Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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Te equivocas, darling, dice el teniente O'Flynn apartando con los dedos chicharrones y engarfiados un mechón de rubios cabellos sobre la frente. Mira lo que te digo: si se pierde la memoria de uno solo de estos detalles, se perderá todo y nos perderemos todos, el universo entero se perderá con nosotros. O nos salvamos todos con todo, o no se salvará nada ni nadie.

¡No me sermonees, Bryan!

Well, tú siempre gustarte mucho chapotear en el charco pestilente de la derrota, con tu querida botella y tu culo roto al aire y la sangre corrompida por la patria y todo esa leche, well, comprendo tus sentimientos, but yo nunca te he visto así, mi valiente amigo, tú no eres tan visceralmente renegado, ni tan rabiosamente fugitivo, oh, no, yo creo que tú eres metáfora viviente de dignidad civil. Oh, yes. Y has tenido, pese a todo, pese a tu revolcón en la barranca, a tu pestucio a coñac y a tu raja en el arse, el respeto y el amor de tu Rosa. Has obtenido tú también tu victoria. Eres un héroe, lo quieras o no. Lo mismo que yo.

¡Un héroe de guerra no es otra cosa que una sangrienta coincidencia! No es mi caso, teniente.

Entonces vamos a ver, tercia David sentándose en medio del catre con gesto impaciente, vamos a ver, que yo me aclare. El piloto de caza Bryan O'Flynn vuelve a casa y le trae una rosa blanca a la pelirroja. ¿Y tú dónde estabas, padre?

Hacía tres noches que me había tirado al barranco. Pero ya tampoco estaba allí.

¿Y yo? ¿Dónde estaba yo, padre?

Déjame pensar…

Si fueras inteligente te callarías ahora mismo, advierte O'Flynn a papá en voz baja.

Debía ser a finales de marzo, en Semana Santa, así que estabas en casa de la abuela, en la playa.

Sí, dice David, justo un año después de que viera caer al mar el bombardero B-26. Tú me dijiste que el teniente O'Flynn había muerto quemado o ahogado en ese avión.

¿Yo? ¿Un bombardero de la RAF estrellado en el mar? Ni siquiera los periódicos hablaron de ningún bombardero caído frente a la playa de Mataró, recuérdalo…

I see, gruñe el teniente. Te dijo eso porque deseaba mi muerte.

Te creía muerto. No es lo mismo.

David empieza a notar la olla de grillos destapándose en su cabeza.

¿Quién dice la verdad?

Tú para bien la oreja, muchacho, masculla papá. La verdad es una cuestión de oído.

Sure, dice Bryan O'Flynn incorporándose a los pies del catre. Bien dicho. Anuda el pañuelo de seda bajo la nuez prominente, se ajusta la cazadora de piel, se pone el gorro dejando las gafas sobre la frente y, antes de desaparecer, dedica a David su media sonrisa enmascarada y se toca la sien con dos dedos chamuscados, en un remedo zumbón de saludo militar. Good luck.

Mientras se yergue serenamente junto a su caza derribado y de nuevo se enfrenta a los boches alzando la voz clara y burlona -A la cazadora de cuero no, please-, tras él, y a lo lejos, en lo más profundo y por encima de los sombríos campos calcinados, rosadas nubes desprendidas del crepúsculo viajan desflecadas y sumisas hacia la noche. Con voz apagada, también papá se despide.

No te pongas cabezón, hijo, no lo pienses más. A esa lagartija no podrás cortarle el rabo.

Despertar bruscamente de madrugada en este cuartucho trae consigo quedarte a merced de unos ojos que te miran en la oscuridad, casi siempre desde la negrura del armario ropero entreabierto, pero ese puntual sobresalto David lo atenúa de inmediato al sentir en su mano la urgente pulsión de la venganza, la esquinada y vigorosa simetría del Dupont recalentado en el sueño y empuñado con firmeza bajo la sábana como si fuera un arma.

