– ¿Qué te parece esa mesita de centro? Creo que ahí estará a salvo -sugirió Richard.
Holly obedeció y puso la maceta en la mesa, casi esperando que le dijera «buena chica». Afortunadamente no fue así.
Richard adoptó su postura favorita junto a la chimenea e inspeccionó la habitación.
– Tienes la casa muy limpia --comentó. -Gracias, acabo de… limpiarla -contestó Holly. Richard asintió como si ya lo supiera.
– ¿Te sirvo un té o un café? -ofreció Holly, confiando en que Richard rehusara.
– Sí, estupendo -dijo Richard, dando una palmada-. Un té sería espléndido. Sólo leche, sin azúcar.
Holly regresó de la cocina con dos tazas de té que dejó en la mesita de centro. Esperó que el vapor que subía de las tazas no asesinara a la pobre planta. -Sólo tienes que regarla regularmente y abonarla durante los meses de primavera. -Richard seguía hablando de la planta.
Holly asintió con la cabeza, consciente de que no haría ninguna de las dos cosas.
– No sabía que se te dieran tan bien las plantas, Richard -dijo Holly, procurando relajar la tensión.
– Sólo cuando las dibujo con los niños. Al menos eso es lo que dice Meredith. -Rió como si hubiese contado un chiste.
– ¿Dedicas mucho tiempo a tu jardín? -Holly se esforzaba por mantener viva la conversación. Como la casa estaba tan silenciosa, cada silencio entre ellos se amplificaba.
– Oh sí, me encanta trabajar en el jardín. -Se le iluminaron los ojos-. Los sábados son mi día de jardín -añadió sonriendo a su taza de té.
Holly tenía la impresión de estar sentada junto a un perfecto desconocido. Se dio cuenta de que sabía muy poco acerca de Richard y de que a éste le sucedía lo mismo con ella. Pero así era como Richard había querido que fueran las cosas, siempre se había distanciado del resto de la familia, incluso cuando eran más jóvenes. Nunca les daba noticias excitantes. Ni siquiera contaba cómo le había ido la jornada. Sólo estaba lleno de hechos, hechos y más hechos. La primera vez que la familia supo de la existencia de Meredith fue el día que la llevó a cenar a casa para anunciar el compromiso. Por desgracia, a esas alturas ya fue demasiado tarde para convencerlo de que no se casara con aquella dragona de ojos verdes y pelo refulgente. Aunque, de todos modos, tampoco los habría escuchado.
– Muy bien -dijo Holly en voz tan alta que la sala casi le devolvió el eco-, ¿ocurre algo extraño o alarmante? ¿Por qué has venido?
– No, no, nada extraño. Vamos tirando, como de costumbre. -Bebió un sorbo de té y, al cabo de un rato, agregó-: Nada alarmante, ya que lo preguntas. Simplemente estaba en la zona y se me ocurrió pasar a saludar.
– Vaya, no deja de ser raro verte por esta parte de la ciudad. -Holly sonrió-. ¿Qué te trae por el mundo oscuro y peligroso de la zona norte?
– Bueno, ya sabes, asuntos de trabajo -farfulló Richard-. ¡Aunque mi coche está aparcado al otro lado del río Liffey, por descontado!
Holly sonrió forzadamente.
– Es una broma, claro -agregó Richard-. Está justo delante de la casa… Estará seguro, ¿verdad? -preguntó en serio.
– Yo diría que sí -contestó Holly, y añadió con sarcasmo-: Hoy no he visto a nadie sospechoso merodear por la calle a plena luz del día. -Richard no captó la ironía-. ¿Cómo están Emily y Timmy? Lo siento, quiero decir Timothy.
Por una vez la equivocación fue espontánea. Los ojos de Richard se iluminaron.
– Oh, están bien, Holly, muy bien. Aunque me tienen preocupado. Richard desvió la mirada y siguió inspeccionando la sala de estar.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Holly, pensando que quizá Richard se abriera a ella.
– Bueno, no se trata de nada en concreto, Holly. Los hijos son una preocupación en general. -Se ajustó la montura de las gafas en lo alto de la nariz y la miró a los ojos-. Aunque supongo que estarás contenta de no tener que preocuparte de todas estas tonterías de los hijos -dijo Richard, sonriendo.
Se produjo un grave silencio.
