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En la televisión apareció un pequeño grupo de chinos: unos doscientos mil. Encima de una alfombra roja, las cámaras enfocaron al presidente de China; chino también. De los allí reunidos, muy pocos tuvieron la suerte de ver al presidente, porque era un presidente mínimo; pero los que le pudieron ver eran, ante todo, chinos. Sin embargo, parecía que entre la multitud había un relojero croata nacido en Liechtenstein. O eso fue, al menos, lo que dijo el presidente en su discurso. La gente no entendió lo del relojero, pero pensó que sería una parábola, o que, quizá, el presidente no había dicho nada de eso; de hecho, el habla del presidente tenía un toque retorcidamente dialectal para el 73% de los chinos.
El presidente iba a visitar un templo budista. Era una visita oficial pero, en la siguiente escena, dentro del templo, parecía un creyente de verdad el presidente. Marcos, cómo no, se angustió.
Y siempre que en la televisión hablan sobre China, se suele mencionar el Nepal, o al revés. Y siempre que se menciona el Nepal aparecen imágenes de los ochomiles. Imágenes de archivo. Y Lucas agradeció las imágenes, pero también se empezó a marear un poco, y a desasosegarse, porque no recordaba ningún nombre. De ningún ochomil.
Y siempre que en la televisión dan noticias del mundo, suelen hacer un esfuerzo para hablar de África. Y Etiopía igual, o Sierra Leona si no. Y en Sierra Leona los escolares que mutilaban los soldados. Y entre los escolares una niña, y «yo les pedí a los soldados que sólo me cortasen la mano izquierda, que la otra, la derecha, la necesitaba para escribir, que me gusta mucho escribir, y los soldados me cortaron las dos, por hablar demasiado, porque dicen los soldados que no es bueno hablar tanto».
Marcos pensó que la palabra mutilare es puro latín y que tiene unas vocales largas y otras cortas.
María. Ficciones
Hace siete días ya que llegué aquí. Hace siete días que me dije voy a salir de la estación. Y no me he arrepentido. Bueno, ahora sí estoy empezando a arrepentirme un poco. Ésta es una ciudad grande, y lo que son grandes son sobre todo las calles, y los palacios también. También tiene un río, bastante ancho. Y puentes, claro. Eso es lo primero que vi. Un puente de hierro. Vi el puente antes de ver el río. Es de hierro, pero tiene el suelo de madera y se ve el río por los agujeros del suelo de madera. Aparte de eso es un puente normal.
No había nadie en el puente cuando llegué, el primer día. Puede que por el frío. O por la niebla. La cosa es que no había nadie en el puente y que yo me puse en la mitad del puente. O por lo menos calculé que era la mitad. Después miré hacia una parte del río y hacia la otra. Hacia una parte y hacia la otra. Desde el puente se veía el río, y una isla encima del río, y más puentes. Y fue allí donde me volvió a pasar lo de la impresión, lo de los zepelines y todo lo demás, lo que me tenía que pasar en los trenes. Lo que estaba buscando que me pasara en los trenes me pasó allí, en un puente. Entonces me quedé tranquila, y contenta, porque no tenía que seguir buscando, porque los trenes se mueven pero los puentes no. Porque a partir de entonces podría ir al puente siempre que quisiera, a disfrutar y a estar en la mitad del puente. Más o menos.
Estuve casi hora y media allí, y empezó a pasar gente, mirándome con gestos, pero yo estaba a gusto allí, hasta que empecé a temblar. Luego vine a este hostal.
Volví al día siguiente y sentí algo parecido. No tanto como en la víspera. No. Además, no estuve ni media hora, porque la lluvia era fría y con gotas gordas.
Pero volví por la tarde al puente, y también por la noche. Y la cosa es que no sentí nada ya. Tampoco al tercer día, ni al cuarto. Hace siete días que salí de la estación, y he ido veintitrés veces al puente. Y ya nada.
