– Cómo puede decir eso, señor Oms.
– Es mala gente, todo el barrio lo sabe.
La señora Yordi iba a replicar, pero se contuvo. Finalmente, más relajada, dijo:
– En fin. Cosas de críos.
– De todos modos es una falta de educación, que la sigan, y más tratándose de una señora como usted. Si este niño la molesta, llame a un guardia…
– No, de ningún modo.
Enfurruñada, haciendo por irse. Qué gusto seguir el borroso movimiento rosado de sus labios mientras se despide una y otra vez del pesado Lagartón, sin conseguir librarse de él. Porque este fati con ojos de rana venenosa no para de hablar: que son unos golfos y no valen para nada, que se pasan el santo día en los billares y en la calle y en el cine, o acurrucados como polluelos en el interior de este automóvil podrido y lleno de piojos varado en medio del fango y las basuras, nido de pordioseros, fumando y planeando seguimientos y pesquisas por la ciudad misteriosa y corrompida, husmeando el delito entre la niebla y «marcando» de cerca a los sospechosos bajo la lluvia, mientras se oye a lo lejos la sirena de un buque pidiendo entrada en el puerto.
Las sirenas de los buques, en días borrascosos como éste, nos hacían pensar en putas francesas apoyadas en farolas, de noche, con faldas de satín negro abiertas en el costado.
– Déjelos, no son más que niños que juegan a películas -decía ella-. Y adiós, se me hace tarde.
– Que no, que ya son muy ganapias, señora -excitándose el panadero estraperlista y mamón-. ¡Que ni crecen ni reverdecen de la maldad que se los come!
– Bueno, no se ponga usted así.
– Se empieza con pistolas de juguete y atracos de película. Balas de saliva, muertos de mentira. Pero un día serán de verdad, señora, como el sombrero de éste. Habrá que verlos de mayores. Peor que la peste.
– Maldito capitán Bligh -masculló David-. Maldito seas.
– Sí, ¿por qué no se lo tragaría el mar?
– Es un bocazas -dijo Marés-. Un soplón y nada más, no hay que hacerle caso.
– Pero anda por ahí diciendo que el padre de éste está en la Modelo y además criticando su sombrero -dijo Jaime-, y eso es tener muy mala leche.
– Ni caso -insistió el jefe-. El Lagartón es un mal bicho, de acuerdo, y algún día nos ocuparemos de él. Ahora sigue, Roca.
Cuando dijo lo de mi padre en la cárcel, yo agaché la cabeza, me quité el sombrero y lo escondí entre el pecho y la camisa; no porque sintiera vergüenza, sino de la rabia que me dio. Es un sombrero muy flexible, de los buenos, un Stetson auténtico, especial para seguir de cerca a rubias peligrosas en días de lluvia. Lo hice por mi padre, por respeto a su memoria de pistolero republicano rojo separatista con sombrero de ala flexible sobre los ojos…
– Bien hecho -dijo David-. Padre no hay más que uno aunque esté en la trena.
– O en la tasca y mamado todo el puto día, como otro que yo me sé -se lamentó Jaime.
– ¿Habéis terminado, cotorras? -Marés impaciente, limpiando el cristal del parabrisas con el puño, furioso-. Entonces continúa, Roca. ¿Qué más has podido leer en sus labios? ¡Qué más, qué más!
Entonces ella por fin empieza a caminar de espaldas, empieza a irse dejando al chismoso panadero con la palabra en la boca. ¿Qué, no ha vuelto a saber nada de su marido?, susurra todavía el Lagartón mirándole las caderas: Ay, estos niños fisgones que nos siguen en nuestras escapaditas y espían nuestras intimidades por el ojo de la cerradura, qué malos son, ¿verdad, señora?, qué situación más comprometida a veces para una mujer casada, ¿no le parece…?
– ¿Todo eso decía?
– Más o menos -dije-. A ratos la lluvia no me dejaba leer en sus labios. Lo que importa es el sentido de lo que dijo. Ella ya no le hace caso y se aleja Salmerón abajo por la acera de la derecha.
