– ¡Venga, tío! Podemos pegarle a alguien un palo en la cabeza y cogerle dinero.
– ¡Tú eres mi hombre! -respondió Dean. Se alejaron rápidamente. Durante un momento me quedé preocupado; pero Dean sólo quería ver las calles de El Paso con el chico y divertirse un poco.
Marylou y yo esperamos en el coche. Ella me rodeó con sus brazos.
– ¡Coño! ¡Espera hasta que lleguemos a Frisco! -le dije.
– No me importa. De todos modos Dean me va a dejar.
– ¿Cuándo vas a volver a Denver?
– No lo sé. Me da lo mismo no ir. Podría volver al Este contigo.
– Tendremos que conseguir algo de dinero en Frisco.
– Conozco un restaurante donde podrías encontrar trabajo de cajero, y yo de camarera. También sé de un hotel donde nos fiarían. Seguiremos juntos. ¡Vaya! Me estoy poniendo triste.
– ¿Por qué estás triste, Lou?
– Por todo. ¡Joder! Me gustarla que Dean no estuviera tan loco -Dean venía hacia nosotros haciendo guiños y riéndose. Se metió en el coche.
– Vaya tipo más loco. Pero conozco a miles de tipos así, todos iguales, sus cabezas funcionan igual, ¡oh! las infinitas ramificaciones, no hay tiempo, no hay tiempo… -y puso el coche en marcha, se inclinó sobre el volante, y dejamos atrás El Paso-. Tenemos que recoger autostopistas. Estoy seguro de que encontraremos a alguien. ¡Allá vamos! ¡Adelante! -gritó a los de otro coche-. ¡Paso! -añadió y les adelantó y evitó a un camión y salimos de las afueras de la ciudad.
Al otro lado del río se veían las brillantes luces de Juárez y las tristes tierras áridas y las brillantes estrellas de Chihuahua. Marylou osbervaba a Dean disimuladamente como lo había observado durante todo aquel ir venir a través del país (con aire triste y hosco, como si pensara en cortarle la cabeza y esconderla en su bolso). Había en ella un amor rencoroso y triste hacia Dean, hacia este Dean tan asombrosamente él mismo, un amor siniestro y alocado, expresado con una sonrisa tierna y cruel que me dio miedo, un amor que ella sabía que jamás daría fruto porque cuando miraba aquel rostro huesudo de mandíbulas firmes, con su satisfacción varonil y tan enfrascado en lo suyo, comprendía que estaba demasiado loco. Dean estaba convencido de que Marylou era una puta; me confió que pensaba que era una mentirosa patológica. Pero cuando ella miraba también expresaba amor; y cuando Dean lo notaba siempre se volvía hacia ella con una sonrisa de falso enamorado, pestañeando y enseñando sus blancos dientes, cuando sólo un momento antes sólo pensaba en la eternidad. Entonces Marylou y yo nos reímos, y Dean no mostró ningún signo de desconfianza, sólo nos replicó con una despreocupada y alegre sonrisa que nos decía: «En cualquier caso lo estamos pasando bien, ¿verdad?» Y así eran las cosas.
Después de El Paso vimos una confusa y pequeña figura en la oscuridad con el dedo extendido. Era un autostopista en potencia. Nos detuvimos y luego dimos marcha atrás hasta llegar a su lado.
– ¿Cuánto dinero tienes, muchacho?
El chico no tenía dinero; era pálido, extraño, con una mano subdesarrollada, paralítica. Tendría unos diecisiete años y no llevaba ningún tipo de equipaje.
– ¿No es una monada! -dijo Dean volviéndose hacia mí con expresión seria-. Entra, amigo, te llevaremos.
El chico aprovechó la ocasión. Dijo que tenía una tía en Tulare, California, que era dueña de una tienda y que en cuanto llegásemos nos conseguiría dinero. Dean se retorcía de risa, era igual que aquel otro chico de Carolina del Norte.
– ¡Sí! ¡Sí! -gritaba-. Todos tenemos tías; bien, adelante. Vamos en busca de las tías y los tíos y de las tiendas de comestibles, los buscaremos por todo el camino.
Teníamos un nuevo pasajero. Era un muchacho agradable. No decía nada, simplemente nos escuchaba. Tras un minuto de oír hablar a Dean probablemente quedó convencido de que había subido a un coche de locos. Dijo que hacía autostop de Alabama a Oregón, donde estaba su casa. Le preguntamos qué había estado haciendo en Alabama.
