Jack Kerouac - En el camino

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"On the Road", la novela que el célebre escritor norteamericano Jack Kerouac (1922-1969) publicó en 1957, narra cuatro viajes que él mismo realizó entre 1947 y 1949. El enorme éxito que la obra tuvo entre los desarropados miembros de su generación contribuyó enormemente a popularizar la Ruta 66, a pesar de no tratarla sino de pasada.
El amor a los viajes, mejor cuanto más locos e imprevisibles, que su autor compartía con gran parte de sus contemporáneos, queda perfectamente definido en las narraciones que contiene. De esta forma resulta lógico el hecho de que no se conceda una especial atención al camino seguido en los viajes, ya que lo realmente importante es la forma en que suceden y las experiencias que aportan al viajero.
Toda una generación, llamada Beat Generation, tuvo en el libro su Biblia y en el viaje su camino. La Ruta 66 jugó un papel importante en este planteamiento, llenándose de "hipsters", como eran conocidos los jóvenes de la época, haciendo autostop o conduciendo enloquecidamente en coches destartalados.
Algunos años después, esta generación que llamaron "Beat" (perdida) y muchos de sus miembros, evolucionaría hasta lo que ahora conocemos como Epoca Hippie.
Sin embargo, esa pasión por viajar que reflejó "On The Road" queda mejor expresada en el primero de los viajes, que condujo a Kerouac desde Nueva York hasta San Francisco, y de allí a Los Angeles, siguiendo la Ruta 6 llamada Ruta del Noroeste, en verano de 1947.
Después de haber estado varios meses planeando su descubrimiento del Oeste, Kerouac decidió hacer gran parte del viaje en autostop para "charlar con el país además de verlo".
En Chicago extrajo una primera conclusión de su viaje, al darse cuenta de que la ciudad era en esencia igual que cualquier otra que ya conociera: comprendió que estaba buscando algo, "lo que fuera", del mismo modo que otros muchos miembros de su generación.
Al despertar en un sucio hotel de Iowa se descubrió diferente, nuevo, y tomó conciencia de la misión de su futura obra literaria: descubrir quién era aquel nuevo Jack Kerouac, buscador de América y de su propia identidad.
Todo el viaje supuso para Kerouac un aprendizaje continuo, un observarlo todo y extasiarse ante pequeños detalles, donde encontraba el verdadero significado de las cosas y de las personas. El aspecto de un vaquero, la risa de un hombre en un bar, las historias de los vagabundos con los que compartía en autostop la caja de algún camión.
Estudiando la naturaleza de su país, de las diferencias y los parecidos que unían a sus pobladores, avanzó, casi siempre solo y combinando el autostop con trayectos en autobús, por Nebraska y Wyoming hasta Denver, donde pasó diez días con varios de sus amigos.
Continuó en autobús hasta San Francisco donde trabajó como guarda de seguridad una temporada y luego continuó viaje hacia Los Angeles, primero en autostop y luego en autobús. Pasó dos semanas con una joven mexicana a la que conoció en la estación, y con la que incluso planeó regresar por la ruta 66. Pero al final regresó solo.
Después de pasar por Hollywood, Jack preparó diez bocadillos de salami en un aparcamiento y tomó un autobús que seguía la Ruta 66. A lo largo de todo el sudoeste, continuó su contemplación de la vida americana y los cambios de su continente. Llegó a Pensilvania con veinticinco centavos y continuó en autostop de regreso a Nueva York.

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Luego fuimos a una tienda de bebidas del cruce donde Hingham hizo efectivo un cheque de cinco dólares y me entregó el dinero. Hubo una breve despedída.

– Fue una visita muy agradable -dijo Hingham mirando hacia otro lado. Más allá de unos árboles, entre la arena, había un parador con un gran letrero de neón rojo encendido. Hingham siempre iba allí a tomarse una cerveza cuando se cansaba de escribir. Se sentía muy solo y quería volver a Nueva York. Era triste ver cómo su elevada figura se perdía en la oscuridad mientras nos alejábamos, lo mismo que había pasado con las otras figuras de Nueva York y Nueva Orleans: se las veía inseguras bajo los inmensos cielos y todo lo que les rodeaba sumergido en la negrura. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Para qué hacerlo…? dormir. Pero nuestro grupo de locos se lanzaba hacia delante.

