Ana Matute - Aranmanoth

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Completando una especie de tríptico ¿involuntario? junto con La torre vigía (1971, disponible en la actualidad en Lumen) y la magistral e incomprendida en el fandom Olvidado rey Gudú (1997, Espasa), esta Aranmanoth es, más que una novela, una suerte de cuento largo, en el sentido en que a Matute le encantaría que hablásemos de lo que es un cuento. Asumiendo todas las coordenadas del cuento de hadas (la maldición nacida de lo prohibido, la fuga y la persecución, la presencia de la infancia incomprendida, la búsqueda del amor imposible, la aparición de seres de leyenda y los hijos habidos entre éstos y los hombres, la guerra y la crueldad, el paisaje indómito y la ambientación de época medieval), Matute nos cuenta la historia de Aranmanoth, hijo natural del Señor de Lines y de un hada del agua, que recibe un encargo que contiene la semilla de la pérdida de su inocencia: proteger y custodiar a la mujer de su padre, una niña como él. Entre ellos fragua una amistad, camaradería más bien, que no es sino el trasunto de todos los cuentos que en el mundo han sido: el cambio, la pérdida de referentes para una infancia atrapada en un mundo adulto -violento y corruptor- que no está hecho a su medida y al cual acabarán enfrentándose tarde o temprano.
Y de ahí deriva la hermosura de este cuento. Orso, señor de Lines, pierde la inocencia conforme se va haciendo adulto y participa en las campañas bélicas del Conde al cual debe vasallaje, en un proceso de envilecimiento que incluso se traduce en la pérdida de sus agraciadas facciones. La madre de Aranmanoth, la más joven de las hadas del bosque, cae en desgracia ante su especie por culpa de los amores prohibidos con un ser humano. Windumanoth, Mes de las Vendimias, ha perdido el Sur, la cualidad que la distinguía de los rudos moradores de su nuevo hogar, y se encuentra sola en el mundo, sin otra compañía que Aranmanoth, Mes de las Espigas, que no es ni humano ni otra cosa, pero a quien la edad y el devenir inexorable de los acontecimientos obligan a acercarse a su condición menos favorecedora: la de ser humano. Aranmanoth y Windumanoth huyen del mundo adulto y frío buscando el Sur, el mítico Sur que simboliza la infancia perdida y el calor y el sol. En el camino perderán las ilusiones y adquirirán el conocimiento de un hecho: el Sur es una condición, no un lugar. Un paisaje interior inmune al externo.
Amarga y hermosa, Aranmanoth pudiera parecer un inocente cuentito en comparación con la más ambiciosa Olvidado rey Gudú o la decididamente pretenciosa La torre vigía, pero no hace sino plasmar con más crudeza que en ninguna de las obras de Ana María Matute el eterno conflicto entre los deseos y la realidad, entre la voluntad y la renuncia. Obra menor si se quiere, pero no por ello menos recomendable, nos devuelve el placer por la lectura de los cuentos infantiles y al mismo tiempo se erige en uno de los libros fantásticos españoles más bonitos de los últimos años. Plenamente recomendable.

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– Yo también -contestó Aranmanoth. Pero una ligera tristeza se apoderó de su voz-. Windumanoth -dijo lentamente-, aunque pueda leer en las hojas del bosque y entender el lenguaje de los pájaros hay muchas cosas que ignoro y siempre ignoraré. Sin embargo, a partir de ahora y durante mucho tiempo, si todavía estamos juntos, podremos encontrarnos bajo la sombra que estos árboles proyectan en el suelo…, y sé que viviremos momentos muy hermosos.

Aranmanoth no dijo nada más y los niños que eran se abrazaron fuertemente, tal vez para defenderse o protegerse de algún desconocido sentimiento que, como halcón, sobrevolaba la corteza de la tierra.

Muchas fueron las ocasiones en que Aranmanoth y Windumanoth se encontraron en el bosque. Allí se sentían libres y alegres. Enlazaban sus manos y se adentraban en su espesura. Los escasos rayos de sol que se atrevían a traspasar las ramas de los árboles caían sobre ellos y les iluminaban como si los niños fueran un amanecer que creciera más allá de las montañas.

Aranmanoth instruía a Windumanoth en el lenguaje de las hojas que, ya maduras en el avanzado otoño, caían sobre sus cabezas como una lluvia de oro.

– He aprendido mucho de ti -dijo un día Windumanoth-. Creo que ya casi soy tan sabia como tú. Pero hay algo que me preocupa. Dime: ¿qué ocurrirá cuando el Señor de Lines, mi esposo, regrese de la guerra?

– No lo sé. Cuanto más creo saber, más ignorante me siento.

– Pero tú y yo no nos vamos a separar nunca, ¿verdad?

Windumanoth miraba atentamente los ojos de Aranmanoth, como si en ellos no sólo estuvieran escondidas las respuestas a sus preguntas, sino también la calma y el consuelo que sólo él podía ofrecerle.

Entonces Aranmanoth dijo:

– No nos separaremos nunca. Siempre seremos nosotros dos.

– Sí -contestó Windumanoth-. Nosotros dos.

Y todo cuanto les rodeaba y estaba en ellos era ellos dos.

El invierno llegó y un intenso frío se extendió por toda la tierra. Los bosques y campiñas, y todo lo que podía abarcar la vista, se cubrieron de nieve.

Aranmanoth y Windumanoth mantenían largas conversaciones mientras paseaban por los alrededores de la casa, cubiertos sus cuerpos con ropas y pieles que impedían que tuvieran frío. Pero lo que más les abrigaba era, sin duda, las cálidas palabras que brotaban de sus labios y que les envolvían como la capa más gruesa e impenetrable que, con manos humanas, se hubiera tejido jamás. Correteaban por el interior de la casa, jugaban como juegan los niños, se escondían detrás de los tapices hasta ser descubiertos. El pequeño Aranwin les seguía y les delataba, mordisqueaba sus ropas y saltaba de alegría cuando cualquiera de ellos le acariciaba o le perseguía por la nieve hasta caer exhausto y temblar de felicidad.

