Cecelia Ahern - Si pudieras verme ahora

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En la vida de Elizabeth Egan todo tiene su sitio, desde las tazas para café exprés en su reluciente cocina hasta los muestrario y los botes de pintura de su negocio de diseño de interior. El orden y la precisión le dan una sensación de control sobre la vida y mantienen el corazón de Elizabeth apartado del dolor que sufrió en el pasado. ejercer de madre de su sobrino de seis años al tiempo que saca adelante su empresa es un empleo a jornada completa, que deja poco margen al error y la diversión. Hasta que un día alguien muy singular aparece inesperadamente en sus vidas. El misterioso Ivan es despreocupado, espontáneo y amante de la aventura, todo lo contrario que Elizabeth. Reconoce a su verdadero amor antes de que ella le vea siquiera, y le enseña que la vida sólo merece la pena ser vivida cuando se nos presenta con todo su color y una pizca de desorden. Pero ¿quién es Ivan en realidad? Pícara y por momento profundamente conmovedora, esta novela nos permite recuperar toda la ternura y la emotividad características de la autora de Posdata: Te amo, novela que será llevada al cine con Hillary Swank como protagonista.

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Me aclaré la garganta, comprobé mi aspecto y entré en el despacho de Opal. En Aisatnaf no había puertas porque nadie podía abrirlas, pero había otra razón: las puertas actuaban como barreras; eran cosas gruesas y poco gratas que podías utilizar para encerrar a la gente dentro o fuera y nosotros no estábamos de acuerdo con eso.

Optamos por oficinas de planta abierta en aras de una atmósfera más abierta y agradable. Aunque eso era lo que siempre nos enseñaron, últimamente encontraba que la puerta principal fucsia de Elizabeth, con su buzón sonriente, era la puerta más simpática que había visto en la vida, y eso dio al traste con aquella teoría en concreto. Elizabeth hacía que me cuestionara toda suerte de cosas.

Sin siquiera levantar la vista, Opal me llamó.

– Adelante, Ivan.

Estaba sentada a su escritorio vestida de morado como de costumbre y llevaba los rizos de rastafari recogidos en lo alto y sembrados de purpurina, de modo que con cada movimiento su cabeza resplandecía. En cada una de las paredes había fotos enmarcadas de cientos de niños, todos sonriendo felices. Las fotos cubrían incluso los estantes, la mesa de centro, el aparador, la repisa de la chimenea y el alféizar de la ventana. Allí donde mirara había filas y más filas de retratos de personas con quienes Opal había trabajado y compartido amistad en el pasado. Su escritorio era la única superficie despejada y encima sólo había una foto en su marco. El marco llevaba años puesto allí de cara a Opal, de modo que en realidad nadie tuviera ocasión de ver quién o qué salía en la foto. Sabíamos que si se lo preguntábamos nos lo diría, pero nadie había cometido nunca la grosería de preguntar. Porque lo que no necesitábamos saber, no necesitábamos preguntarlo. Hay gente que no capta el meollo de esa cuestión. Puedes mantener un sinfín de conversaciones con la gente, conversaciones profundas, sin ponerte en un terreno demasiado personal. Existe un límite, ¿sabes? Una especie de campo invisible que rodea a las personas y que por instinto sabes que no debes traspasar, y yo jamás lo he cruzado con Opal; ni con nadie más, si a eso vamos. Hay personas que no alcanzan a ver ni eso.

Elizabeth habría aborrecido aquella habitación, pensé echando un vistazo en derredor. La habría vaciado en un instante, dispuesta a quitar polvo y sacar brillo hasta que todo relumbrara con los destellos clínicos de un hospital. Hasta en la cafetería había tenido que disponer la sal, la pimienta y el azucarero formando un triángulo equilátero en el centro de la mesa. Siempre movía las cosas un par de centímetros a la izquierda o a la derecha, adelante y atrás hasta que dejaban de fastidiarla permitiéndole concentrarse de nuevo. Lo más gracioso era que a veces terminaba volviendo a poner las cosas exactamente tal como estaban antes de empezar y entonces tenía que convencerse de que le agradaban de ese modo. Eso decía mucho acerca de Elizabeth.

Pero ¿por qué me puse a pensar en Elizabeth justo entonces? La verdad es que no paraba de hacerlo. En situaciones que no guardaban ninguna relación con ella, me ponía a pensar en ella y ella terminaba siendo parte del guión. De repente me preguntaba qué pensaría, cómo se sentiría, qué haría o diría si estuviera conmigo. Todo era consecuencia de entregar un trozo de tu corazón; acababan por coger todo un pedazo de tu mente y por quedárselo.

En fin; me di cuenta de que, desde que había entrado, me mantenía de pie delante del escritorio sin decir esta boca es mía.

