– Y las vacas probablemente te saludarían a su vez.
Benjamin rió a carcajadas.
– ¿Alguna vez ha pensado en marcharse? -preguntó.
– Hice algo más que pensarlo. -La sonrisa de Elizabeth se esfumó-. Yo también me fui a Nueva York, pero tengo compromisos aquí -dijo apartando la vista con rapidez.
– Su sobrino, ¿verdad?
– Sí -contestó Elizabeth en voz baja.
– Bueno, lo de vivir en un pueblo pequeño tiene una cosa buena. Todos te extrañan cuando no estás. Todos se dan cuenta.
Se miraron de hito en hito.
– Supongo que tiene razón -dijo Elizabeth-. Aunque no deja de ser irónico que, con la intención de aislarnos, ambos nos mudáramos a una gran ciudad donde estábamos rodeados por más gente y más edificios de los que habíamos visto jamás.
– Aja. -Benjamin la miraba sin pestañear. Elizabeth fue consciente de que él no veía su cara; estaba absorto en su propio mundo. Y por un momento pareció estar en efecto perdido-. En fin -espetó saliendo del trance-, ha sido un placer volver a conversar con usted, señorita Egan.
Elizabeth se sonrió por su manera de dirigirse a ella.
– Mejor será que me vaya y la deje mirando la pared un rato más. -Al llegar al umbral se detuvo y se volvió-. Ah, por cierto -a Elizabeth se le encogió el estómago-, sin la menor intención de incomodarla, le digo esto del modo más inocente posible. ¿Le apetecería que quedáramos fuera del trabajo? Resultaría agradable conversar con una persona de ideas afines para variar.
– Por supuesto.
Le gustó aquella invitación informal. Nada de expectativas.
– Seguro que conoce los mejores sitios del lugar. Seis meses atrás, estando recién llegado, cometí el error de preguntar a Joe dónde estaba el bar de sushi más cercano. Tuve que explicarle que era pescado crudo, y me indicó el modo de llegar a un lago que queda como a una hora de aquí en coche y me aconsejó que preguntara por un tipo que se llama Tom.
Elizabeth se echó a reír. El sonido de su risa, que últimamente estaba empezando a resultarle familiar, levantó un eco en la habitación.
– Es su hermano, el pescador.
– Pues eso, hasta la vista.
La habitación se quedó vacía otra vez y Elizabeth se enfrentó al mismo dilema. Pensó en lo que Benjamin había dicho a propósito de que usara su imaginación y se pusiera en el lugar de un niño. Cerró los ojos e imaginó el alboroto de niños chillando, riendo, llorando y peleando. El ruido de los juguetes al chocar, el tabaleo de los piececitos en el suelo durante las infantiles carrerillas, los golpes sordos de los cuerpos al caer, un silencio pasmado y luego sollozos. Se vio a sí misma como una niña sentada sola en una habitación, sin conocer a nadie, y de pronto se le ocurrió lo que habría deseado.
Un amigo.
Abrió los ojos y vio una tarjeta en el suelo a su lado, aunque la habitación estaba vacía y silenciosa. Alguien tenía que haber entrado subrepticiamente mientras tenía los ojos cerrados y la había dejado allí. Recogió la tarjeta, que presentaba la huella dactilar negra de un pulgar. No le hizo falta leerla para saber que era la nueva tarjeta de visita de Benjamin.
Quizás ese ejercicio de imaginación había dado resultado después de todo. Al parecer, acababa de hacer un amigo en el cuarto de jugar.
En cuanto se hubo metido la tarjeta en un bolsillo trasero, se olvidó de Benjamin y siguió contemplando las cuatro paredes.
Ni por ésas. Aún no se le ocurría nada.
