J. Coetzee - El maestro de Petersburgo

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Este es otro de los libros traducidos al castellano del escritor sudafricano. En 1869 un novelista ruso exiliado vuelve a St. Petersburgo para recoger los efectos personales de su hijastro muerto. El novelista se ve envuelto en un mundo de sospechas revolución y peligro cuando descubre que la policía zarista ha descubierto entre sus enseres ciertos papeles incriminatorios. En este libro de alto contenido psicológico, Coetzee recrea la mente de Feodor Dostoievski (autor de "Crimen y castigo" y "Los hermanos Karamazov"). El gran novelista está obsesionado con descubrir si la muerte de su hijastro fue un asesinato o un suicidio, encontrándose sumergido en la subcultura violenta revolucionaria de la Rusia de 1869. Lo que Coetzee nos muestra es un retrato psicológico entremezclado con la trama típica de un Thriller.

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– Sin duda, pero esta vivienda por desgracia no me pertenece. Ya es hora de que te marches.

– Solo tardo un momento; permíteme una última observación. No fue hablar por no callar, y tú lo sabes bien, lo que te dije anoche, aquello de que Dios ve hasta lo más recóndito de nuestros corazones. Puede que no sea yo un santurrón como Dios manda, pero eso no me impide decir la verdad. La verdad puede llegarnos, bien lo sabes, por caminos tortuosos y llenos de misterios. Se golpea con dos dedos en la frente, con un gesto intencionado. Nunca llegaste a soñar, ¿a que no?, la primera vez que me viste, que un buen día íbamos a estar juntos los dos, tomando un té como dos personas civilizadas. Sin embargo, ¡aquí estamos!

– Lo lamento, pero no te sigo; tengo la cabeza en otras cosas. Ahora de veras tienes que irte.

– Sí, tengo que irme. Yo también tengo obligaciones que cumplir. -Se levanta, se echa la manta sobre los hombros como si fuera un capote, le tiende una mano. Adiós. Ha sido todo un placer conversar con un hombre tan culto.

– Adiós.

Le alivia librarse de él, pero persiste en su cuarto un olor viciado, nauseabundo. A pesar del frío, tiene que abrir la ventana.

Media hora más tarde alguien llama a la puerta de la vivienda. ¡No será ese hombre otra vez!, piensa, y abre la puerta con una mueca de hostilidad.

Ante él se encuentra una niña, una muchacha bastante gorda, con un vestido oscuro, como el que llevan las novicias. Tiene la cara redonda e inexpresiva, y los pómulos tan saltones que los ojos se le quedan casi escondidos en las cuencas. Lleva el pelo recogido hacia atrás, muy tirante, en una coleta corta.

– ¿Es usted el padrastro de Pavel Isaev? le pregunta con voz sorprendentemente grave. El asiente. Ella entra y cierra la puerta-.

– Yo era amiga de Pavel -anuncia. El se espera el pésame de rigor, pero este no llega. En cambio, la muchacha se cuadra delante de él, con los brazos pegados a los costados, y lo mira de hito en hito, desprende un aire de sosiego impasible y vigilante, el sosiego de un luchador en espera de que empiece el combate. El pecho le sube y le baja con una respiración uniforme.

– ¿Puedo ver qué ha dejado? -dice por fin.

– Ha dejado muy poca cosa. ¿Puedo saber cómo se llama usted, joven?

– Katri. Aunque sea muy poca cosa, ¿puedo verlo? Es la tercera vez que vengo de visita. Las otras dos veces, su estúpida casera no quiso dejarme entrar. Pero confío en que usted no sea tan cerril como ella.

Katri. Un nombre finés. Ella también parece finesa.

– Estoy seguro de que la casera tiene razones de peso. ¿Conocía usted bien a mi hijo?

Ella no responde a la pregunta.

– ¿Se da usted cuenta de que fue la policía la que mató a su hijastro? dice con desenvoltura. El tiempo se detiene. Él oye cómo le late el corazón.

– Lo mataron ellos, y luego hicieron correr por ahí el bulo del suicidio. ¿Qué pasa, no me cree? Si no quiere, no tiene por qué creerme.

– ¿Por qué lo dice? -susurra él con sequedad.

– ¿Por qué? Porque es verdad. ¿Por qué, si no?

No es solo que sea beligerante; es que además comienza a inquietarse. Ha empezado a balancearse rítmicamente, desplazando el peso de un pie a otro, y mueve los brazos a la vez. A pesar de su complexión robusta, da cierta sensación de agilidad. ¡No es de extrañar que Anna Sergeyevna no quisiera saber nada de ella!