Se pone a silbar en la oscuridad, pero los ojos acerados del inspector Galván siguen flotando en la sombra y le dedican un parpadeo lúbrico y maligno. David salta del camastro y abre totalmente el armario manoteando la ropa de invierno, el raído abrigo negro de papá y algunas prendas de la pelirroja que el embarazo ya no le permite ponerse. Comprueba que el poli naturalmente no está, pero persiste la tensión y sigue silbando. Entonces se alza de puntillas y alcanza dos cajas de zapatos escondidas en lo alto del armario y saca de ellas la blusa de color azafrán, la faldita amarilla con bolsillos verdes y unas bragas de color rosa de niña, y se viste a ciegas y atolondradamente, con rabia y castañeteándole los dientes. Luego abre otra caja y saca la boina roja y el bolso rojo de plexiglás de larga correa, lo cuelga de su hombro y con la mano lo aprieta firmemente a la cadera, cruza de nuevo la oscuridad y, conteniendo la respiración, se deja caer de espaldas y estirado como una tabla sobre el lecho, la boina ladeada sobre el ojo y empuñando con la otra mano el Dupont dorado.

¿Todavía me estás guipando, cacho cabrón? Pues por mí puedes seguir, porque de todos modos acabaré contigo. Cerdo. Matarife. Polichulo de mierda.

David surge del cañaveral y se planta en medio del sendero, cortando el paso a la bicicleta. Sorprendida, la muchacha frena bruscamente y echa pie a tierra.

– Tienes una bici muy fermi -dice David con la voz nudosa. Lleva un vendaje en la frente, con unos toques de tintura de yodo y un aura de secretas ensoñaciones heroicas-. ¿Es de tu padre?

Ella le mira con sus ojos duros y no dice nada. Afirmando el pie en tierra, adelanta el vientre con suavidad y quita el trasero del sillín, apoya la corva en la barra del cuadro y balancea la pierna, manteniendo el manillar bien agarrado con ambas manos. En esta ocasión, al tenerla tan cerca, David puede observar en su brazo derecho, por debajo de la marca de la vacuna, una mariposa de calcomanía con las alas desplegadas, negras y rojas. -¿Cómo te llamas? -pregunta David. Tampoco esta vez obtiene respuesta, y observa la funda del violín sujeta al cuadro de la bici. Es una funda vieja y raída, con los cantos despellejados-. ¿Estudias música?

Cree percibir un destello burlón en su mirada y se le ocurre que, aunque sea una funda de violín, dentro no tiene por qué llevar un violín; podría llevar la merienda, o una labor de ganchillo, o unos kilos de arroz o de garbanzos.

– ¿Qué dices? -insiste David-. ¿No tienes lengua, niña?

Ella ni parpadea. Tranquilamente, sin dejar de mirarle, aparta un insecto de su cara con la mano. Pequeños aretes plateados cuelgan de sus orejas.

– No puedes pasar por aquí sin dar la contraseña, ¿no lo sabías? -David no se da por vencido-. La contraseña es Zapastra. Tienes que decir la palabra Zapastra, y aun así ya veremos si te dejo pasar. ¡Vamos, dilo! ¡Di Zapastra!

Ella mueve la bici como si quisiera esquivarlo, pero no parece poner mucho empeño. Le puede la curiosidad más que el miedo, y se queda otra vez mirándole muy seria y en silencio.

– Tranquila, no voy a hacerte nada -David corta una caña verde y empieza a pelarla arqueando la cadera con aire chulesco-. Pero te has metido en un atolladero, chavala. Si no quieres decir la contraseña, tendrás que pagar prenda… Yo vivo allí, en aquella casona. ¿Ves este mechero tan chulo? -saca el Dupont del bolsillo-. Lo perdió un señor amigo de mi madre, ahí abajo en el torrente, cuando enterraba a un perrito. Este señor está ahora en casa con mi madre. Si vas y le devuelves el mechero diciendo que te lo has encontrado en el torrente, en el sitio donde él enterró el perro, dejaré que te vayas sin hacerte nada.

La muchacha lo mira con recelo, ahora sí. Endereza la bicicleta, se sienta en el sillín y levanta el pedal con el empeine del pie.

– Espera -se apresura David-. Qué te cuesta, sólo tienes que decirle que un día, al pasar por aquí, lo viste cavando con una azada, y por eso has pensado que el mechero es suyo. Sólo eso. Si no lo haces, ahora mismo tendrás que enseñarme las bragas, y si son blancas o de color rosa, pues mala suerte para ti, ésta es la prenda por no decir Zapastra, porque entonces tendrás que meterte conmigo entre las cañas y te pondré una mordaza en la boca y te ataré las muñecas, y no te soltaré hasta la noche y además a lo mejor te pispo la bici…

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