Holly se sentía como si le hubiesen dado una patada en el estómago. -¿Ya has encontrado trabajo? -continuó Richard.
Atónita, Holly permaneció inmóvil en el asiento. No podía creer que hu. biese tenido la osadía de decirle aquello. Se sentía ofendida y dolida, y quería que se largara de su casa. Lo cierto era que no estaba de humor para seguir mos. trándose cortés con su hermano y, desde luego, no iba a molestarse en explicas a alguien tan estrecho de miras que ni siquiera había comenzado a buscar ur, empleo, ya que todavía estaba llorando la muerte de su marido. «Tonterías›
que él no tendría que soportar durante los próximos cincuenta años.
– No -le espetó.
– ¿Y qué haces para conseguir dinero? ¿Te has apuntado al paro?
– No, Richard-dijo Holly, procurando no perder los estribos-. No me he apuntado al paro. Recibo una pensión por viudedad.
– Ah, eso está bien. Muy oportuno, ¿no?
– Oportuno no es exactamente la palabra que yo emplearía. No, sumamente deprimente se ajusta más.
La tensión crecía por momentos. De repente, Richard se dio una palmada en el muslo, dando por terminada la conversación.
– Bueno, más vale que me ponga en marcha y vuelva al trabajo -anunció. Se levantó y se estiró exageradamente, como si llevara horas sentado.
– Muy bien. -Holly se relajó-. Mejor será que te marches mientras tu coche sigue ahí fuera.
Una vez más, Richard no captó la broma. Fue a mirar por la ventana pa ra comprobar que seguía allí.
– Tienes razón. Sigue ahí, gracias a Dios. En fin, me he alegrado de verte, y gracias por el té -dijo, mirando a un punto de la pared situado por encima de la cabeza de Holly.
– De nada. Y gracias por la orquídea -dijo Holly entre dientes. Richard avanzó a grandes zancadas por el sendero del jardín y se detuvo a medio camino para echarle un vistazo. Meneó la cabeza con un ademán de desaprobación le gritó:
– ¡De verdad que tienes que hacer que alguien arregle esto un poco! Luego se marchó conduciendo su coche familiar marrón.
Holly estaba furiosa mientras observaba cómo se alejaba. Cerró dando un portazo. Aquel hombre la sacaba tanto de quicio que le entraban ganas de ggolpearlo. Simplemente no se enteraba… de nada.
– Oh, Sharon, le odio -se lamentó Holly a su amiga aquella noche por teléfono.
– No le hagas caso, Holly. No puede evitarlo, es un idiota -contestó Sharon, molesta.
– Eso es lo que más me fastidia. Todo el mundo dice que no puede evitarlo, que no es culpa suya. Es un hombre adulto, Sharon. Tiene treinta y seis años. Debería saber cuándo mantener la boca cerrada. Dice esas cosas deliberadamente -insistió Holly, irritada.
– Me resisto a creer que lo haga a propósito, Holly-dijo Sharon con voz tranquilizadora-. Creo sinceramente que fue a verte para desearte un feliz cumpleaños…
– ¡Claro! ¿Y a santo de qué? -vociferó Holly-. ¿Desde cuándo viene a mi casa a darme regalos de cumpleaños? ¡Nunca! ¡No lo había hecho ni una sola vez!
– Bueno, cumplir treinta es más importante que…
– ¡Para él no! Hasta lo dijo durante una cena hace unas semanas. Si no recuerdo mal, sus palabras exactas fueron… -Hizo una pausa y añadió imitando su voz-: «No me parecen bien estas celebraciones estúpidas bla bla bla, soy un infeliz bla bla bla.» Es un auténtico plasta.
Sharon rió ante la bufonada de su amiga.
– Vale, ¡es un monstruo maligno que merece arder en el infierno!
– Bueno, yo no iría tan lejos, Sharon… Sharon volvió a reír y luego dijo:
– Veo que no hay forma de tranquilizarte, ¿verdad?
ºHolly esbozó una sonrisa. Gerry sabría exactamente cómo se sentía, sabría exactamente qué decir y qué hacer. Le daría uno de sus famosos abrazos todos los problemas se esfumarían. Agarró una almohada de la cama y!a abrazó con fuerza. No recordaba la última vez que había abrazado a alguien, abrazado a alguien de verdad. Y lo más deprimente era que no se imaginaba abrazando de nuevo a nadie de la misma manera.
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