José Saramago - Todos los nombres

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“Todos los nombres” es la historia de amor más intensa de la literatura portuguesa de todos los tiempos.” Eduardo Loureno
“Todos los nombres” es el relato de aventuras de un José “sin nombre”, aunque el suyo sea el único que figure en la historia.
En su aparente humildad, en su auténtica soledad, en su falta de bienes materiales y afectivos y, sobre todo, en su inalienable dignidad humana, este don José es pariente próximo de otros personajes literarios: Bouvard y Pécuchet, los copistas enciclopédicos de Flaubert; el obstinado Bartleby de Melville; el metafísico Bernardo Soares de Pessoa…
“Don José comienza cultivando la afición inocente de coleccionar noticias sobre personas famosas.
Pero, para otorgarles fiabilidad, decide completarlas con los documentos del Registro Civil donde trabaja. Ello lo obliga a cometer infracciones al reglamento y a protagonizar aventuras de las que nunca se había creído capaz”.
“Saramago opta por la subversión individual contra la opresión de las autoridades catalogadoras, por el desorden de la vida contra el desorden de la muerte. Y todo con un estilo que parece haber alcanzado, en la cima de la simplicidad, la cima de la sutileza.
“Todos los nombres” es uno de esos pocos libros que todavía merecen ser definidos como un clásico.”
José Saramago (1922) es uno de los novelistas portugueses modernos más conocidos y apreciados en el mundo entero. En España, la publicación en 1985 de “El año de la muerte de Ricardo Reis” es el inicio de un éxito que ha ido creciendo con cada novela. Otros títulos importantes son: “Manuel de pintura y caligrafía” (1977), “Alzado del suelo” (1980), “Memorial del convento” (1982), “La bolsa de piedra” (1986), “Historia del cerco de Lisboa” (1989), “El evangelio según Jesucristo” (1991), “Ensayo sobre la ceguera (1996) y “Cuadernos de Lanzarote” (1997).
Vive actualmente en Lanzarote, desde donde participa activamente en la vida cultural española.

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El diálogo fue difícil, con trampas y puertas falsas surgiendo a cada paso, el más pequeño desliz podría haberlo arrastrado a una confesión completa, si no fuese porque su espíritu estaba atento a los múltiples sentidos de las palabras que cautelosamente iba pronunciando, sobre todo aquellas que parecen tener un único sentido, con ellas es necesario tener mucho cuidado. Al contrario de lo que se cree, sentido y significado nunca han sido lo mismo, el significado se queda aquí, es directo, literal, explícito, cerrado en sí mismo, unívoco, podríamos decir, mientras que el sentido no es capaz de permanecer quieto, hierve de segundos sentidos, terceros y cuartos, de direcciones radicales que se van dividiendo y subdividiendo en ramas y ramajes hasta que se pierden de vista, el sentido de cada palabra se parece a una estrella cuando se pone a proyectar mareas vivas por el espacio, vientos cósmicos, perturbaciones magnéticas, aflicciones.

En fin, don José salió de la cama, calzó los pies con unas zapatillas, se puso la bata que le servía también de manta supletoria en las noches frías.

A pesar de que el hambre apretaba, abrió la puerta para mirar la Conservaduría. Percibía dentro de sí un desgarro extraño, una impresión de ausencia, como si hubiesen transcurrido muchos días desde la última vez que estuviera allí. Sin embargo, nada había mudado, veía el largo mostrador donde se atendía a los requirentes e impetrantes, debajo, los cajones que guardaban las fichas de los vivos, después las ocho mesas de los escribientes, las cuatro de los oficiales, las dos de los subdirectores, la gran mesa del jefe con la luz encendida suspendida en lo alto, las enormes estanterías subiendo hasta el techo, la oscuridad petrificada del lado de los muertos. A pesar de que no había nadie en la Conservaduría General, don José cerró la puerta con llave, no había nadie en la Conservaduría General, pero él cerró la puerta con llave. Gracias a las vendas nuevas que el enfermero le aplicó en las rodillas, podía andar mejor, no sentía tirantez en las heridas. Se sentó a la mesa, deshizo el paquete, había dos cazos sobrepuestos, el de encima con sopa, el de abajo con patatas y carne, todavía todo templado. Tomó la sopa con avidez, después, sin prisa, acabó la carne y las patatas. Lo que me salva es que el jefe sea como es, murmuró, recordando las palabras del enfermero, si no fuese por él, estaría ahora muriendo de hambre y de abandono, igual que un perro perdido. Sí, es lo que me salva, repitió como si necesitase convencerse de lo que acababa de decir. Ya reconfortado, tras pasar por el cubículo que servía de cuarto de baño, se metió en la cama.

Estaba listo para rendirse al sueño cuando se acordó del cuaderno de apuntes en que había narrado los primeros pasos de su búsqueda. Escribo mañana, dijo, pero esta nueva urgencia era casi tan apremiante como la de comer, por eso fue a buscar el cuaderno.

Luego, sentado en la cama, con la bata puesta, la chaqueta del pijama abotonada hasta el cuello, al abrigo de las mantas, continuó el relato a partir del punto donde se había quedado.

El jefe dijo, Si no está enfermo, cómo explica entonces el mal trabajo que está haciendo en los últimos días, No sé, señor, tal vez sea porque estoy durmiendo mal. Con la ayuda de la fiebre, continuó escribiendo hasta bien entrada la madrugada.