Había tallos de clavel pisoteados y gladiolos tronchados sobre el asfalto húmedo en el cruce con Travesera, y un ciego furioso golpeando el bordillo con su bastón, esperando que alguien lo pasara al otro lado, escupiendo a las nubes. Y el olor a pan calentito en la esquina de Luis Antúnez, y un poco más abajo mi otro olor preferido, a bacalao seco y aceitunas aliñadas en barricas sobre la acera. Suelto la zarpa al pasar y pesco un puñado de aceitunas, sigo calle abajo y delante de mí un vagabundo piojoso arrastra un cesto de mimbres con una cuerda y en el cesto va un niño sobre botellas vacías de champán y envuelto en harapos. El crío me mira con sus ojitos legañosos mientras vamos caminando, y me saca la lengua sonriendo, y yo le voy tirando aceitunas y él las pilla una tras otra abriendo la boca como un cazo.
Pasamos el cine Miramar y, delante del bar Monumental, la señora se para. Antes de entrar, mira a un lado y a otro recelosa. Espero un par de minutos y entro tras ella.
La señora Yordi está sentada con un hombre fuerte y moreno en una mesa del rincón, al fondo del grandioso bar, detrás de los billares. En una de las mesas de billar juegan dos chicos muy serios y bien peinados, con pantalones de golf, con tacadas estudiadísimas y mucho cuento. Me acerco simulando asombro ante su estilo finolis y desde allí controlo de reojo a la pareja, quietos y susurrantes en la penumbra. El hombre es mayor, de unos cuarenta, gafas negras, nariz de cuervo, bigotillo recortado y un palillo entre los dientes. La cabeza gacha, las manos en los bolsillos de la gabardina, ella se mira las rodillas muy juntas y calla todo el rato. El tipo le habla al oído, el brazo en el respaldo de la silla y sin tocarla a ella, pero como si estuviera muriéndose de ganas de hacerlo. La luz es tan mala que no distingo sus labios, apenas el movimiento del palillo que la lengua del tío desplaza de un lado a otro.
Luego afino la vista y capto que le dice: «Haré lo que pueda, señora, se lo prometo…» Sólo se oye el toca-toc de las bolas de billar. Ella sigue callada y él añade: «Confíe en mí, no se deje llevar por la desesperación, todo se arreglará, tengo amigos influyentes…», más o menos.
– He tenido mucho cuidado de que ella no me viera -dije-. Ha sido fácil, la pobre no levantaba la vista del suelo.
Diez minutos después salieron juntos del bar y pararon un taxi. Se fueron de prisa y lo último que vi de ella fue su mano abierta aplastada contra el cristal de la ventanilla, como si la estuvieran besando a la fuerza o estrangulando.
Juanito Marés repiqueteó los dedos sobre el volante del coche y miró afuera. El viento había cesado pero en el cielo sombrío las nubes corrían veloces apelotonándose y la tarde se encendía como una luz roja arcillosa, como si fuera a llover barro.
– ¿Qué dirección tomó el taxi?
– Para arriba -dije-. Plaza Lesseps.
– Está bien -Marés buscó la cara de David en el retrovisor- Ahora tú, David. Cuenta.
David carraspeó antes de decidirse a hablar. Su informe empezaba con una afirmación sorprendente:
– El hombre que yo he seguido, te estaba siguiendo a ti mientras tú seguías a la señora. -Excitado e intrigado, añadió-Pasó por aquí cuando acababas de salir tras ella, y el jefe me ordenó: sigue a este hombre. Te «marcó» hasta el bar Monumental. Se paró cuando tú te paraste, te esperó cuando el encuentro con Charles Lagartón, cambió de acera cuando tú lo hiciste. Todo.
– ¡Cáspita! :
– Y mantuvo siempre la misma distancia, unos veinte metros.
– ¡Fantástico! Pero te lo estás inventando, David.
– Jaime también lo ha visto. Que diga si miento.
– Por mi madre que es verdad -dijo Jaime.
El jefe no decía nada. Lo miramos esperando su veredicto. Marés sólo dijo: «Descríbelo.»
Un hombre delgado y un poco cabezón, dijo David, de estatura mediana tirando a bajo, de unos treinta y cinco años, pelo negro planchado con raya en medio y la cara blanca como el papel, relamida, anticuada y galante y como si llevara colorete en las mejillas y usara fijapelo, como si alguna vez hubiese sido muy fino y educado y rico, o muy amado y feliz, lejos de aquí, en otra barriada y en otra época. De cerca te das cuenta que la palidez de la cara es una mascarilla de polvos de arroz, y que los labios afilados y prietos parecen labios de madera pintados. Lleva un paraguas de señora con mango de marfil y adornos de plata y pedrería, pero con una varilla rota, y abrigo negro sobre el pijama a rayas y zapatillas de felpa de estar por casa, como si hubiese salido de una función de teatro a comprar el periódico en la esquina.
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