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J. Coetzee: El maestro de Petersburgo

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J. Coetzee El maestro de Petersburgo

El maestro de Petersburgo: краткое содержание, описание и аннотация

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Este es otro de los libros traducidos al castellano del escritor sudafricano. En 1869 un novelista ruso exiliado vuelve a St. Petersburgo para recoger los efectos personales de su hijastro muerto. El novelista se ve envuelto en un mundo de sospechas revolución y peligro cuando descubre que la policía zarista ha descubierto entre sus enseres ciertos papeles incriminatorios. En este libro de alto contenido psicológico, Coetzee recrea la mente de Feodor Dostoievski (autor de "Crimen y castigo" y "Los hermanos Karamazov"). El gran novelista está obsesionado con descubrir si la muerte de su hijastro fue un asesinato o un suicidio, encontrándose sumergido en la subcultura violenta revolucionaria de la Rusia de 1869. Lo que Coetzee nos muestra es un retrato psicológico entremezclado con la trama típica de un Thriller.

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¡Qué cosa tan extraña para decirla en un momento como este! No obstante, mira ahora a la hija, y vuelve a la carga.

– Su francés no era muy fiable, seguramente te habrás dado cuenta de eso. Tal vez por eso quisiera ir a Francia, para mejorar su dominio del francés.

– Solía leer muchísimo -dice la madre-. A veces, la lámpara de su cuarto se quedaba encendida toda la noche -habla con voz baja, neutra-. A nosotras no nos importaba; siempre fue muy considerado con nosotras. Le teníamos cariño a Pavel Alexandrovich, ¿verdad que sí?

Le dedica a la niña una sonrisa que a él le parece una caricia.

Fue. Ya lo ha sacado a relucir.

Frunce el ceño.

– Lo que aún no consigo entender es…

Se hace un silencio embarazoso, que él ni siquiera intenta paliar. Muy al contrario, se eriza como un lobo que guardase a su cachorro. Cuidadito, piensa: ¡corres grave peligro si pronuncias una sola palabra contra él! Yo soy su padre y su madre, yo lo soy todo para él, y más aún. Hay algo contra lo que desea enfrentarse, dar la cara, gritar si es preciso. ¿Qué es? ¿Quién es el enemigo al que desafía de ese modo?

Del fondo de su garganta, de allí donde no alcanza a sofocarlo, emana un sonido, un gemido. Se cubre la cara con las manos; las lágrimas le corren entre los dedos.

Oye que la mujer se levanta de la mesa. Espera a que la niña también se retire, pero no lo hace.

Al cabo de un rato, se seca los ojos y se suena la nariz.

– Lo siento -le susurra a la niña, que sigue sentada ahí, con la cabeza inclinada sobre el plato vacío.

Cierra la puerta del cuarto de Pavel después de entrar. ¿Lo siente? No, la verdad es que no lo siente. Lejos de sentirlo, le puede la rabia contra todo el que está vivo, rabia de que su hijo esté muerto. Siente rabia sobre todo contra esa niña, a la que por su misma mansedumbre desearía descuartizar miembro a miembro.

Se tumba en la cama, con los brazos cruzados en tensión sobre el pecho, intentando expulsar el demonio que se está apoderando de él. Sabe que ahora mismo a nada se parece tanto como a un cadáver tendido, y que lo que él llama demonio bien puede ser poco más que su alma apesadumbrada, que bate las alas. Pero estar vivo es en estos momentos una especie de náusea. Desea estar muerto. Más aún: extinguido, aniquilado.

En cuanto a la vida que haya al otro lado de la muerte, no tiene ninguna fe. Cuenta con pasar la eternidad a la orilla de un río, con ejércitos de otras almas muertas, esperando una barcaza que nunca ha de llegar. El aire será frío y húmedo, las negras aguas del río lamerán la orilla, la ropa que lleve se le pudrirá sobre los hombros y le caerá en andrajos a los pies, nunca volverá a ver a su hijo.

Con los dedos fríos y cruzados sobre el pecho, vuelve a contar los días. Es así como se siente al cabo de diez días.

La poesía podría devolverle a su hijo. Tiene cierta idea del poema que le haría falta, una idea de su música, pero él no es poeta: es más bien un perro que ha perdido el hueso, que escarba aquí y allá.

Espera a que el brillo de la luz que se cuela por debajo de la puerta se haya apagado, y luego sale sin hacer ruido del cuarto para volver a su alojamiento.

Durante la noche tiene un sueño. Primero va nadando, luego bucea. La luz es azul y mortecina. Toma impulso y se desliza con facilidad, con elegancia; parece que ya no lleva sombrero, pero su traje negro le hace sentirse como una tortuga, como una tortuga grande y vieja en su elemento natural. Encima de él hay ondas en movimiento, pero en el fondo, donde él se encuentra, el agua está quieta. Atraviesa campos de algas; los flácidos dedos de las algas le rozan las aletas, si es que de aletas se trata.