No tres días, sino una semana, fue lo que necesitó don José para que le remitiera la fiebre y se le mitigara la tos. El enfermero acudió todos los días para ponerle la inyección y traerle comida, el médico un día sí, otro no, mas esta asiduidad extraordinaria, nos referimos a la del médico, no deberá inducirnos a juicios apresurados sobre una supuesta eficacia habitual de los servicios oficiales de salud y asistencia domiciliaria, ya que era consecuencia, simplemente, de la clarísima orden del jefe de la Conservaduría General, Doctor, tráteme a ese hombre como si me estuviera tratando a mí, es importante. El médico no atinaba con las razones del obvio trato de favor que le estaba siendo recomendado y mucho menos con la falta de objetividad de la opinión valorativa expresada, conocía de alguna visita profesional la casa del conservador, su manera confortable y civilizada de vivir, un mundo interior sin ninguna semejanza con el tugurio tosco de este don José permanentemente mal afeitado, y que parecía no tener sábanas para mudar. Sí, sábanas tenía don José, no era pobre hasta tal punto, pero, por motivos que sólo él conocía, rechazó secamente la propuesta del enfermero cuando éste se ofreció para mullir el colchón y sustituir las sábanas, que olían a sudor y a fiebre, En menos de cinco minutos le dejo la cama fresca, Estoy bien así, no se moleste, No es molestia, forma parte de mi trabajo, Ya le he dicho que estoy bien así. Don José no podía descubrir ante los ojos de nadie que escondía entre el colchón y el somier las fichas escolares de una mujer desconocida y un cuaderno de apuntes con el relato de su asalto al colegio donde ella había estudiado en el tiempo de niña y moza. Guardarlos en otro sitio, entre las carpetas de los recortes de gente famosa, por ejemplo, resolvería de inmediato la dificultad, pero la impresión de estar defendiendo un secreto con su propio cuerpo era demasiado fuerte, incluso exultante, para que don José se dispusiera a renunciar a ella. Para no tener que discutir otra vez el asunto con el enfermero, o con el médico, que, aunque sin hacer ningún comentario, ya había lanzado una mirada reprensora a las arrugadas sábanas y fruncido ostensiblemente la nariz ante el olor que desprendían, don José se levantó una de esas noches y, sacando fuerza de flaqueza, cambió él mismo las sábanas. Y para que ni el médico ni el enfermero pudiesen encontrar el menor pretexto para insistir en el asunto y, quién sabe, dar parte al conservador del incorregible desaliño del escribiente, entró en el cuarto de baño, se afeitó, se lavó lo mejor que pudo, después sacó de un cajón un pijama viejo, pero limpio, y volvió a meterse en la cama. Tan satisfecho y repuesto se sentía que, como quien juega consigo mismo, decidió describir en el cuaderno de notas, explícitamente, todos los pormenores, los higiénicos arreglos y cuidados por los que acababa de pasar. Era la salud que ya quería volver, como el médico no tardó en enunciar al conservador, El hombre está curado, con dos días más podrá volver al trabajo sin peligro de recaída. El conservador sólo dijo, Muy bien, pero con aire distraído, como si estuviese pensando en otra cosa.

Curado estaba don José, pero había perdido mucho peso, no obstante el pan y el condumio que el enfermero le traía regularmente, es cierto que sólo una vez al día, aunque en cantidad más que suficiente para la manutención de un cuerpo adulto no sujeto a esfuerzos. Hay que tener en consideración, sin embargo, el efecto consuntivo de la fiebre y de los sudores sobre los tejidos adiposos, en particular cuando no abundaban antes, como era el caso.

No estaban bien vistas en la Conservaduría General del Registro Civil las observaciones de carácter personal, principalmente las que tuviesen que ver con el estado de salud, por eso la delgadez y el aspecto lastimoso de don José no fueron objeto de comentario alguno por parte de los colegas y superiores, comentario oral, se quiere decir, ya que las miradas de todos ellos fueron bastante elocuentes en la común expresión de una especie de conmiseración desdeñosa, que otras personas, desconocedoras de las costumbres del lugar, habrían interpretado erróneamente como una discreta y silenciosa reserva. Para que se notase cómo le preocupaba haber estado ausente del servicio durante tantos días, don José fue el primero en colocarse por la mañana ante la puerta de la Conservaduría, esperando la llegada del subdirector más reciente en el cargo, que era quien estaba encargado de abrirla, como encargado estaba de dejarla cerrada al final de la tarde. La llave original, obra de arte de un antiguo cincelador barroco y símbolo material de autoridad, de la que la llave del subdirector era apenas una copia austera y subalterna, se encontraba en posesión del conservador, que aparentemente nunca la usaba, sea por causa del peso y de la complejidad de los adornos, que la tornaban incómoda de trasportar, sea porque, según un protocolo jerárquico no escrito y en vigor desde tiempos remotos, era obligatorio que él fuese el último en entrar en el edificio. Uno de los muchos misterios de la vida de la Conservaduría General, que realmente valdría la pena averiguar si el caso de don José y de la desconocida mujer no hubiese absorbido en exclusiva nuestras atenciones, es cómo se las arreglaban los funcionarios para, a pesar de los embotellamientos del tráfico que atormentan la ciudad, llegar al trabajo siempre por el mismo orden, primero los escribientes, sin distinción de antigüedad, después el subdirector que abre la puerta, a continuación los oficiales, manteniendo la precedencia, luego el subdirector más antiguo, y finalmente el conservador, que llega cuando tiene que llegar y no da satisfacciones a nadie. De todos modos, queda registrado el hecho.

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