– Y si un simple perro es capaz de eso, ¿qué poder de obsesionarles no tendrán los hombres y las mujeres que ustedes se propongan liquidar? Me da la impresión de que por muy científicamente que se seleccionen esos enemigos del pueblo, carecen ustedes de un medio de matarlos que sea realmente eficaz, un medio que no ponga en peligro sus propias almas. Por ejemplo: ¿quién era el propuesto para ser la primera víctima de Pavel? ¿A quién tenía el deber de matar?
– ¿Por qué lo pregunta? ¿Por qué lo quiere saber?
– Porque me propongo ir a casa de esa persona y arrodillarme ante la puerta, para dar gracias de que Pavel nunca llegara hasta allí.
– Entonces, ¿se alegra de que Pavel fuera asesinado?
– Pavel no está muerto. Habría muerto, pero gracias a una inmensa fortuna huyó con vida.
Por vez primera habla la otra mujer.
– ¿No quiere venir a sentarse aquí, Fiodor Mijailovich? -le dice a la vez que señala la mesa situada junto a la ventana, en la cual hay dos sillas.
– Es mi hermana -explica la finesa.
– Hermanas, sí, pero no de los mismos padres- dice la otra. Sus risas son cómodas, naturales.
Tiene acento de Petersburgo, tiene la voz grave. Una voz adiestrada. Le invade la sensación de que la ha conocido antes. ¿Será una cantante? ¿No la conocería entonces de los tiempos en que iba a la Ópera? No, no cabe duda de que es demasiado joven para eso.
Ocupa una de las sillas; ella se sienta frente a él. La mesa es estrecha; sus pies se tocan un instante, y él cambia de postura.
Aunque ella está de espaldas a la ventana, ahora comprende por qué lleva tantísimo maquillaje. Tiene la piel totalmente picada de viruela. Qué pena, se dice, no es una belleza, pero pese a todo sigue siendo bien parecida.
El pie de ella de nuevo toca el suyo y descansa en el suelo rozándole el interior del suyo.
Una turbadora excitación le recorre el cuerpo. Igual que el ajedrez, piensa: dos jugadores frente a frente, en una pequeña mesa, ejecutan sus movimientos con toda deliberación. ¿Es esa intencionalidad lo que le excita, el pie contrario levantado como si fuera un peón y colocado frente al suyo? Y la tercera persona, el vigilante que no ve, la inocente que mira a donde no debe: ¿también desempeña su papel? Intencionalidad y relumbrón, un relumbrón que tiene visos de resultar a su manera apasionante. ¿Dónde habrán aprendido tanto de él, de sus deseos?
Una cantante, una contralto: una reina contralto.
– Usted conocía a mi hijo -dice.
– Era un mero seguidor, una mascota.
Está familiarizado con este término y le duele. Una mascota: un advenedizo en los círculos estudiantiles, útil para hacer los recados y poco más.
– Pero ¿era amigo suyo?
Ella se encoge de hombros.
– La amistad es algo afeminado. No nos hace ninguna falta la amistad.
Afeminado: ¡extraña palabra en labios de una mujer! Ya empieza a tener la sensación de que sabe más de lo que desea saber. El pie sigue apoyado contra el suyo, pero ahora hay algo inerte en su presión, inerte y pesado, amenazador incluso. Deja de ser un pie para ser una bota. Pavel no se prestaría a estos juegos. La visión de Pavel vuelve en toda su intensidad: Pavel caminando hacia él, con la joven al lado, su novia, que queda sin embargo ocluida. Pavel sonríe, y su sonrisa dimana una especie de gloria. ¡Mi amigo!, piensa. Un feroz amor le retuerce el corazón. Y esto, piensa, ¿es esto lo que he de aceptar en vez de ti, y encima conformarme?
– Si no les hace ninguna falta la amistad, Dios les asista -murmura.
Se levanta de la mesa y da la espalda a las dos mujeres. ¿Qué aspecto tendré?, se pregunta. No hay espejos a su alcance. Cuando vuelve a sentarse, las lágrimas que lo amenazaban han desaparecido.
– ¿Qué hicieron con mi hijo? -pregunta con voz apagada.
