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J. Coetzee: El maestro de Petersburgo

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J. Coetzee El maestro de Petersburgo

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Este es otro de los libros traducidos al castellano del escritor sudafricano. En 1869 un novelista ruso exiliado vuelve a St. Petersburgo para recoger los efectos personales de su hijastro muerto. El novelista se ve envuelto en un mundo de sospechas revolución y peligro cuando descubre que la policía zarista ha descubierto entre sus enseres ciertos papeles incriminatorios. En este libro de alto contenido psicológico, Coetzee recrea la mente de Feodor Dostoievski (autor de "Crimen y castigo" y "Los hermanos Karamazov"). El gran novelista está obsesionado con descubrir si la muerte de su hijastro fue un asesinato o un suicidio, encontrándose sumergido en la subcultura violenta revolucionaria de la Rusia de 1869. Lo que Coetzee nos muestra es un retrato psicológico entremezclado con la trama típica de un Thriller.

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Son más de las cuatro. A pesar del viento cortante, se encamina al este, siguiendo la orilla del río. Todos los puentes están cortados; los gendarmes de uniforme azul cielo y casco con plumas montan guardia con las bayonetas caladas. En la orilla opuesta resplandecen las hogueras a la luz del crepúsculo.

Sigue el curso del río hasta llegar a ver de lejos los primeros almacenes saqueados y humeantes. Ha empezado a nevar; los copos de nieve se quedan en nada al contacto con las maderas calcinadas.

No cuenta con que Anna Sergeyevna vuelva a su lado. Pero lo hace, y con tan pocas explicaciones como antes. Como Matryona se encuentra en la habitación contigua, su furor al hacer el amor le sorprende por su intrepidez.

Sus jadeos y sus gritos solamente los sofoca a medias; no son ni han sido nunca sonidos de placer animal, según empieza a comprender, sino el medio que emplea para entrar en un trance erótico.

Al principio, su intensidad pasa por encima de él como un ciclón. Hay un largo trecho durante el cual pierde de nuevo el sentido y no sabe quién es él, quién es ella. Alrededor de ambos se cierra una incandescente esfera de placer; dentro de la esfera flotan como gemelos, girando lentamente.

Nunca ha conocido a una mujer que se entregue tan sin reservas a lo erótico. No obstante, cuando Anna alcanza el frenesí, él comienza a alejarse. Hay en ella algo que parece ir cambiando. Las sensaciones que en su primera noche juntos tenían lugar en las profundidades de su cuerpo ahora parecen emigrar hacia la superficie. De hecho, se está poniendo «eléctrica», como tantas otras mujeres que él ha conocido.

Ella ha insistido en dejar encendida la vela en la mesilla. A medida que se acerca al clímax, sus ojos oscuros lo miran a la cara con más y más atención, incluso cuando le tiemblan los párpados y comienza a estremecerse.

En un momento determinado musita una palabra que él solo entiende a medias.

– ¿Qué? -le pregunta. Pero ella se limita a sacudir la cabeza de un lado a otro, con los dientes bien apretados.

A medias, sí, aunque sabe no obstante qué es: demonio. Es una palabra que él mismo emplea, aunque no puede creer que sea en el mismo sentido que le da ella. El demonio: ese instante en que se inicia el clímax y el alma se retuerce al salir del cuerpo para comenzar su espiral descendente hacia el olvido. Cuando agita la cabeza de lado a lado, con las mandíbulas bien prietas, no es difícil verla también a ella como si la poseyera el demonio.

Por segunda vez, e incluso con mayor ferocidad, se arroja a copular con él. Pero el pozo se ha secado, y bien pronto los dos lo saben.

– ¡No puedo! -jadea ella al quedarse inmóvil. Con las manos levantadas y abiertas, yace como si se hubiera rendido. ¡No puedo seguir!

Comienzan a rodarle las lágrimas por las mejillas.

La vela arde intensamente. Él estrecha su cuerpo desmadejado. Las lágrimas le siguen brotando sin que haga nada por impedirlo.

– ¿Qué sucede?

– No tengo fuerzas para seguir. He hecho todo lo posible, estoy agotada. Por favor, ahora déjanos en paz.

– ¿Que os deje en paz?

– Sí, a nosotras, a las dos. Nos estamos ahogando bajo tu peso. No podemos respirar.

– Haberlo dicho antes. Yo había entendido las cosas muy de otro modo.

– No te echo la culpa. He intentado encargarme yo de todo, pero ya no puedo más. Me he pasado el día entero de pie, no dormí anoche, estoy agotada.

– ¿Piensas que te he utilizado?

– Sí, bueno, no de esa manera, pero sí me utilizas como medio para llegar a mi hija.

– ¡A Matryona! ¡Qué estupidez! No lo dirás en serio, ¿verdad?