9

Nada más dejar Tucson vimos a otro autostopista en la oscura carretera. Era un okie de Bakersfield, California, que nos contó su vida.

– ¡La hostia! Me marché de Bakersfield en un coche que me recogió en la agencia de viajes y olvidé la guitarra en el portaequipajes de otro y no los he vuelto a ver: ni a ellos ni a mi guitarra, ni a mi ropa de vaquero. Soy músico, iba a Arizona para tocar con los Sagebrush Boys de Johnny Mackaw. Bueno, pues ahora aquí estoy. En Arizona, sí, pero sin una lata y sin la puta guitarra. Llevadme hasta Bakersfield y conseguiré dinero de mi hermano. ¿Cuánto queréis? -necesitábamos gasolina para llegar desde Bakersfield a Frisco, unos tres dólares. Ahora íbamos cinco personas en el coche-. Buenas noches, señora -dijo el okie llevándose la mano al sombrero al dirigirse a Marylou, y nos pusimos en marcha de nuevo.

Durante la noche vimos allá abajo las luces de Palm Springs desde una carretera de montaña. Al amanecer, siempre entre montañas cubiertas de nieve, avanzamos hacia el pueblo de Mojave que era la entrada hacia el gran paso de Techachapi. El okie se despertó y contó cosas divertidas; el simpático Alfred sonreía. Nos dijo que conocía a un tipo que perdonó a su mujer que le hubiera disparado y que consiguió que saliera de la cárcel, sólo para que le pegara otro tiro. Pasábamos por la cárcel de la mujer cuando nos contó eso. Arriba, delante de nosotros, veíamos el paso de Techachapi. Dean cogió el volante y nos llevó hasta la cima del mundo. Pasamos junto a una escondida fábrica de cemento del desfiladero. Después empezamos a bajar. Dean paró el motor, metió el embrague, tomó fácilmente dificilísimas curvas, adelantó coches e hizo todo lo que señalan los libros sin usar el acelerador. Yo me agarraba con fuerza al asiento. A veces la carretera subía un trecho; Dean seguía pasando coches silencioso, gracias al impulso. Conocía todos los trucos y ritmos de un paso de montaña de primera categoría. Cuando llegaba una curva en forma de U hacia la izquierda que rodeaba un muro de roca y bordeaba un abismo sin fondo, se inclinaba hacia la derecha; y cuando la curva era hacia la derecha, ahora con un precipicio a la izquierda, se inclinaba hacia la derecha, obligándonos a Marylou y a mí a hacer otro tanto mientras él se agarraba con fuerza al volante. De este modo bajamos casi volando hasta el valle de San Joaquín que se extendía unos mil quinientos metros más abajo. Era virtualmente la parte más baja de California, verde y maravillosa desde nuestra plataforma aérea. Hicimos cincuenta kilómetros sin gastar ni una gota de gasolina.

De pronto, todos estábamos excitados. Dean quería contarnos todo lo que sabía de Bakersfield en cuanto llegamos a las afueras de la ciudad. Nos enseñó las pensiones donde había dormido, los hoteles ferroviarios, los billares, los restaurantes baratos, los recodos a los que había saltado desde la locomotora a coger uvas, los restaurantes chinos donde había comido, los bancos del parque en los que había conocido a chicas, y otros lugares donde no había hecho más que sentarse a esperar. La California de Dean… salvaje, sudorosa, importante, el país donde se unen como los pájaros los solitarios, los excéntricos, los exiliados, el país donde en cierto modo todo el mundo tiene aspecto de guapo artista de cine decadente y hundido.

