Becca se ruborizó y se batió en retirada; no quería verse envuelta en aquella conversación.
– Menudo respaldo -rezongó Poppy.
– ¿Y quién se quedará con el dinero? -preguntó Elizabeth.
– El cerdo. Está recaudando fondos para una pocilga nueva. Tararea una canción y apoya a un cerdo -dijo acercando la hucha a la cara de Elizabeth.
Elizabeth se aguantó la risa.
– Fuera.
Momentos después, una vez que todas reanudaron sus tareas, Becca entró resueltamente al despacho, puso el cerdo encima de la mesa y abriendo mucho los ojos exclamó:
– ¡Paga!
– ¿Estaba tarareando otra vez?-preguntó Elizabeth, sorprendida.
– Sí -contestó Becca entre dientes, crispada, antes de darse la vuelta.
Entrada la mañana Becca hizo pasar a una visita al despacho de Elizabeth.
– Hola, señora Collins -saludó Elizabeth con cortesía al tiempo que la aprensión le encogía el estómago. La señora Collins regentaba la pensión en la que se alojaba Saoirse desde hacía unas semanas-. Siéntese, por favor.
Indicó la silla que tenía delante.
– Gracias. -La señora Collins tomó asiento-. Y llámeme Margaret.
Echó un vistazo a la habitación como un niño asustado a quien hubieran llamado al despacho del director del colegio. Mantenía las manos entrelazadas en el regazo como si temiera tocar algún objeto. Llevaba la blusa abotonada hasta el mentón.
– He venido a hablarle de Saoirse. Siento no haber tenido ocasión de comunicarle ninguna de las notas y mensajes telefónicos que usted le mandó durante estos últimos días -dijo Margaret con evidente embarazo, toqueteando el dobladillo de su blusa-. Lleva tres días sin pasarse por la pensión.
– Vaya -dijo Elizabeth incómoda-. Gracias por informarme, Margaret, pero no hay de qué preocuparse. Seguro que no tardará en llamarme.
Estaba harta de ser la última en enterarse de todo, de ser informada sobre las actividades de su familia por perfectos desconocidos. A pesar de la atención que había prestado a Ivan, Elizabeth había procurado tener a Saoirse vigilada en la medida de lo posible. Faltaban pocas semanas para la vista, pero Elizabeth no había conseguido dar con ella en ninguna parte, siendo «ninguna parte» el pub, la casa de su padre y la pensión.
– Bueno, en realidad no se trata de eso. Es sólo que, bueno, en esta época tenemos mucho trabajo. Hay un montón de turistas que pasan por aquí buscando alojamiento y necesitamos la habitación de Saoirse.
– Ya. -Se apoyó contra el respaldo como movida por un resorte, sintiéndose estúpida. ¡Claro!-. Eso es perfectamente comprensible -dijo Elizabeth con torpeza-. Pasaré después del trabajo a recoger sus cosas, si le parece.
– No será necesario. -Margaret sonrió con dulzura y de repente gritó-: ¡Chicos!
Acto seguido entraron los dos hijos adolescentes de Margaret, cada uno con una maleta.
– Me he tomado la libertad de reunir todas sus pertenencias -prosiguió Margaret con su falsa sonrisa estampada en el rostro-. Ahora sólo me falta cobrar tres días de alojamiento y el asunto estará zanjado.
Elizabeth se quedó helada.
– Margaret, sin duda comprenderá que las deudas de Saoirse no son de mi incumbencia. Que sea su hermana no significa que deba saldarlas yo. No tardará en regresar, estoy convencida.
– Ya lo sé, Elizabeth. -Margaret volvió a sonreír revelando una pequeña mancha de pintalabios de color rosa en un diente delantero-. Pero habida cuenta de que la mía es hoy por hoy la única pensión que aceptaría a Saoirse como huésped, estoy segura de que usted…
– ¿Cuánto? -le espetó Elizabeth.
– Quince por noche -dijo Margaret con dulzura.
Elizabeth rebuscó en su billetero. Suspiró.
– Mire, Margaret, ahora no dispongo de efec…
– Un cheque me va bien -repuso alegremente.
Tras entregar el cheque a Margaret, por primera vez en los últimos días Elizabeth dejó de pensar en Ivan y comenzó a preocuparse por Saoirse. Igual que en los viejos tiempos.