Una tarde, se encontraban los dos sentados frente al fuego, en los aposentos de Windumanoth, cuando escucharon, callados e inmóviles, las voces que se escapan del tiempo y lo atraviesan como una espada se abre paso a través de un ejército invisible. Entonces Aranmanoth dijo:

– Soy tu guardián y quiero que conozcas el sonido del silencio. ¿Puedes oírlo? Casi ninguna criatura humana puede oír el silencio. Pero para mí es algo así como si bebieras de una copa todo cuanto puede ofrecerte la felicidad.

– ¿Qué es la felicidad? -preguntó Windumanoth

– No lo sé muy bien. Para mí, como te digo, la felicidad se parece al silencio.

Y así permanecieron largo rato, permitiendo que el silencio les rodeara de tal modo que era lo único que exis~ tía. Y era un silencio que les susurraba secretos y les hablaba como algunas veces lo hace el fuego o el agua de una cascada que estalla en un manantial. No era el silencio, sin embargo, lo que les unía, pero era algo parecido.

De pronto, Windumanoth se estremeció, como bajo la presencia de una duda amarga, parecida a una sombra amenazadora que crecía ante sus ojos. Miró a Aranmanoth como siempre le miraba, como si sólo él pudiera apaciguar su inquietud, y le preguntó:

– Aranmanoth, ¿tú crees que tu padre, el Señor de Lines, se acerca a mí?

– No lo sé -respondió él. Y en verdad no lo sabía.

Pero Windumanoth siguió preguntando:

– No me refiero a si se acerca con sus hombres hacia aquí: no te hablo de la guerra. Te pregunto por sus sueños, por sus deseos. ¿Tú crees que se acercan a mí?

– No lo sé -repitió él tristemente-. Sólo siento que me apenan tus preguntas.

– ¿Y tu tristeza? -preguntó Windumanoth-. ¿De dónde nace tu tristeza?

– Yo no creo que pueda llamarse tristeza a cuanto llena mi corazón -respondió él-. Quizá encontremos la respuesta en las hojas de los árboles.

Porque desde la ventana podían ver las hojas agonizantes de los árboles del pequeño huerto de Windumanoth, y todavía podían dibujar alguna sombra en el suelo. Aranmanoth leyó la palabra nostalgia y dijo:

– Es una palabra nueva para mí. No la había leído antes pero, desde este momento, sé que permanecerá escrita en mi corazón. Quizá la nostalgia sea un deseo; o el resplandor de un tiempo en que -creíamos ser felices.

Windumanoth enlazó su mano con la de él y dijo:

– Yo sí conocía esa palabra porque, ¿sabes?, la nostalgia no es únicamente regresar al bosque y a su hayedo, o a los colores de las palabras. Ni siquiera es el anhelo de retornar a nuestros primeros días en el otoño. La nostalgia es también el tiempo de mi infancia en el Sur, entre los viñedos y los olivos. Es el aroma del mar. ¡Ay, Aranmanoth!, tengo nostalgia del Sur. Quiero regresar al Sur.

Aranmanoth agachó levemente la cabeza tras escuchar a Windumanoth, como si no deseara seguir mirando las palabras que las hojas de los árboles dibujaban al caer:

– Cuando venga mi padre se lo diremos. Seguramente te complacerá y te permitirá regresar a tu tierra.

– Pero tú vendrás conmigo, ¿no? Quiero enseñarte todos los secretos de mi país, como tú me has enseñado los del tuyo.

Aranmanoth alzó la cabeza, miró a Windumanoth, le sonrió dulcemente y dijo:

– Pues así se lo diremos a mi padre. Él es bueno y, además, me ha nombrado tu guardián.

El invierno avanzaba. Nadie podía salir de su guarida sin sentir la crueldad que acompaña a quienes no tienen donde cobijarse.

Aunque no lo sabían, Aranmanoth y Windumanoth habían crecido. En ocasiones, ni siquiera la memoria de los humanos o su proceder se corresponden con la edad que les adjudican los manipuladores del tiempo. De este modo, ambos conservaban aún la ignorancia de su primera edad.

Una mañana, como otras veces corrieron a refugiarse, en la estancia de las mujeres que hilaban y conversaban. Pero esta vez, al verles llegar, éstas cesaron en sus conversaciones, se levantaron y se inclinaron ante ellos.

– ¿Qué pasa? -preguntó Windumanoth intimidada ante tal comportamiento-. ¿Qué es lo que ocurre?

Y corrió hacia la de más edad, que siempre fue su preferida, quien más acariciaba sus cabellos y más historias contaba. En realidad, Windumanoth buscaba sin saberlo el calor de la nodriza.

La mujer se desprendió de su abrazo y exclamó:

– Señora, comportaos. Ya no sois una niña.

Desconcertados, Aranmanoth y Windurnanoth, como habían hecho hasta entonces, se sentaron entre ellas frente al fuego. Pero las mujeres continuaron hilando en silencio.

Aranmanoth habló:

– ¿Qué es lo que os ha convertido en mudas cuando antes erais parlanchinas y contabais fábulas y cuentos que me deleitaban? Decidme, vosotras sois las mismas mujeres de antes, y yo soy el mismo Aranmanoth. ¿Qué ha pasado?

Las mujeres se miraron unas a otras. Y al fin, la más anciana de todas ellas, la que hacía un instante había rechazado el abrazo de Windumanoth, dijo:

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