– No-sacude la cabeza-. Lo que haya dejado mi hijo es un asunto privado, de familia. Haga el favor de explicarme, si tiene la amabilidad, a qué se debe su visita.

– ¿Hay algunos papeles?

– Había papeles, pero ya no queda ninguno. ¿Por qué lo pregunta? -añade ¿Es usted una de las agentes de Nechaev?

La pregunta no la desconcierta. Al contrario, sonríe, enarca las cejas y le muestra los ojos a las claras por vez primera son unos ojos chispeantes, triunfantes. ¡Por supuesto que es una de las agentes de Nechaev! Una guerrera: su balanceo no es más que el inicio de una danza de guerra, la danza de alguien que se muere de ganas por ir a la guerra.

– Si lo fuese, ¿usted cree que se lo diría? replica con una carcajada.

– ¿Sabe que la policía tiene esta casa vigilada?

Ella le mira fijamente, balanceándose ahora de delante hacia atrás, como si lo retase a que descubriera algo en su mirada.

– Hay un hombre ahí abajo. Está ahí en todo momento- insiste él.

– ¿Dónde?

– Usted no ha reparado en su presencia, pero puede estar segura de que el sí se ha fijado en usted. Finge ser un mendigo.

Su sonrisa se ilumina y se ensancha hasta delatar que se esta divirtiendo.

– ¿De veras piensa que un simple espía de la policía es tan listo como para descubrirme? -dice ella. Y hace algo sorprendente. Se recoge el dobladillo del vestido y da dos pasos, para dejar al descubierto unos sencillos zapatos negros, con calcetines blancos de algodón.

Tiene razón, piensa podría tomársela por una niña, pero una niña sometida sin embargo al dominio de un diablo. El diablo que hay en ella se retuerce, brinca, incapaz de estarse quieto.

– ¡Ya basta! dice él con firmeza- Mi hijo no dejo nada para usted.

– ¡Su hijo! ¡Su hijo! ¡Si no era hijo suyo!

– Es mi hijo y siempre lo será. Ahora le ruego que se vaya. Estoy harto de esta conversación.

Abre la puerta y le indica el camino. Al marcharse, la muchacha tropieza adrede contra él. Es como si chocase contra un cerdo.

No hay ni rastro de Ivanov cuando sale después por la tarde, ni tampoco cuando regresa. ¿Debería importarle? Si el cometido de Ivanov es ver sin ser visto, ¿por que debería ver el a Ivanov? Aun cuando en la charada que se representa Ivanov solo desempeñase el papel de ángel del Señor -un ángel que lo es solo en virtud de no serlo en absoluto, ¿por qué iba a ser su papel encontrar al ángel? Que sea el ángel quien venga a llamar a mi puerta, se dice, y yo no fallaré, yo le daré cobijo, con eso basta para cumplir mi parte del trato. Sin embargo, incluso al decírselo se percata de que se esta mintiendo, de que está a su alcance, pues tiene el poder requerido de eximir a Ivanov total y absolutamente de su frío puesto de vigilante.

Por eso vacila y titubea, sin saber qué hacer, hasta que no le queda más remedio que bajar al portal y buscar al hombre. Pero el hombre no está en el portal, ni tampoco en la calle, ni en ninguna parte. Suspira aliviado. He hecho lo que he podido, piensa.

Pero en el fondo sabe que no es así. Podría hacer bastante mas, mucho más.

9 Nechaev

Al día siguiente va por los alrededores del mercado, cuando delante de sí atisba la figura rechoncha, casi esférica, de la muchacha finesa. No va sola. A su lado se encuentra una mujer alta y flaca, que camina tan deprisa que la finesa tiene que ir a saltos para no quedarse atrás.

Acelera el paso. Aunque por momentos las pierde de vista entre el gentío, no le han tomado demasiada ventaja cuando entran en una tienda. Al entrar, la mujer más alta echa un vistazo a la calle en derredor. A él le llama la atención el azul de sus ojos, la palidez de su piel. Su mirada pasa por encima de él sin detenerse.

Cruza la calle y se entretiene a la espera de que salgan de la tienda. Pasan cinco, diez minutos. Tiene frío.

La placa de latón anuncia el Taller La Fay, o La Fée, sombrerería de señoras. Abre la puerta; tintinea una campanilla. En una sala estrecha y bien iluminada, unas jóvenes de vestido gris, todas iguales, están sentadas ante dos largas mesas de costura. Una mujer de mediana edad se adelanta a recibirle.

– ¿Monsieur?

– Una conocida mía ha entrado aquí hace unos minutos; es una joven damisela. Pensé que… mira a su alrededor, recorre el establecimiento con los ojos, no hay ni rastro de la finesa ni de la otra mujer-. Lo lamento, creo que me he equivocado.

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