– Fui a visitar a un tío mío; me había dicho que me daría trabajo en un aserradero. La colocación fracasó y vuelvo a casa.
– A casa -dijo Dean- Sí señor, a casa. Te llevaremos a casa, por lo menos hasta Frisco. -Pero no teníamos dinero. Entonces se me ocurrió que podría pedir prestados cinco dólares a mi viejo amigo Hal Hingham, de Tucson, Arizona. Inmediatamente Dean dijo que estaba todo solucionado y que iríamos a Tucson. Cosa que hicimos.
Pasamos de noche por Las Cruces, Nuevo México, y llegamos a Arizona al amanecer. Me desperté de un profundo sueño para encontrármelos a todos dormidos como corderitos y el coche aparcado Dios sabe dónde: no se veía nada a través de las empañadas ventanillas. Salí del coche. Estábamos en la montaña: era una maravillosa salida de sol, frescos aires púrpura, laderas rojizas, pastos esmeralda en los valles, rocío y cambiantes nubes doradas; en el suelo agujeros de topos, cactos, acacias. Era hora de que condujera. Empujé a Dean y al chico a un lado e inicié el descenso con el motor parado para ahorrar gasolina. De este modo entré en Benson, Arizona. Recordé entonces que tenía un reloj de bolsillo que Rocco me había regalado por mi cumpleaños, un reloj de cuatro dólares. En la estación de servicio pregunté al encargado si en Benson había alguna casa de empeños. Me señaló la puerta de al lado de la estación. Llamé, alguien saltó de la cama, y un minuto después me habían dado un dólar por el reloj. Lo gasté en gasolina. Ahora ya teníamos bastante combustible para llegar a Tucson. Pero en esto apareció un policía en moto que llevaba una enorme pistola, y justo cuando me ponía en marcha, me dijo que quería ver mi permiso de conducir.
– Mi amigo, que está ahí detrás, lo tiene -dije. Dean y Marylou dormían pegados bajo la manta. El policía dijo a Dean que saliera. De pronto sacó la pistola y gritó:
– ¡Manos arriba!
– Pero agente -oí que decía Dean con tono untuoso y ridículo-. ¡Por Dios, agente! Si sólo me estaba abrochando la bragueta.
Hasta el pestañí sonrió. Dean salió manchado de barro, desastrado, con el vientre asomando bajo la camiseta, lanzando maldiciones, buscando su permiso de conducir por todas partes, y también los papeles del coche. El de la bofia registró el portaequipajes. Todo estaba en regla.
– Era sólo una comprobación de rutina -dijo con amable sonrisa-. Pueden seguir. Benson no está nada mal, pueden pararse allí a desayunar.
– Sí, sí, sí -dijo Dean, sin prestarle ninguna atención y nos alejamos. Suspiramos aliviados. La policía siempre sospecha de los grupos de jóvenes que andan en coches nuevos sin un centavo en el bolsillo y empeñando relojes- Siempre tienen que meterse en todo -añadió Dean-, pero era un policía mucho mejor que aquella rata de Virginia. Quieren hacer detenciones que merezcan grandes titulares; creen que todos los coches que pasan vienen de Chicago con una banda de gánsters dentro. No tienen otra cosa que hacer. -Seguimos rumbo a Tucson.
Tucson está situado en una zona fluvial cubierta de acacias y dominada por la nevada Sierra Catalina. La ciudad era de construcciones sólidas; la gente estaba de paso, era bronca, ambiciosa, atareada, alegre; lavaderos, remolques; calles muy animadas con banderolas; todo muy californiano. Fort Lowell Road, donde Hingham vivía, sigue el solitario camino del río bordeado de árboles junto al llano desierto. Vimos al propio Hingham meditando en el patio de su casa. Era escritor; había venido a Arizona a trabajar en su libro en paz. Era alto, desgarbado, un tímido satírico que farfullaba sin mirarte y que continuamente contaba cosas divertidas. Su mujer y su hijo vivían con él en la casita de adobe construida por su suegro, que era indio. Su madre vivía en su propia casa al otro lado del patio. Era una americana muy nerviosa enamorada de la alfarería, los abalorios y los libros. Hingham sabía de Dean por cartas que le había escrito desde Nueva York. Llegamos como una plaga, todos muertos de hambre, incluso Alfred, el muchachito inválido. Hingham llevaba un jersey viejo y fumaba una pipa en el acre aire del desierto. Su madre salió y nos invitó a entrar en la cocina para que comiésemos algo. Preparó tallarines en una enorme cazuela.
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