Elizabeth estaba sentada a la mesa de cristal en la cocina impoluta, rodeada de resplandecientes encimeras de granito, armarios de roble pulido y brillantes losas de mármol. Acababa de darle uno de sus arrebatos de limpieza y aún no tenía las ideas en orden. Cada vez que sonaba el teléfono se precipitaba a contestar pensando que sería Saoirse, pero era Edith interesándose por Luke. Elizabeth aún no había recibido noticias de su hermana, su padre seguía aguardando en su antiguo dormitorio; llevaba casi dos semanas sentado, comiendo y durmiendo en el mismo sillón. Se negaba en redondo a hablar con Elizabeth, ni siquiera permitía que cruzara el umbral de la puerta principal, de modo que Elizabeth tuvo que contratar a una asistenta que fuera a cocinar algo a diario y a limpiar de vez en cuando. Algunos días su padre la dejaba entrar, otros no. El muchacho que trabajaba con él en la granja había asumido todas las tareas. Todo aquello le estaba costando a Elizabeth un dinero que no se podía permitir, pero no había otra cosa que pudiera hacer. No podía ayudar a los otros dos miembros de su familia si no se dejaban ayudar. Y por primera vez se preguntó si tenía algo en común con ellos después de todo.
Habían vivido juntos, las niñas se habían criado juntas, pero por separado, y todavía permanecían juntos en el mismo pueblo. Se comunicaban más bien poco entre sí, pero cuando uno de ellos se ausentaba…, bueno, importaba. Estaban atados por una cuerda vieja y desgastada que había terminado siendo objeto de tira y afloja.
Elizabeth no se veía con ánimos de contar a Luke lo que estaba pasando y, por supuesto, él sabía que ocurría algo. Ivan tenía razón, las criaturas poseían un sexto sentido para esa clase de cosas, pero Luke era tan buen niño que en cuanto percibió la tristeza de Elizabeth se retiró al cuarto de jugar. Por eso ella oía el ruido amortiguado de los bloques de construcción. Sólo conseguía hablarle para decirle que se lavara las manos, que se expresara correctamente y que dejara de arrastrar los pies. Era incapaz de tenderle los brazos abiertos, sus labios no podían formar las palabras «te quiero», pero a su manera se esforzaba por hacerle sentir seguro y querido. Ella había estado en su lugar, sabía lo que era desear que te sostuvieran, te abrazaran, te besaran en la frente y te acunaran. Que te hicieran sentir a salvo aunque sólo fuese un momento, que te hicieran saber que había alguien que te protegía, que la vida no sólo dependía de ti y que no estabas obligado a vivirla con tu fantasía.
Ivan le había proporcionado unos cuantos momentos así durante las últimas semanas. Le había dado un beso en la frente y la había acunado hasta que se durmió, de modo que cerró los ojos sin experimentar el impulso de mirar por la ventana y buscar a otra persona más allá. Pero Ivan, el encantador Ivan, estaba envuelto en un velo de misterio. Aunque ella nunca había conocido a nadie que tuviera la habilidad de hacerle reconocer su propia y auténtica personalidad, y que la ayudara a adquirir más aplomo, no dejaba de admirarla la ironía de que aquel hombre que hablaba en broma de la invisibilidad llevara de hecho una capa de invisibilidad. Ciertamente Ivan la estaba situando en el mapa y le mostraba el camino, sin embargo él mismo no tenía ni idea de hacia dónde iba, de dónde venía, quién era. Le gustaba hablar de los problemas de ella, ayudarla a curarse y a comprenderse, pero él no le había hablado ni una sola vez de sus propias dificultades. Daba la impresión de que ella sólo era un entretenimiento para él, y Elizabeth se preguntaba qué ocurriría cuando acabase la diversión y alboreara la comprensión.
Algo le decía que el tiempo que pasaban juntos era valioso, como si necesitara atesorar cada minuto porque acaso fuera el último con él. Ivan era demasiado bueno para ser verdad, en su compañía vivía la magia de cada momento, tanto así que concluyó que aquello no podía durar para siempre. Ninguna de sus buenas épocas había durado; ninguna de las personas que habían iluminado su vida había logrado permanecer a su lado. Basándose en su suerte hasta la fecha, por puro miedo a perder algo tan especial, se limitaba a aguardar el día en que Ivan se marcharía. Fuera quien fuese él, la estaba curando, le estaba enseñando a sonreír, a reír, y ella se preguntaba qué podía enseñarle a él. Lo que más temía era que algún día Ivan, aquel hombre cariñoso de ojos tiernos, se daría cuenta de que ella no tenía nada que ofrecer, y que él tampoco podía darle nada porque Elizabeth había acabado por dejarle sin recursos.
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