Gao Xingjian - La Montaña del Alma

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Premio Nobel 2000
Gao Xingjian señala que "un autor tiene que encontrar su propio lenguaje, pero mi lenguaje no es un estilo para mí. En La montaña del alma se encuentran todos los géneros de la literatura. Es una búsqueda del estilo. Pero es el lenguaje lo que cuenta. Tienes que respetar este viaje lineal. Incluso si cambias los pronombres yo, tú, él, una novela sigue siendo un monólogo".
Es el alma de China la que se descubre en las páginas de esta montaña literaria, que aunque deba ser respetada en la linealidad espacio temporal del viaje, puede ser abierta en cualquier parte, pues siempre, en cada hoja habrá una nueva razón, una nueva historia, un contenido profundo.
El autor ganador del Nobel 2000 a la Literatura, recoge con precisión de rayos X lo que es la vida, la cultura, la filosofía, el rostro, el alma, el arte, la gente, las costumbres, los olores, sonidos, colores y diálogos de China, el país que construye su historia en el reconocimiento y respeto del pasado, en la valoración de las raíces y en la preocupación por los detalles, aquellos mínimos guiños que marcan la diferencia.
Descrita como la novela de China, el viaje que el lector inicia junto al Xingjian, es un acto de inmersión en un ambiente donde la sencillez abisma, sorprende y encanta. Es un tiempo sin tiempo, un espacio donde las horas pasan a otro ritmo, donde las palabras son menos y dicen más.

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A la mañana siguiente, era ya pleno día cuando te has levantado. Has subido por la escalera hasta el último piso. La puerta estaba abierta y daba a una amplia estancia vacía. Ni altar, ni colgaduras, ni tablillas de los antepasados, ni tampoco inscripciones. Sólo, en medio de la pared, un inmenso espejo frente a la abertura de la gruta, protegida por una simple barandilla de madera. Has ido hasta delante de este espejo, pero no has visto más que el cielo azul. Y te has quedado inmóvil delante de él sin decir palabra.

Durante el descenso, has oído un llanto, y hacia allí te has dirigido. Un niño totalmente desnudo estaba sentado en medio del camino. Sollozaba quedamente con voz cascada. Saltaba a la vista que hacía rato que lloraba. Te has inclinado hacia él:

– ¿Estás solo?

Y al verte él se ha puesto a sollozar aún más fuerte. Lo has levantado cogiéndole por sus flacos bracitos, has sacudido el polvo de sus nalgas.

– ¿Dónde vives?

Cuantas más preguntas le hacías, más redoblaba él su llanto. No había ninguna aldea a la vista.

– ¿Dónde están tus padres?

Decía que no con la cabeza mientras te miraba, el rostro bañado en lágrimas.

– ¿Dónde vives?

Él seguía llorando. Tú has intentado amenazarle:

– ¡Si sigues llorando, no me ocuparé más de ti!

Esto ha sido más eficaz, se ha parado al punto.

– ¿De dónde vienes?

No ha respondido nada.

– ¿Estás solo?

Continuaba mirándote estúpidamente. Tú te has enojado un poco:

– ¿Es que no tienes lengua?

Se ha puesto a llorar de nuevo. Le has hecho parar:

– ¡No llores!

Él ha abierto la boca como para llorar, pero ya no se atrevía.

– ¡Si vuelves a empezar, te daré una azotaina!

Él se ha contenido como ha podido y tú le has cogido en brazos.

– ¿Adonde quieres ir, pequeño? ¡Dímelo!

Te ha echado los brazos al cuello, sin ningún reparo.

– ¿Es que no tienes lengua?

Se ha secado el rostro con sus manos terrosas y te ha mirado con expresión de lelo. Tú no sabías ya qué hacer. Tal vez era el hijo de unos campesinos de la vecindad que no debían de ocuparse mucho de él. Era realmente algo sin sentido.

Te lo has llevado contigo durante un trecho del camino, pero no había ninguna casa a la vista. Comenzabas a estar harto y, no pudiendo llevarte hasta el pie de la montaña a este niño mudo, has empezado de nuevo a hablarle.

– Baja y andando, ¿de acuerdo?

Él ha dicho que no con la cabeza, con una expresión digna de lástima.

Has caminado así un poco más, pero seguías sin ver a nadie. Ningún humo que subiera del valle. Te has preguntado si no sería un niño al que hubieran abandonado deliberadamente en ese sendero. Tenías que volver a llevarle allí donde lo habías encontrado, sus padres terminarían por venir a buscarle.

– Baja y andando, pequeño, que me duelen ya los brazos.

Le has acariciado un poco las nalgas. En realidad estaba dormido. Seguramente hacía ya bastante rato que había sido abandonado allí, víctima de la maldad de los adultos. Has maldecido a sus padres en tu persona. ¿Por qué le habían traído al mundo, si no eran capaces de criarlo?