– Muy en serio. Es verdad, y cualquiera se dará cuenta. Me utilizas como medio para llegar a ella, y no lo puedo soportar. -Se sienta en la cama, cruza los brazos sobre los pechos desnudos y se balancea con tristeza de adelante hacia atrás. Estás poseído por algo que no alcanzo a comprender. Parece como que estás aquí, pero en realidad no lo estás. Yo estaba muy dispuesta a ayudarte, porque… Los hombros se le estremecen sin que pueda remediarlo. Pero ya no puedo más.

– ¿Por Pavel?

– Sí, por Pavel, por lo que tú dijiste. Estaba dispuesta a intentarlo al menos. Pero me cuesta demasiado, me agota. Nunca habría llegado tan lejos, de no ser porque me daba miedo que utilizaras a Matryosha de la misma forma.

Él alza la mano y le cubre los labios.

– Baja la voz. Esa es una acusación terrible. ¿Qué es lo que te ha dicho la niña? Nunca le pondría un dedo encima, lo juro.

– ¿Que lo juras? ¿Y por quién? ¿En qué, en quién crees tú como para ponerlo por testigo? De todos modos, no tiene nada que ver con que le pongas las manos encima, bien lo sabes. Y no me digas que me calle -aparta la ropa de cama y busca su bata. Tengo que estar sola; si no, me volveré loca.

Una hora más tarde, cuando está a punto de quedarse dormido, ella vuelve a su cama; viene con calor en la piel, se aferra a él, le entrelaza con las piernas.

– No tengas en cuenta lo que he dicho le dice. Algunas veces pierdo la razón y no soy la que soy, tienes que acostumbrarte a eso.

Él vuelve a despertar una vez más en plena noche. Aunque las cortinas están cerradas, el cuarto está iluminado como si hubiese luna llena. Se levanta y se asoma a la ventana. Las llamaradas se yerguen en la noche a menos de un kilómetro de distancia. Al otro lado del río, el incendio es tan enorme que podría jurar que nota el calor.

Vuelve a acostarse con Anna. Es así como los encuentra Matryona por la mañana: su madre, con el pelo revuelto, está profundamente dormida y abrazada por él, y ronca ligeramente; él acaba de abrir los ojos y ve a la niña muy seria en la puerta.

Una aparición que muy bien podría ser un sueño. Pero él sabe que no lo es. Ella lo ve todo, todo lo sabe.

20 Stavrogin

Una nube de humo cubre la ciudad. Del cielo caen cenizas; hasta la nieve misma es gris en algunos sitios.

Pasa la mañana sentado a solas en el cuarto. Ahora ya sabe por qué no ha ido a la isla de Yelagin. Es porque teme encontrarse la tierra removida, la tumba abierta de cuajo como un bostezo, el cuerpo desaparecido. Un cadáver pésimamente enterrado; enterrado ahora dentro de sí, en su pecho, que ya no llora, que rezuma locura, que le susurra que caiga.

Está enfermo, y sabe cómo se llama su enfermedad. Nechaev, la voz de los tiempos que corren, la llama ánimo vengativo, pero existe un nombre más certero, menos grandilocuente: resentimiento.

Se le ofrece una elección. Puede ponerse a gritar en medio de su vergonzosa caída, batir los brazos como alas, invocar a Dios o a su esposa para que lo salven. Puede entregarse de lleno, rechazar el cloroformo del terror o de la inconsciencia, vigilar, verlo y oírlo todo en espera del momento que tal vez llegue, tal vez no -pues no está en su mano forzarlo-, en que de ser un cuerpo que se precipita en las tinieblas pase a ser un cuerpo en cuyo interior tenga lugar una caída en las tinieblas, un cuerpo que contiene su propia caída, sus propias tinieblas.

Si hay alguien a quien le haya sido prescrito vivir a despecho de la locura de nuestro tiempo, según dijo él mismo a Anna Sergeyevna, no es otro que él. No se trata de salir impune de la caída, sino de lograr lo que no logró su hijo: luchar contra las tinieblas sibilantes, absorberlas, hacer de ellas su medio; hacer de la caída un vuelo, aunque sea un vuelo tan lento, tan anciano, tan torpe como el de una tortuga. Vivir allí donde murió Pavel. Vivir en Rusia y oír cómo murmuran las voces de Rusia en su interior. Albergarlo todo dentro de sí: Rusia, Pavel, la muerte.

Eso es lo que dijo. Ahora bien: ¿era verdad, o era mera jactancia? La respuesta no importa, al menos mientras él no se eche atrás. Tampoco importa que hable de forma figurada, haciendo de su sórdida y despreciable enfermedad el malestar emblemático de la época en que vive. La locura está en él y él está en la locura; se piensan uno a la otra; lo que se llamen uno a otro, ya sea locura, epilepsia o venganza, no tiene la menor trascendencia. No reside en una casa de huéspedes de la locura, ni es Petersburgo una ciudad de locura. El loco es él; quien admita que él es el loco también está loco. De todo lo que dice, nada es verdad, nada es falso, nada es digno de confianza, nada se puede descartar. No hay nada a qué agarrarse; no hay nada que hacer, salvo precipitarse libremente.

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