días desde la guerra, de los malos sueños, de la incapacidad para interesarse realmente por algo, de las veces que había ido solo a los muelles y había visto a los peces dentro de las grandes redes de cuerda, sintiéndose inquieto porque se veía a sí mismo en aquellas indefensas criaturas, atrapado y sin posibilidad de escape.
No le contó eso a la mujer. Se limitó a decir:
– No quiero ofenderla, señora, pero ni siquiera sé quién es usted.
– Pues yo sí te conozco a ti -dijo ella.
Eddie lanzó un suspiro.
– ¿Sí? ¿Y cómo es eso?
– Bien -dijo ella-, si tienes un momento.
Entonces ella se sentó, aunque no había nada en lo que sentarse. Se limitó a quedarse sentada en el aire, cruzó las piernas, como una dama, manteniendo la columna vertebral recta. La falda larga se plegaba pulcramente a su alrededor. Soplaba una brisa, y Eddie percibió el suave aroma de su perfume.
– Como mencioné, una vez estuve trabajando. Mi trabajo consistía en servir comida en un local que se llamaba La Parrilla del Caballito de Mar. Estaba cerca del océano donde tú te criaste. Quizá lo recuerdes.
Hizo un gesto con la cabeza hacia el restaurante, y Eddie lo recordó todo. Claro. Aquel sitio. Solía desayunar allí. Un local grasiento, se decía. Lo derribaron años atrás.
– ¿Usted? -dijo Eddie casi riendo-. ¿Era usted camarera en El Caballito de Mar?
– Así es -dijo ella con orgullo-. Servía a los trabajadores del puerto su café y a los estibadores bollos y beicon.
»En aquellos años yo era una chica atractiva, debería añadir. Rechacé muchas proposiciones. Mis hermanas me regañaban. "¿Quién eres tú para elegir tanto? -decían-. Consigue un hombre antes de que sea demasiado tarde."
«Entonces, una mañana, el caballero de aspecto más distinguido que yo había visto en mi vida cruzó la puerta. Llevaba un traje a rayas y un sombrero hongo. Tenía el pelo oscuro cuidadosamente cortado y su bigote ocultaba una sonrisa constante. Asintió con la cabeza cuando le serví y traté de no mirarle. Pero cuando habló con su colega, oí su risa intensa, confiada. Le pillé dos veces mirando en mi dirección. Cuando pagó su cuenta, me dijo que se llamaba Emile y preguntó si me podía llamar. Comprendí, justo entonces, que mis hermanas ya no tendrían que decirme que tomara una decisión.
»Nuestro noviazgo fue maravilloso, pues Emile era un hombre de posibles. Me llevó a sitios en los que yo nunca había estado, me compró ropa que yo nunca había imaginado tener algún día, me invitó a comer cosas que nunca había probado en mi vida de pobre. Emile se había hecho rico rápidamente, debido a inversiones en madera y acero. Era derrochador, le gustaba correr riesgos y no tenía límites cuando se le ocurría una idea. Supongo que por eso le atrajo una chica pobre como yo. Aborrecía a los que habían nacido ricos y le gustaba hacer cosas que la "gente sofisticada" nunca haría.
»Una de esas cosas era frecuentar los locales de la costa. Le gustaban las atracciones, las comidas sabrosas, los gitanos, los adivinos, los que calculaban tu peso y las buceadoras. A los dos nos encantaba el mar. Un día, mientras estábamos sentados en la arena, con las olas rompiendo suavemente a nuestros pies, me pidió que me casara con él.
Читать дальше