Sabe bien qué es lo que busca. Mientras nada, a veces abre la boca y emite lo que cree que debe ser un grito, una llamada. A cada grito o a cada llamada, el agua le llena la boca; cada sílaba es sustituida por una sílaba de agua. Se vuelve más lento y más pesado, hasta sentir que con el esternón roza el légamo del río.

Pavel está boca arriba. Tiene los ojos cerrados. Su cabello, mecido por la corriente, es suave como el de un niño.

De su garganta de tortuga sale un último grito, que a él más le parece un ladrido, y se precipita hacia el muchacho. Quiere besarle la cara, pero cuando lo toca con sus labios duros, no está del todo seguro: quizá le esté mordiendo.

Es entonces cuando despierta.

Según una vieja costumbre, pasa la mañana sentado ante el escueto escritorio de su cuarto. Cuando la doncella viene a limpiar, la despacha con un simple gesto. Pero no escribe ni una palabra. No es que esté paralizado; su corazón bombea la sangre a buen ritmo, tiene la cabeza despejada. En cualquier momento podría empuñar la pluma y formar las letras sobre el papel. Pero se teme que la escritura fuese la de un demente: página tras página de vilezas, obscenidades indomeñables. Piensa en la demencia como si fluyera por la arteria de su brazo derecho hasta llegarle a la yema de los dedos, a la pluma y al papel. Fluye como un arroyo, no tendría siquiera que mojar la pluma una sola vez. Lo que fluye y se posa sobre el papel no es ni sangre ni tinta, sino un ácido negro que se pone de un repugnante color verdoso si le da la luz de refilón. Sobre el papel no se seca: si alguien pasara el dedo por encima, notaría una sensación líquida y eléctrica a la vez. Una escritura que hasta los ciegos podrían leer.

Por la tarde regresa a la calle Svechnoi, al cuarto de Pavel. Cierra la puerta interior que da a la vivienda y apoya una silla contra el pestillo. Luego extiende el traje blanco sobre la cama. A la luz del día ve que los puños están bastante sucios. Olisquea los sobacos y el olor le llega con claridad: no es el de un niño, sino el de otro hombre adulto. Aspira ese olor una y otra vez. ¿Cuántas veces se podrá oler antes de que se desvanezca? Si el traje estuviera guardado en una urna de cristal, ¿se preservaría también ese olor?

Se desviste y se pone el traje blanco. Aunque la chaqueta le queda holgada y los pantalones son demasiado largos, no se siente como un payaso.

Se tiende en la cama y cruza los brazos. Es una postura teatral, pero está dispuesto a ir allí adonde le lleven sus impulsos. Al mismo tiempo, no tiene ninguna fe en el impulso.

Imagina una visión de Petersburgo, la ciudad extendida en toda su vastedad, achatada, bajo las estrellas inmisericordes. Una palabra en caracteres hebreos aparece escrita en un pergamino que ocupa el cielo entero. No sabe leer esa palabra, pero sí sabe que se trata de una condena, de una maldición.

Se ha cerrado una verja detrás de su hijo, una verja ahora asegurada con siete llaves y candados de hierro. La tarea que tiene encomendada es abrir esa puerta.

Pensamientos, sensaciones, visiones. ¿Confía en todo eso? Vienen de lo más profundo de su corazón, pero no tiene mayor razón para confiar en el corazón que en la razón misma.

Voy de retirada de un lugar a otro, piensa; cuando haya concluido la retirada, ¿qué quedará de mí?

Se imagina que volviera a la matriz, o que volviera al menos a algo que fue suave, fresco, gris. Tal vez no sea solo una matriz: tal vez se trate del alma, tal vez así sea como se presenta el alma.

Oye un susurro bajo la cama. ¿Un ratón ocupado en sus quehaceres? Le da igual. Se da la vuelta, se lleva la chaqueta blanca a la cara, aspira.

Desde que tuvo noticia de la muerte de su hijo, en él ha ido menguando algo que considera firmeza. Soy yo el que está muerto, piensa; mejor dicho, yo he muerto, pero mi muerte no terminó de llegar. La idea que tiene de su propio cuerpo es que resulta fuerte, robusto, y que no cederá de por sí. Su pecho es como un barril de recias duelas. Su corazón seguirá latiendo largo tiempo. Sin embargo, algo lo ha sacado del tiempo de los hombres. La corriente que lo lleva no deja de fluir, aún sigue su curso, puede que obedezca incluso a una intención determinada, pero esa intención ha dejado de responder a la vida. Esa corriente que lo lleva es agua muerta, es una corriente inerte.

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