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J. Coetzee: El maestro de Petersburgo

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J. Coetzee El maestro de Petersburgo

El maestro de Petersburgo: краткое содержание, описание и аннотация

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Este es otro de los libros traducidos al castellano del escritor sudafricano. En 1869 un novelista ruso exiliado vuelve a St. Petersburgo para recoger los efectos personales de su hijastro muerto. El novelista se ve envuelto en un mundo de sospechas revolución y peligro cuando descubre que la policía zarista ha descubierto entre sus enseres ciertos papeles incriminatorios. En este libro de alto contenido psicológico, Coetzee recrea la mente de Feodor Dostoievski (autor de "Crimen y castigo" y "Los hermanos Karamazov"). El gran novelista está obsesionado con descubrir si la muerte de su hijastro fue un asesinato o un suicidio, encontrándose sumergido en la subcultura violenta revolucionaria de la Rusia de 1869. Lo que Coetzee nos muestra es un retrato psicológico entremezclado con la trama típica de un Thriller.

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La inocencia de las manos, renovada siempre. Un recuerdo vuelve a él: el tacto de una mano, un tacto íntimo, en la oscuridad. Pero ¿de quién es esa mano? Las manos emergen a la luz del día como animales desvergonzados, desmemoriados.

– Debo tomar nota del número -dice evitando mirarle a los ojos.

– Ya tengo el número -contesta ella.

¿De dónde viene ese deseo? Es un deseo agudo, feroz: quiere tomar a esa mujer del brazo, arrastrarla detrás de la caseta del guarda, levantarle el vestido, copular con ella.

Piensa en los dolientes en un velatorio, piensa en cómo se abalanzan sobre la comida y la bebida. Hay en eso una especie de exultación, una jactancia que se espeta a la cara de la muerte: ¡a nosotros no nos tienes!

Vuelven al muelle. El perro gris se les acerca a hurtadillas, con cautela. Matryona quiere acariciarlo, pero su madre la disuade. Hay algo raro en ese perro: una llaga abierta, enconada, le recorre el dorso desde la base de la cola. En todo momento gime muy bajo, o bien se deja caer de cuartos traseros, y ataca la llaga con los dientes.

Volveré mañana, promete: volveré solo, hablaremos tú y yo. En la idea de regresar, de cruzar el río, de hallar el camino hasta el lecho de su hijo y de estar a solas con él en la neblina, hay una sofocada promesa de aventura.

3 Pavel

Se sienta en el cuarto de su hijo con el traje blanco sobre el regazo, respira muy quedo, intenta perderse de alguna forma, intenta evocar un ánimo que ciertamente no puede haber abandonado aún los alrededores.

Pasa el tiempo. De la habitación contigua, a través del tabique, le llegan las voces amortiguadas de la mujer y la niña, los sonidos de la mesa que una de las dos estará poniendo. Deja el traje a un lado, llama a la puerta. Las voces callan bruscamente. Entra.

– Me marcho -dice.

– Como verá, estamos a punto de cenar. Si quiere cenar con nosotras, es usted bienvenido.

Los alimentos que le ofrece son bien sencillos: sopa, patatas con sal, mantequilla.

– ¿Cómo vino mi hijo a alojarse con usted? -le pregunta en un momento dado. Aún pone todo su cuidado en llamarle mi hijo: si pronuncia su nombre, se echará a temblar.

Ella vacila, él entiende por qué. Podría decirle: era un joven agradable, enseguida nos cayó muy bien. Pero el obstáculo es ese cayó: es el canto rodado que bloquea el paso. Hasta que no haya una manera de eludir la palabra en lo que tiene de esencia escueta del pasado, ella no podrá decirla delante de él.

– Nos lo recomendó un inquilino anterior -dice al fin. Y eso es todo.

Le sorprende por lo delicada que es, delicada como el ala de una mariposa. Es como si entre la piel y las enaguas, entre la piel y el dorso de las medias negras que sin duda lleva calzadas, se interpusiera una fina capa de ceniza, de modo que, al soltársele a la altura de los hombros, las prendas que viste se le deslizarían al suelo sin que mediase ningún gesto de persuasión.

Le gustaría verla desnuda, ver desnuda a esa mujer en el último florecer de su juventud.

No es lo que podría entenderse por una mujer educada, aunque ¿cabe oír alguna vez un ruso más bellamente hablado que el suyo? Su lengua es como un ave que aletea en su boca: suaves plumas, suave batir de alas.