Ahora estoy empezando a arrepentirme. Creo que quiero ir a casa, porque me acuerdo de mi madre y me acuerdo del cuarto de baño y de los cuadernos y de los gatos. Pero de sobra sé, y eso es lo más curioso, que cuando llegue a casa me acordaré de todos los trenes que he cogido y, sobre todo, del puente con el suelo de madera con agujeros y de hierro negro.
5 de abril
Marcos
Ya sé por qué no me gusta el jazz. He hecho un esfuerzo muy grande para que me guste el jazz. Imposible. De hecho, es bien elegante decir «Yo escucho, sobre todo, jazz». Hay que decir sobre todo y hay que decir escuchar, no otro verbo. Acto seguido, para ilustrar ese efusivo comentario, conviene nombrar tres o cuatro músicos de Nueva Orleans, o de Filadelfia como mínimo, tres muertos y uno vivo (siempre en esa proporción).
Por eso he hecho yo un gran esfuerzo para que me guste el jazz. Me he pasado días enteros escuchando jazz. Pero ahora sé por qué no me gusta: por la trompeta. La trompeta es un ser bastante antipático.
Mucho más cariñosos que las trompetas son, quién va a empezar a negarlo ahora, los violines y los banjos. Pero, claro, no tiene ni gota de categoría decir «Yo escucho, sobre todo, música celta». Y mucho menos si, acto seguido, se nombran tres o cuatro cantantes antiestéticos, todos vivos además. Pero casi nadie conoce el libro que escribió Robert McKenna en 1926. Lo único que hizo Robert McKenna en su vida fue tocar el banjo (una vez cantó), y, ya de viejo, escribir un libro. Y la pena es que no escribiera diez. Cada cuatro o cinco páginas, McKenna escribía esto (siempre igual): «He visto gente escuchando música. He visto gente que no muere. Como si no fuera lo mismo».
Lucas se está haciendo pequeño. Está muy mal. Tiene los ojos absorbidos. Está tranquilo así y todo. Está convencido de que ésa es su obligación: estar tranquilo, ir enfermando poco a poco y morirse. También está convencido de que tiene que recordar cosas. Cada vez recuerda más cosas. Recuerda a Rosa y recuerda cosas que no ha visto nunca.
Lucas. Ejercicios
Las polillas son mejores que los japoneses. No todas, claro. Pero algunas polillas son mejores que algunos japoneses. La gente piensa que la gente siempre es mejor que los insectos. Sólo porque son gente. Pero no suele ser. Los murciélagos, por ejemplo, son bastante mejores que las personas. Las polillas no son tan buenas como los murciélagos o como las tortugas, pero sí mejores que algunos japoneses.
La gente ha tratado mal a las polillas. No hay más que coger la enciclopedia. Tres líneas para decir qué es una polilla y cuatro líneas para explicar los daños que hace la polilla a las personas. Otras tres líneas más para contar las maneras más espectaculares de matar una polilla. Nueve líneas en total. Que estropea las ropas, que se come los libros. Mentira. Las polillas no comen ropa. Son las larvas de las polillas las que se comen los jerséis y las que se comen las fajas. Quiero decir que puede que de jóvenes hagan las polillas alguna barrabasada, pero que luego se arrepienten, y que a una polilla adulta (a una polilla que puede ser ya incluso padre de familia) ni se le ocurriría comerse, por ejemplo, el sujetador de una chica joven. Ni de una chica vieja.
Pero no todos los animales son buenos. El cuco, por ejemplo, es bastante malo. Yo he hecho relojes de cuco. Porque le vi cosas buenas al cuco. Y seguramente tengan cosas buenas y cosas malas los cucos. Por eso pienso que algunos japoneses son como los cucos. Eso lo he podido comprobar hace poco. La cosa es que había una expedición japonesa en el campamento base. De un ochomil. Y que empezaron a subir y que bastante arriba encontraron otra expedición, polaca o suiza, y que uno de los de esa expedición estaba medio muerto, y que los compañeros no le podían bajar, y que les pidieron ayuda a los japoneses, y los japoneses que no, que no iban a bajar a nadie, que ellos habían ido a subir, no a bajar, y que no iban a perder el tiempo.
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