Juan Marsé - Teniente Bravo

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Una Barcelona que se eleva sórdida e intrigante. El mítico cine Roxy, que en su tiempo alivió la miseria de posguerra con sus leyendas de celuloide. El mundo de este gran escritor desfila por estos relatos.
En este libro Juan Marsé reúne tres historias magistrales. En «Historia de detectives», cuatro muchachos, encerrados en un Lincoln abollado y herrumbroso, dan alas a su fantasía. Mezclados con el humo azul de sus aromáticos cigarrillos de regaliz, los relatos de crímenes y viudas peligrosas llenan el interior del automóvil. La crítica mordaz, irónica, patética y a menudo divertida de la bravura obcecada de un militar franquista en «Teniente Bravo» constituye uno de los hitos en la historia de la narración breve de las letras hispanas. Y finalmente, en «El fantasma del Cine Roxy», los mitos del celuloide conviven con la realidad del presente, encarnada en un banco construido sobre las ruinas de un antiguo cine de barrio cuyos héroes se resisten a desaparecer.
«Marsé bucea en los fondos abisales de su inconsciente para sacar a flote experiencias lejanas que transforma en material literario.»
MÀRIUS CAROL
«Lo grande de un escritor como Marsé es saber crear personajes con entidad.»
FERNANDO TRUEBA.

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– Al meterte tú en el bar Monumental -continuó David-, se plantó en la acera, cerró el paraguas y pensé que también iba a entrar. Pero se quedó allí como una estatua, mirando la puerta.

Al lado, en la boca del callejón, un joven perdulario con gafas de aviador o de motorista y una astrosa manta militar sobre los hombros se desploma indiferente con las manos en los bolsillos, sonriendo a los que pasan. Lo arriman contra la pared y le dan cachetes, pero él no reacciona, aunque mantiene los ojos abiertos y las manos en los bolsillos del pantalón, tan campante.

– El hombre maquillado y en pijama debajo del abrigo no veía nada a su alrededor, sólo la puerta del bar -dijo David-. De pronto se acercó y se dio de morros en el cristal.

Mantuvo la nariz pegada al cristal un rato, sin moverse, y cuando se apartó era otro hombre. Como si le hubiesen caído veinte años encima de golpe. Cruzó muy abatido la calle y alcanzó la otra acera de verdadero milagro, pues casi lo pilla un tranvía. Y girando sobre los talones, se quedó allí en el bordillo mirando fijamente la puerta del bar con el paraguas cerrado bajo el sobaco, calándose hasta los huesos como un tonto, los afeites de pálido galán enamorado chorreándole por las mejillas de muerto. Sus pies chapoteaban en las zapatillas, bajo los bordes enfangados del pantalón del pijama. Luego retrocedió hasta un portal, pero no lo hizo pensando en la lluvia, sino porque no le vieran llorar como un niño abandonado al borde del arroyo. La gente pasaba por su lado sin hacerle caso.

– Entonces, con mano temblorosa, saca el pañuelo del bolsillo y se le cae al suelo un billetero. No se da cuenta, o no le importa. Parece un hombre sonado, tocado del ala.

Desde hacía rato, a David no le divertía nada contar esta triste historia y se notaba. Abrevió el final: el hombre se cansó de lloriquear bajo la lluvia y se fue. Vagó sin rumbo por los sucios callejones de Gracia como un viejo chiflado y desmemoriado, y acabó sentado con cara de lelo en el portal de una torre de la calle Legalidad.

– Entonces lo dejé y me vine -dijo David, controlando a duras penas un nuevo brote de su tos bronquítica en conserva- Y se acabó.

– ¿Y el billetero?

– Aquí está.

Era de piel falsa de cocodrilo, pequeño y tan plano que no parecía contener nada. Pero dentro había cinco billetes de a duro y una amarillenta y sobada fotografía de retratista ambulante en la que se veían palomas y un soldado y una muchacha muy borrosos cogidos de la mano en una plaza. La foto se caía a trozos y olía a polvo. El impacto de un sol antiguo y congelado en los jóvenes rostros de la pareja borraba sus facciones y persistía solamente una palpitación de la sonrisa, un parpadeo espectral, una antigualla de felicidad.

5

David volvió a toser y miró al jefe esperando su aprobación. Todavía era un novato, pero con este trabajo podía ganarse definitivamente las credenciales.

Marés reflexionaba. Chasqueó la lengua y dijo:

– Está bien. Toma.

Sacó del bolsillo la cartulina y se la dio. Llevaba escrito con tinta invisible: David Bartra. Agencia de Detectives «Donald Lam/Berta Cool». Pesquisas, seguimientos, misiones secretas, sabotajes. c/. Verdi, Campo de la Calva, s/n.

– Pero no te lo has ganado, que conste -añadió Marés-. Tu informe está mal desde el principio, porque se basa en una deducción equivocada.

– ¿Equivocada?

– Sí.