– ¡Tío!, he pasado muchísimas horas sentado en esa misma silla delante de aquel drugstore. -Lo recordaba todo: cada partida de cartas, cada mujer, cada noche triste. Y de repente pasamos por el sitio del ferrocarril donde Terry y yo nos habíamos sentado bajo la luna, bebiendo vino, junto a los agujeros de los vagabundos, en octubre de 1947, y traté de contárselo. Pero estaba demasiado excitado-. Aquí es donde Dunkel y yo pasamos toda la noche bebiendo cerveza y tratando de tirarnos a una camarera guapísima de Watsonville… No, Tracy, sí, Tracy… se llamaba Esmeralda… ¡oh tío! una cosa así…

Entretanto Marylou planeaba lo que iba a hacer cuando llegara a San Francisco. Alfred dijo que su tía le daría un montón de dinero en Tulare. El okie nos dirigió hacia las afueras de la ciudad en busca de su hermano.

A mediodía llegamos ante una casita cubierta de rosas y el okie entró y habló con unas mujeres. Esperamos un cuarto de hora.

– Empiezo a pensar que ese tipo no tiene más dinero que yo -dijo Dean-. Nos va a dejar aquí tirados. Seguro que nadie de su familia le dará dinero después de su loca fuga. -El okie salió cabizbajo y nos llevó hacia el centro.

– ¡Hostias! Tengo que encontrar a mi hermano.

Hizo indagaciones. Probablemente se sentía nuestro prisionero. Por fin fuimos a una gran panadería, y el okie salió con su hermano, que llevaba un mono y aparentemente trabajaba allí. Habló con él unos momentos. Nosotros esperábamos en el coche. El okie contaba a todos sus parientes sus aventuras y la pérdida de la guitarra. Pero consiguió dinero y nos lo dio. Estábamos en condiciones de llegar a Frisco.

Le dimos las gracias y nos abrimos.

La siguiente parada era en Tulare. Rodamos valle arriba. Yo iba tumbado en el asiento trasero, exhausto, totalmente desentendido de todo, y por la tarde, mientras dormitaba, el embarrado Hudson pasó zumbando junto a las tiendas de las afueras de Sabinal donde había vivido y amado y trabajado en el espectral pasado. Dean se inclinaba sobre el volante, devorando la distancia. Dormía profundamente cuando me desperté en Tulare oyendo cosas inquietantes.

– ¡Sal, despiértate de una vez, coño! Alfred ha encontrado la tienda de comestibles de su tía, pero ¿sabes qué ha pasado? Que su tía le pegó un tiro a su marido y está en la cárcel. La tienda está cerrada. No hemos conseguido ni un centavo. ¡Date cuenta de eso! ¡Las cosas que pasan! El okie nos contó una historia muy parecida. Conflictos por todas partes, complicaciones, problemas… ¡Maldita sea! -Alfred se mordía las uñas. Dejábamos la carretera de Oregón en Madera y allí nos despedímos del pequeño Alfred. Le deseamos suerte y un viaje rápido hasta Oregón. Dijo que nunca había hecho un viaje tan agradable.

Al cabo de unos minutos, o eso nos pareció, empezamos a rodar por las estribaciones que hay delante de Oakland y en seguida llegamos a la cima y vimos extendida delante de nosotros a la fabulosa y blanca ciudad de San Francisco sobre las once colinas míticas y con el azul Pacífico y la barrera de niebla avanzando, y humo y doradas tonalidades del atardecer.

– ¡Estupendo! ¡Lo conseguimos! ¡Tenemos la gasolina justa! ¡Venga el agua! ¡Se acabó la tierra! Ahora, Marylou, guapa, tú y Sal vais en seguida a un hotel y esperáis a que me ponga en contacto con vosotros mañana por la mañana en cuanto haya arreglado definitivamente las cosas con Camille y llame al francés para mi trabajo en el ferrocarril y tú y Sal compráis un periódico para ver los anuncios.

Se dirigió hacia el puente de la bahía de Oakland y en seguida estábamos en él. Los edificios de oficinas del centro de la ciudad empezaban a encender las luces; eso te hacía pensar en Sam Spade. Cuando bajamos del coche en la calle O'Farrel, respiramos y estiramos las piernas; era como pisar tierra firme después de un largo viaje por mar; el suelo se movía bajo nuestros pies; se olía a los chop sueys del barrio chino de Frisco. Sacamos todas nuestras cosas del coche y las amontonamos en la acera.

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