La mujer se apoya con los codos sobre la mesa y lo traspasa con su mirada azul. A través de la capa de maquillaje, en los cráteres del mentón, descubre cañones que la cuchilla no ha llegado a afeitar. Y la espesura de las cejas unidas sobre el puente de la nariz es excesiva. Cualquier mujer habría optado por depilárselas, cualquier mujer le habría dicho que lo hiciera. ¿Será la finesa también un muchacho, un chaval regordete? De golpe se siente asqueado por los dos.
Ella, o él, le habla. Es Nechaev en persona, de eso no le cabe la menor duda. El disfraz se le hace de improviso transparente. El recuerdo le llega con súbita claridad: en el vestíbulo del salón en que se celebraba el Congreso por la Paz, durante un intermedio entre dos sesiones, Nechaev a solas en una esquina, comiéndose como un lobo los bocadillos, fulminando a todos con la mirada, retador en aquella sala llena de adultos: Si, reíros si os atrevéis, reíros del pequeño colegial. Su cara tenía el aire de un colegial sorprendido en el retrete con los pantalones bajados, vulnerable, pero desafiante. Reíros, que un buen día me devolveréis lo que me pertenece.
Recuerda un comentario hecho por la princesa Obolenskaya, la amante de Mrockowski: «Puede que sea el enfant terrible del anarquismo, pero la verdad es que más le valdría hacer algo para arreglarse la viruela».
– Teniendo en cuenta lo que la policía hizo a su hijo-dice ahora Nechaev, me sorprende que no esté usted encolerizado. Ya lo dice el Evangelio: ojo por ojo, diente por diente.
– Maldito embustero, ¡eso no está en el Evangelio! ¿Qué me está diciendo de Pavel? ¿Por qué va vestido con ese ridículo atuendo?
– Espero que no haya creído usted la historia del suicido. Isaev no se quitó la vida, eso no es más que una patraña que la policía ha puesto en circulación. No pueden aplicar la ley en contra de nosotros, y por eso perpetran esta clase de repugnante asesinato. Claro está que usted debe de tener sus dudas. Si no, ¿por qué está aquí?
Toda la afectada suavidad del hombre ha desaparecido: la voz es la suya. Mientras va de un lado a otro de la habitación, el vestido azul susurra. ¿Lleva pantalones debajo, o va con las piernas desnudas? ¿Qué se sentirá al caminar con las piernas desnudas y sin embargo ocultas, rozándose una con otra?
– ¿Cree usted que no estamos todos nosotros en peligro? ¿Cree usted que lo que más me apetece es tener que esconderme por ahí, circular disfrazado por mi propia ciudad, la que me vio nacer? ¿Sabe qué se siente al ser mujer y estar sola por las calles de Petersburgo? -Levanta la voz, la cólera se adueña de él-. ¿Sabe qué cosas hay que oír? Los hombres no te dejan a sol ni a sombra, te susurran porquerías como no se podría imaginar, y nada puede hacer uno para defenderse. -Se domina. ¡Quién sabe, tal vez lo imagine usted perfectamente! Tal vez lo que le describo le resulte perfectamente familiar.
La finesa ha tomado un cuenco de patatas que apoya en el regazo a la vez que las monda. Tiene la cara en paz; más que nunca parece una abuelita.
– Empieza a hacer frío-dice.
¡Locos, están locos los dos! ¿Qué estoy haciendo aquí?, se dice. ¡He de encontrar el camino que me lleve de vuelta a Pavel!
– Por favor, repita… Repita, si es tan amable, lo que estaba diciendo sobre mi hijo -dice.
– Como quiera; permítame que le hable de su hijo. El veredicto oficial es que se suicidó. Si usted se lo cree, es verdaderamente un alma cándida, por no decir que es un alma criminalmente cándida. ¿No fue usted un revolucionario en los viejos tiempos, o me equivoco? No me cabe duda de que sabe usted perfectamente que la lucha nunca ha terminado. ¿O es que ha firmado usted la paz por su cuenta y riesgo? Los que estamos en el frente somos acosados, apresados, torturados y asesinados. Siempre hubiese dicho que usted lo sabría, y que habría escrito algo al respecto, especialmente si se piensa que la gente nunca sabrá la verdad sobre su hijo y sobre tantos otros que han sido asesinados como él, menos aún por nuestros vergonzosos periódicos rusos.
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