Marés encendió otro cigarrillo perfumado de los suyos y miró aviesamente a David a través del espejito retrovisor. Dijo:

– Piensa un poco con el cerebelo, chaval.

– Ya lo hago, jefe…

– Veamos. Basándote en todos los datos que tenemos, no sólo en los tuyos, sino también en los de Roca sobre la señora Yordi, ¿cómo lo enfocarías?

David alzó la mano y miraba la punta enrojecida de los dedos y bizqueaba, confuso.

– Hum. No lo sé.

El jefe volvió la cara hacia él y arrugó la nariz. Los asientos de atrás soltaban un agrio pestucio. De noche los vagabundos solían dormir en el Lincoln abrazados a sus pringosas botellas de vino.

– ¿Qué dices tú, Jaime?

– Es un asunto enrevesado, jefe.

Marés esperó un poco, por si Jaime quería exponer alguna teoría, y luego me miró a mí.

– ¿Y tú, tienes alguna idea?

– Tengo una, pero no me convence.

– Adelante, chico.

– No sé -dije encogiéndome de hombros-. No quiero aburrirte, jefe.

– Abúrreme. Es una orden.

Carraspeé, y con la voz fría, sin inflexiones, aventuré:

– Esta señora tiene un fulano porque necesita comida para su niño pequeño, y porque está sola, sin marido. Se cita con su amante en el bar. Ese taxi iba al meublé La Casita Blanca. Y ese hombre pintado y con pijama y zapatillas me seguía a mí porque es un marica.

Marés ronroneó como un gato ensayando su voz impostada y tardó unos segundos en contestar:

– Casi aciertas -el humo del cigarrillo le hizo entornar los ojos, y también su natural malicia y puñetería. Ahora habló otra vez sin mover los labios y su voz parecía venir de lejos, como la voz de los ventrílocuos-. Sí, todo coincide para hacernos creer que el tío del pijama te seguía a ti, Roca. Sin embargo, a quien seguía es a ella. Tú lo que hiciste fue interponerte entre los dos, y en realidad él ni siquiera te vio. La seguía a ella igual que tú, pero de lejos, siempre por detrás de ti. -Miró a David por el retrovisor-. Cualquiera se habría dado cuenta menos un novato como tú, David. Piénsalo: ¿por qué razón este señor, que pasó por aquí como un sonámbulo, había de ponerse a seguir a Mingo Roca, un xava del barrio al que seguramente no había visto en su vida? ¿Eh?

David bajó los ojos y en tono de excusa murmuró:

– A mí una vez un desconocido me siguió desde las Atracciones Apolo hasta el Monte Carmelo.

– Sería un bujarrón.

– ¿Y cómo sabes que éste no lo es?

– Porque los conozco. -Guardó silencio unos segundos y añadió-: ¿Se os ocurre alguna otra explicación?

Se replegó sobre sí mismo ondulando como una oruga y puso los pies sobre el volante, se quitó un zapato y un calcetín y se rascó las junturas de los dedos. Después, alzando la maloliente pezuña hasta tocarse la nariz, pinzó entre el dedo gordo y el índice el cigarrillo colgado en las comisuras infectadas de la boca y siguió fumando tranquilamente con el pie, las manos cruzadas en la nuca. Era medio contorsionista, además de medio ventrílocuo, habilidades que le habían enseñado antiguos compañeros de trabajo de su madre, artistas de variedades derrotados y sin trabajo.

– Bien. Recapitulemos.

Siempre decía lo mismo y se comportaba del mismo modo, retrasando cuanto podía la solución del enigma. Oídos nuestros informes, Marés se convertía en la Araña Que Fuma y se quedaba reflexionando envuelto en el humo azul del pitillo que manejaba diestramente con la pata. Analizaba todos los datos, los confrontaba, requería ciertos detalles en apariencia banales, y, finalmente, después de rechazar nuestra sugerencia, imponía su criterio mediante deducciones generalmente convincentes sobre causa y efecto, otorgando al comportamiento de los sospechosos, por enigmático que fuese, una motivación que nosotros no habíamos previsto, casi siempre amarga y desoladora. Desde muy chico había dado muestras de esa extraña y terrible facultad: diríase que adivinaba el dolor del alma de las personas, que percibía su pena y su infortunio con sólo mirarlas a la cara o verlas pasar por la calle yendo al trabajo, por un detalle de nada. Un día que vimos al señor Elías llorando en la taberna, solo, sentado en un rincón y escuchando en la radio una marcha militar, Marés dijo que el hombre lloraba porque la radio le estaba recordando una hija suya que hacía de puta en Zaragoza, detrás de un cuartel de Infantería donde una brigada criaba mil cerdos con las sobras del rancho. ¡Y era verdad, lo supimos cuando el hermano mayor de David volvió de la mili y nos habló de la Puri! ¡Y los mil cochinos cebados con las sobras de la cocina del cuartel, también dijo que era verdad!

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