En la hija no percibe ni un atisbo de esa suave sequedad de la madre. Muy al contrario, hay en ella algo líquido, algo propio de una cervatilla, confiada y, sin embargo, nerviosa cuando estira el cuello para olisquear la mano del desconocido, tensa y preparada para alejarse de un brinco. ¿Cómo puede esa mujer morena haber engendrado a una niña tan rubia? A pesar de todo, los signos están ahí y son reveladores: los dedos pequeños, casi sin formar, lustrosos, como los de los santos bizantinos; la finura esculpida de la frente, inclusive ese aire de melancolía caprichosa.

¡Qué raro es que en una niña un rasgo pueda adquirir su forma perfecta, mientras que en su madre o en su padre bien parece mera copia!

La niña alza la mirada un instante, se encuentra con la suya, que la sondea, y aparta los ojos sumida en la confusión. En él surge un impulso iracundo. Quiere tomarla por el brazo y zarandearla. ¡Mírame bien, niña! Eso es lo que quisiera decirle: ¡mírame bien, aprende!

A él se le cae el cuchillo al suelo. Con gesto agradecido, lo busca a tientas, agachándose. Es como si la piel se le hubiese caído a tiras de la cara, como si muy a su pesar las encarase a las dos cubierto por una máscara espantosa y ensangrentada.

La mujer vuelve a hablar.

– Matryona y Pavel Alexandrovich eran buenos amigos -dice con firmeza y con cuidado. Y a la niña le pregunta-: Él te dio clases, ¿verdad que sí?

– Me enseñó francés y alemán. Sobre todo francés.

Matryona: no es el nombre más adecuado para ella. Es nombre de vieja, de viejecita con cara de ciruela pasa.

– Me gustaría que tuvieras algo de él dice. Algo que te sirva para recordarlo.

Una vez más, la niña levanta los ojos con su mirada de aturdimiento, y lo inspecciona como inspecciona un perro a un desconocido, sin oír apenas lo que le dice. ¿Qué está ocurriendo? Llega la respuesta: no puede imaginar que yo sea el padre de Pavel. Está procurando ver a Pavel en mí, pero no puede. Y piensa más aún: para ella, Pavel todavía no ha muerto. En algún recóndito lugar de su interior él sigue con vida, respira su cálido y dulce aliento de juventud. En cambio, esta negrura mía, esta barba, este ser huesudo debe de ser para ella tan repugnante como la muerte en persona: la muerte, con las caderas huesudas y los dientes largos, de un palmo al menos, con el soniquete de los tobillos que chocan entre sí al caminar.

No siente deseos de hablar de su hijo. De oírle hablar de él sí, desde luego, pero no de hablar él. Aritméticamente, hace diez días que Pavel ha muerto. Con cada día que pasa, los recuerdos que aún puedan flotar en el aire como las hojas de otoño van cayendo al barro, y allí son pisoteados, o se los lleva el viento por los cielos cegadores. Solamente él aspira a recoger y a conservar esos recuerdos. Todos los demás suscriben el orden que impone la muerte primero, el duelo y el llanto después, y luego el olvido. Si no olvidamos, dicen, pronto el mundo no será más que una inmensa biblioteca. Pero solo de pensar que Pavel pueda ser pasto del olvido monta en cólera, se convierte en un toro viejo e irritable, de mirada fulminante, peligroso.

Quiere oír anécdotas. Y la niña está milagrosamente a punto de contar una.

– Pavel Alexandrovich -mira de reojo a su madre, como si quisiera confirmar que tiene permiso para pronunciar el nombre muerto -dijo que solamente se iba a quedar un poco más en Petersburgo, y que después se marcharía a Francia.

Se calla. Él espera con impaciencia a que prosiga.

– ¿Por qué quería irse a Francia? -pregunta la niña, dirigiéndose ahora solamente a él-. ¿Qué hay allá en Francia?

– ¿En Francia?

– No quería ir a Francia. Solamente quería irse de Rusia -contesta él-. Cuando uno es joven, se muestra impaciente con todo lo que lo rodea. Uno es impaciente con la madre patria, porque la madre patria le parece vieja, revenida. Quiere ver cosas nuevas, conocer nuevas ideas. Uno piensa que en Francia, en Alemania o en Inglaterra hallará el futuro que su propio país, de puro monótono, nunca le podría proporcionar.

La niña frunce el ceño. Él dice Francia, dice madre patria, pero ella oye otra cosa muy distinta, algo que repta bajo las palabras: el rencor.

– Mi hijo tuvo una educación azarosa -dice dirigiéndose no a la niña, sino a la madre-. Tuve que llevarlo de una escuela a otra, por una razón muy sencilla. No se levantaba nunca por las mañanas. No había forma humana de despertarle. Puede que esté haciendo una montaña de un grano de arena, no lo sé, pero nadie puede contar con matricularse en una escuela si luego no asiste a las clases.

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