Unai Elorriaga - Un tranvía en SP

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Lucas, el anciano viajero que sueña con alcanzar las cumbres más altas del Himalaya a pesar de la fragilidad de su mente. Marcos, un músico que busca su lugar en el mundo y encuentra el amor de Roma. Y María, la hermana de Lucas, escritora anónima en busca del instante feliz que da sentido a la vida.
Esta novela es también el lugar de encuentro entre la juventud y la vejez, un espacio lleno de humor, ternura, sabiduría y asombro, una manera de contar, directa y cristalina, el nacimiento del amor, el avance de la enfermedad, la práctica de la convivencia y el valor de la buena compañía. Y además, una exploración sutil y directa de las ilusiones y los deseos, no sólo de los personajes, sino los del propio lector también.
Lo que la crítica ha dicho de Un tranvía en SP:
«Continuamente se escucha la música alegre y pícara, un ritmo excitante, audaz, que te hace sentir un temblor de satisfacción.»
José Luis Padrón, Pérgola
«Una historia maravillosa. En cada párrafo hay mucho que disfrutar, que paladear, que leer una y otra vez.»
Lutxos Egia, Deia
«El libro de Elorriaga no tiene antídoto. Conviene arriesgarse o renunciar a tiempo.»
Rosa Aneiros, La Voz de Galicia
«He dejado las últimas páginas para leerlas en un sitio tranquilo. Y tanta historia para que al final, en lugar del llanto me aflorara una incontenible sonrisa. Se lo tengo que agradecer a Unai Elorriaga.»
Amagoia Iban, Egunkaria
«Ha sido una sorpresa impresionante. Una gozada. El libro es un estallido continuo, una serie de pequeñas explosiones: una enorme cantidad de imágenes e ideas. Hay que subrayar la poesía que emana de muchos de sus párrafos, el amor que se vislumbra alrededor de los personajes… Unai Elorriaga dará que hablar.»
Alberto Barandiaran, Nabarra

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Lucas pasó semanas sin darse cuenta de que su hermana estaba enferma.

*

«Tengo un regalo», le dijo Roma a Marcos por teléfono, pero que no se lo podía dar hasta el día siguiente, «ya te lo daré mañana», que ahora se tenía que marchar al hospital. Marcos tuvo el regalo en mente toda la tarde, porque el día siguiente era 29 de septiembre o 2 de abril; porque no era una fecha de las aprendidas.

Y soñó con el regalo: encima de un puente, y Roma le daba un paquete envuelto en papel rojo, y Marcos intentaba abrirlo, pero el sueño iba cambiando de lugar, y estaba en un ochomil (¿Annapurna?), y no podía mover los dedos como él hubiese querido, por el frío, pero poco a poco estaba consiguiendo quitar el envoltorio, hasta que se dio cuenta de que estaba soñando y de que no merecía la pena abrir el regalo, porque total.

Marcos se seguía acordando del regalo mientras desayunaba. También Roma tenía algo en el estómago. Quedaron pronto. Era un paquete de tamaño amable, envuelto en rayas; no era el regalo del sueño, claro. Eso sí, lo abrió mucho más rápido que en el sueño. Después vio el regalo.

*

Lucas fue el primero en llegar. Últimamente era siempre el primero. Llegarán más tarde, pensaba, porque llevan ya tiempo muertos. De hecho, sabía bien poco sobre las costumbres de los muertos. La plaza miraba a la mar.

Se sentó en el pretil de piedra. Los del pueblo se sentaban en el pretil de piedra, no en los bancos de madera. Pero a Lucas le parecía tonto ahora: era marzo y la piedra no estaba caliente todavía. Se cambió a un banco de madera, aunque era segura la bronca de los amigos. Pero el genio de los muertos siempre es más llevadero. Se les derrite el genio a las personas que mueren.

Había un grupo de chavales al lado de Lucas. Casi no miraban a la mar. Hablaban de escarabajos y de canas y de fraudes informáticos y de si para verano iban a salir todas las hojas que faltaban en los árboles de la plaza y de que tenían que comprar más cuerda para escalar. Estaban en el pretil de piedra, eso sí.

Lucas estaba atento a lo que decían cuando llegó Matías. Apoyó la bicicleta en un árbol y se rió exageradamente, pero no dijo nada hasta que se sentó en el banco.

– ¿Te llegaron mis cartas?

– Claro -Lucas.

– ¿Y?

– Se las regalé a Marcos.

– Bien hecho.

Matías estaba joven; Matías estaba demasiado joven para estar muerto. Todos los muertos que recordaba Lucas eran viejos. Y pálidos. Menos Rosa. También Rosa era una muerta joven. Eso decía siempre Lucas. Que era una muerta joven y que todavía tenía tanta fuerza como para coger un tranvía en marcha.

Juan y Joaquín llegaron juntos, viejos y pálidos. Eran muertos de verdad, por lo tanto, ortodoxos, como Dios manda. Juan dijo algo sobre los bancos o sobre los pretiles de piedra, pero nadie le entendió. Joaquín venía más contento que nunca:

– Viene galerna.