– ¿Cómo has sabido que era yo? -dije por fin.

Opal levantó la vista y esgrimió una de aquellas sonrisas que hacían que pareciera saberlo todo.

– Te estaba esperando.

Sus labios eran como dos grandes almohadones y los llevaba pintados de color púrpura a juego con el vestido. Pensé en lo que había sentido al besar los labios de Elizabeth.

– Pero si no había pedido cita -protesté. Sabía que, aunque a mí no me faltaba intuición, Opal me daba cien mil vueltas. Volvió a sonreír.

– ¿En qué puedo servirte?

– Pensaba que lo sabrías sin necesidad de preguntármelo -bromeé sentándome en la silla giratoria. Y al recordar la silla giratoria del despacho de Elizabeth, la evoqué a ella, evoqué lo que sentía al abrazarla, reír con ella y oír su entrecortada respiración mientras dormía anoche.

– ¿Recuerdas el vestido que llevaba Caléndula en la reunión de la semana pasada? -pregunté.

– Sí.

– ¿Sabes dónde lo consiguió?

– ¿Por qué, tú también quieres uno? -preguntó Opal con ojos chispeantes.

– Sí -contesté retorciéndome los dedos-. O sea, no -agregué enseguida. Suspiré-. Quiero decir que sí, en realidad. Me gustaría saber dónde puedo conseguir ropa nueva.

¡Ea!, ya lo había soltado.

– Departamento de vestuario, dos pisos más abajo -indicó Opal.

– No sabía que hubiera un departamento de vestuario -dije sorprendido.

– Siempre ha estado ahí-dijo Opal entrecerrando los ojos-. ¿Puedo preguntar para qué lo necesitas?

– No lo sé. -Me encogí de hombros-. Es sólo que Elizabeth, ¿sabes?, es, em, es diferente de todos mis demás amigos. Se fija en esas cosas, ¿sabes?

Opal cabeceó lentamente.

Sentí que debía explicarme mejor. El silencio me hacía sentir violento.

– Verás, Elizabeth hoy me ha dicho que cree que si llevo siempre la misma ropa es porque se trata de un uniforme, o bien porque soy antihigiénico o porque carezco de imaginación. -Suspiré, meditándolo-. Pero si algo no me falta es imaginación.

Opal sonrió.

– Y me consta que no soy antihigiénico -proseguí-. Por eso me puse a pensar en lo del uniforme -me miré de arriba abajo-, y tal vez tenga razón, ¿sabes?

Opal frunció los labios.

– Una de las peculiaridades de Elizabeth es que ella también va de uniforme. Viste de negro, siempre los mismos trajes recatados, su maquillaje no la favorece, lleva el pelo siempre recogido, todo es muy convencional. Trabaja sin parar y se toma su trabajo muy en serio. -Levanté la mirada hacia Opal, pasmado al caer en la cuenta de algo-: ¡Es exactamente como yo, Opal!

Opal permaneció callada.

– Y todo este tiempo he estado llamándola adirruba.

Opal soltó una risita.

– Quería enseñarle a pasarlo bien, a vestirse de otro modo, a maquillarse con gracia, a que cambiara su vida para estar en condiciones de hallar felicidad, pero ¿cómo voy a hacerlo si soy exactamente como ella?

Opal asintió levemente con la cabeza.

– Te comprendo, Ivan. Tú también estás aprendiendo mucho de Elizabeth, eso es evidente. Ella te ayuda a sacar algo de tu interior mientras tú le enseñas toda una nueva forma de vida.

– El domingo estuvimos cazando Jinny Joes -dije en voz baja, corroborando así la teoría de Opal.

Ella abrió un armarito a sus espaldas y sonrió.

– Ya lo sé.

– ¡Vaya, qué bien, ya llegaron! -exclamé con alegría al ver los Jinny Joes que flotaban dentro de un tarro en el armarito.

– También llegó uno de los tuyos, Ivan -anunció Opal con seriedad.

Me puse colorado. Cambié de tema.

– Anoche consiguió dormir seis horas seguidas sin interrupción. Es la primera vez que lo hace.

La expresión de Opal no se dulcificó.

– ¿Te lo ha contado ella, Ivan?

– No, la vi… -Me interrumpí, sin saber qué decir-. Oye, Opal, me quedé a pasar la noche, sólo la sostuve entre mis brazos hasta que se quedó dormida, no ocurrió nada especial. Ella me lo pidió. -Procuré sonar convincente-. Y pensándolo bien, lo hago cada dos por tres con otros amigos. Les leo cuentos, les hago compañía hasta que se duermen y a veces hasta duermo en el suelo junto a sus camas. Lo de Elizabeth no es diferente.

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