A las diez de la noche, en el centro de Nueva York, Elizabeth y Mark miraban a través de los inmensos ventanales negros del bar del piso ciento catorce que Elizabeth acababa de diseñar. Aquella noche se inauguraba el Club Zoo, un piso entero dedicado a los estampados de animales, los sofás de piel y los cojines con un poco de verde y bambú colocados en sitios estratégicos. La decoración era un compendio de todo lo que más detestaba Elizabeth en un diseño, pero le habían hecho un encargo muy concreto y se había ceñido a las instrucciones. El éxito era formidable, todo el mundo disfrutaba de la velada, y la actuación en vivo de unos percusionistas tocando ritmos selváticos y el constante rumor de animadas conversaciones redondeaban el ambiente festivo. Elizabeth y Mark entrechocaron sus copas de champán y contemplaron el mar de rascacielos, las luces que punteaban los edificios al azar y la marea de taxis amarillos circulando a sus pies.
– Por otro de tus éxitos -brindó Mark y bebió un sorbo de la copa llena de burbujas.
Elizabeth sonrió, henchida de orgullo.
– Ahora sí que estamos lejos de casa, ¿verdad? -reflexionó con la vista perdida en el panorama y viendo el reflejo de la fiesta que tenía lugar detrás de ella. Distinguió al propietario, Henry Hakala, que se abría paso entre la concurrencia.
– Elizabeth, por fin te encuentro. -Extendió los brazos a modo de bienvenida-. ¿Qué hace la estrella de la noche en este rincón, alejada de todo el mundo? -preguntó.
Elizabeth hizo las presentaciones de rigor.
– Henry, te presento a Mark Leeson, mi novio; Mark, él es Henry Hakala, propietario del Club Zoo.
– Entonces usted es la persona que ha estado reteniendo a mi novia hasta las tantas cada noche -bromeó Mark estrechando la mano de Henry.
Henry se rió.
– Me ha salvado la vida. ¿Tres semanas para hacer todo esto? -Con un ademán abarcó la vibrante decoración de la sala con estampados de cebra en las paredes, pieles de oso cubriendo los sofás, alfombras de falso leopardo a través del suelo entarimado, plantas enormes en maceteros cromados y bambúes delimitando la zona de la barra-. Era un plazo de entrega muy ajustado pero sabía que Elizabeth lo conseguiría. Lo que no me imaginaba es que lo hiciera tan bien. -Parecía agradecido-. En fin, los discursos están a punto de empezar. Sólo quiero decir unas palabras, mencionar los nombres de unos cuantos inversores -murmuró entre dientes-, y dar las gracias a todo el fantástico equipo que ha trabajado tan duro. Así que no te marches, Elizabeth, porque te voy a poner en el punto de mira de todos los presentes dentro de un momento.
– Oh -Elizabeth se puso colorada-, por favor, no.
– Créeme, te lloverán las ofertas a cientos después de que lo haga -dijo antes de dirigirse hacia el micrófono decorado con una especie de parra.
– Disculpe, señora Egan. -Un miembro del personal se aproximó a ella-. Tiene una llamada en el mostrador de la entrada.
Elizabeth frunció el ceño.
– ¿Yo? ¿Una llamada? ¿Está seguro?
– Usted es la señora Egan, ¿verdad?
Elizabeth asintió confundida. ¿Quién la estaría llamando allí?
– Es una muchacha, dice que es su hermana -explicó el empleado en voz baja.
– Oh. -El pulso se le aceleró mucho-. ¿Saoirse? -preguntó pasmada.
– Sí, eso es -dijo el muchacho mostrándose aliviado-. No estaba seguro de recordarlo bien.
En ese instante sintió que la música sonaba más alto, el ritmo de los tambores le martilleaba la cabeza, los estampados de pieles se juntaban y se hacían borrosos. Saoirse no la llamaba nunca; tenía que estar ocurriendo algo grave.
– Déjalo correr, Elizabeth -instó Mark en un tono bastante convincente-. Diga a la mujer del teléfono que la señora Egan está ocupada en este momento -dijo Mark al barman-. Ésta es tu noche, disfrútala -añadió en voz baja a Elizabeth.
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