Has examinado su pequeño rostro cubierto de rastros de lágrimas. Dormía profundamente. Tenía puesta tal confianza en ti, que ello quería decir que no debía recibir normalmente mucho afecto. El sol que se filtraba a través de las nubes iluminaba su rostro. Él ha entornado los ojos, se ha vuelto y ha hundido su rostro en tu pecho.

Una ola de calor ha surgido de lo más profundo de tu corazón, no habías sentido una ternura semejante desde hacía mucho tiempo. Descubrías que amabas a los niños, que hubieras tenido que tener alguno. Cuanto más lo mirabas, más encontrabas que se te parecía. ¿No le habrías dado tú vida buscando un momento de placer? ¿No le habías abandonado posteriormente? Y no habías pensado ya nunca más en él, ¡en realidad, era a ti a quien maldecías hacía un momento cuando injuriabas a sus padres!

Tenías un poco de miedo, miedo a que se despertara, miedo a que supiera hablar, miedo a que fuera consciente. Felizmente, era mudo, felizmente, estaba dormido, no era consciente de su desdicha. Tenías que dejarle dormido en el sendero, aprovechar que nadie le hubiese descubierto aún para huir lo más lejos posible.

Le has depositado en el camino. Él se ha movido un poco, se ha aovillado y ha escondido su rostro entre las manos. Seguramente sentía el frío de la tierra, iba sin duda a despertarse. Has salido pitando como un criminal. Te ha parecido oír un llanto detrás de ti, pero no te has atrevido a mirar atrás.

75

Cuando he pasado por Shanghai, en el vestíbulo de la estación donde las inmensas colas hacían fila delante de las ventanillas, he comprado a un particular un billete para Pekín en el rápido. Una hora más tarde, estaba sentado en el compartimiento, satisfecho de mí. Esta ciudad inmensa donde se hacinan más de diez millones de habitantes no tiene ningún interés a mis ojos. Quería ver dónde había vivido un tío lejano mío, muerto mucho antes que mi padre. Ninguno de los dos había alcanzado la gloriosa edad de la jubilación.

Las tortugas y los peces del río Wusong, que atraviesa la ciudad exhalando sus pútridos olores, han muerto. No llego a comprender cómo los habitantes de Shanghai pueden seguir viviendo allí. Incluso el agua corriente tratada es amarilla y conserva un olor a cloro. Los hombres son sin duda más sufridos que los peces y las gambas.

En otro tiempo, fui a la desembocadura del Yangtsé. Fuera de los cargueros que no temían la herrumbre, flotando en medio de unas grandes olas amarillentas, no se veía más que riberas lodosas cubiertas de cañaverales, batidas sin cesar por las olas. El cieno se deposita en ellas inexorablemente, hasta el día en que todo el mar de la China Oriental no sea más que un inmenso desierto de arena.

Recuerdo que cuando era pequeño el agua del Yangtsé era pura en toda estación. En las orillas, los vendedores exponían desde la mañana hasta el atardecer enormes peces que vendían a rodajas. Pero en el curso de este viaje, he pasado por puertos, a lo largo del río, y no he visto en ninguna parte unos peces tan grandes. Incluso los puestos de pescadores se han vuelto raros. Sólo los he visto en el Wanxian, a la salida de las Tres Gargantas, ciudad protegida por un dique de treinta a cuarenta metros de alto. Pero, en las cestas de bambú, no había expuestos más que pescadillos de algunos centímetros, que sólo servían para dárselos a los gatos. En otro tiempo, me gustaba quedarme en el muelle a la orilla del río para ver echar a los hombres sus anzuelos desde los pontones. En el momento en que los peces salían del agua, contemplaba la lucha viva, jadeante, que se entablaba entre el hombre y el animal. Ahora, más de diez mil personas se ocupan de la planificación en la única Oficina de Fomento del Yangtsé y he sido recibido por uno de sus jefes de sección, al servicio de no sé qué división o departamento. Cuando sus superiores se han ido, me confía en privado que más de un centenar de especies de peces de agua dulce están a punto de desaparecer casi por completo.

Y también en el Wanxian ha fondeado el barco por la noche. El segundo de a bordo ha venido a charlar conmigo mientras yo estaba contemplando las luces de la ciudad. Me ha contado que, refugiado en su cabina de pilotaje, asistió a una carnicería durante la Revolución Cultural. Eran por supuesto hombres lo que estaban matando, no peces. De tres en tres, atados por las muñecas con un alambre, fueron empujados hacia el río por unos disparos de metralleta. Tan pronto como uno de ellos era alcanzado, arrastraba a los otros al agua y los vio debatirse como peces atrapados en el anzuelo, antes de ser llevados a la deriva por la corriente cual perros reventados. Lo curioso es que cuantos más hombres se mata, más numerosos son éstos, mientras que los peces, cuántos más se ha pescado, más escasos se vuelven. Sería preferible lo contrario.

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