– Qué galerna -protestó Juan-, la galerna fue ayer.

Eso es lo que dijo Juan, o eso es lo que creyeron los demás que dijo. Juan hablaba muy raro desde que se había muerto. Un poco antes de morir también, cuando enfermó. Algo le hizo la enfermedad en la boca, y seguía sin poder hablar bien después de haber muerto.

– Ayer hizo buen tiempo -le corrigió Matías.

Todos aceptaron entonces que en la víspera no había habido viento. Y en ese momento de calma llegó Tomás. Tomás pronunciaba las erres al revés y había sido capitán de la marina mercante. Sólo tenía media oreja.

– Matías, tenemos que hablar de la Repú blica -Tomás.

– Sí, señor.

Y hablaron de la República y de chicas y del vino y de los diputados de antes y de la galerna de la víspera y de la novia que tenía Tomás en Guinea y de los bailes y de los tangos y de Strauss.

Y estuvieron cerca de una hora haciendo planes para el futuro.

*

Hacía calor-oficina en la oficina. En la oficina de Marcos. Entraban allí familias enteras de moscas, con maletas en las manos. Las maletas las llevaban, en realidad, el padre y la madre; las pequeñas llevaban pelotas de plástico y bolsas de cerezas.

Cerca del oído de Marcos pasó un moscón de desproporcionada melena. Por octava vez. A pesar de que tenía un zumbido bastante estándar, Marcos dobló el cuerpo hacia delante, porque estaba seguro de que, tarde o temprano, el moscón acabaría chocando contra sus ojos o contra sus labios. Y eso sí que no. Estuvo varios segundos agachado. Estuvo agachado hasta que se dio cuenta de que estaba presionando con la nariz la letra ñ del ordenador.

Cuando las moscas se marchaban o, simplemente, se morían -debajo de un cable o en un cenicero-, Marcos se quedaba mirando a sus compañeros. Parecía que estaban cómodos; eran cocodrilos los compañeros de Marcos. Tenían la misma actitud que tiene todo cocodrilo que se sienta delante de un ordenador. Y parecía que iban a seguir así cincuenta y ocho horas, o sesenta horas, o las que hiciera falta, porque quién iba a sacar la empresa a flote si no. Pero no. Primero se levantaba Álvaro. Siete segundos después Andrés. Casi al mismo tiempo Elvira. Miguel después. Pilar. Ruth. Alberto… Treinta y nueve segundos más tarde no había nadie que no estuviera en el cuartucho al lado de la oficina. Marcos se quedaba solo.

Este repentino abandono de las obligaciones laborales parecía espontáneo, incluso improvisado. Pero no. Era la hora del café. Y no había más remedio que tomar café. A todos los cocodrilos les gusta el café. Les tiene que gustar el café. Y si hay alguno al que no le gusta el café, dice que le sienta mal al estómago y que prefiere tomar manzanilla. Que tampoco le gusta mucho, pero que es la única manera de estar con los demás.

Marcos seguía pensando que la hora del café no era una simple hora del café, sino una especie de tentempié erótico. Era la primera fase del proceso de reproducción de los cocodrilos. Pronto se casarían entre ellos y pronto empezarían a tener crías, de piel dura y ojos marrones. No había otra forma de explicar aquella afición de los cocodrilos.

Marcos pasaba las horas del café mirando los extintores de la pared. Sin levantarse de la silla.

Cuando el día empieza

a dejar de ser día

Lucas estaba comiendo un trozo de turrón delante de la televisión. En la pantalla se veían imágenes, pero la voz estaba quitada. Marcos entró en la sala y se sentó al lado de Lucas sin quitarse los zapatos. Lucas le ofreció turrón.

En la televisión apareció una manada de científicos (porque lo que está claro es que los científicos se miden en manadas). Estaban en un yacimiento arqueológico. La cámara enfocaba un pequeño hueso que tenía un científico en la mano. En la siguiente escena apareció una mesa alargada; encima de la mesa, en fila, un montón de cráneos; al lado de los cráneos un científico de más edad. El científico tenía buena planta y movía los labios de forma muy acompasada y virtuosa, pero era grande el esfuerzo que tenían que hacer Lucas y Marcos para entender algo, teniendo en cuenta que la televisión seguía sin voz.

También había pinturas en el yacimiento. Eso era lo que estaba intentando demostrar la cámara. Eran, sobre todo, dibujos de caballos. Pero había un poco de todo. Fue entonces cuando Lucas le prestó más atención que nunca a la televisión: miraba, sobre todo, a los caballos. Y también un poco a todo lo demás. Tiró la manta que tenía sobre las piernas y corrió a su habitación (como si Lucas pudiera correr). Volvió de la misma, con un cuaderno y con un lápiz. Empezó a imitar las pinturas del yacimiento en el cuaderno -los caballos sobre todo, pero también algún otro-, y dibujó caballos peculiares, y parecía que era contemporáneo de los pintores del yacimiento y que iba a cumplir veinte mil años el 9 de abril y no noventa y tres.

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