Gao Xingjian - La Montaña del Alma

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Premio Nobel 2000
Gao Xingjian señala que "un autor tiene que encontrar su propio lenguaje, pero mi lenguaje no es un estilo para mí. En La montaña del alma se encuentran todos los géneros de la literatura. Es una búsqueda del estilo. Pero es el lenguaje lo que cuenta. Tienes que respetar este viaje lineal. Incluso si cambias los pronombres yo, tú, él, una novela sigue siendo un monólogo".
Es el alma de China la que se descubre en las páginas de esta montaña literaria, que aunque deba ser respetada en la linealidad espacio temporal del viaje, puede ser abierta en cualquier parte, pues siempre, en cada hoja habrá una nueva razón, una nueva historia, un contenido profundo.
El autor ganador del Nobel 2000 a la Literatura, recoge con precisión de rayos X lo que es la vida, la cultura, la filosofía, el rostro, el alma, el arte, la gente, las costumbres, los olores, sonidos, colores y diálogos de China, el país que construye su historia en el reconocimiento y respeto del pasado, en la valoración de las raíces y en la preocupación por los detalles, aquellos mínimos guiños que marcan la diferencia.
Descrita como la novela de China, el viaje que el lector inicia junto al Xingjian, es un acto de inmersión en un ambiente donde la sencillez abisma, sorprende y encanta. Es un tiempo sin tiempo, un espacio donde las horas pasan a otro ritmo, donde las palabras son menos y dicen más.

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¿No dirías que nos parecemos tú y yo a los demonios que querían ahuyentar?

Ella se echa a reír.

No podéis contener el ataque de risa. Ella ha de doblarse en dos.

Sus zapatos de piel resuenan de modo particular sobre las losas de piedra. Al final de la calle, un arrozal. En un débil resplandor, se distinguen vagamente a lo lejos algunas casas. Sabes que se trata del único colegio de este pueblo. Más lejos, en la noche gris negruzca, bajo la pálida claridad de las estrellas, se alzan las montañas. Se levanta viento. Se pone a soplar un aire fresco, como una palpitación, luego vuelve a subsumirse en el dulce perfume de las cañas de arroz. Tú te apoyas en su hombro, ella no se aparta. No os decís nada, avanzáis siguiendo las márgenes blanquecinas de los arrozales.

¿Te gusta?

Sí.

¿No lo encuentras maravilloso?

No sé, no puedo decirlo. No me lo preguntes.

Tú te estrechas contra su brazo, ella se aprieta también contra ti. Bajas la cabeza para mirarla. No distingues sus rasgos y sus ojos, te parece únicamente que su nariz es prominente. Respiras su tibio aliento que ya te es familiar. Ella se para de repente.

Volvamos, murmura ella.

¿Adonde?

Tengo que descansar.

Te acompaño.

No quiero que nadie me acompañe.

Ella se ha vuelto obstinada.

¿Tienes amigos o familia aquí? ¿O has venido solamente para distraerte?

Ella no responde. Tú no sabes de dónde viene ella ni adonde va. No puedes sino acompañarla hasta la calle. Ella se marcha bruscamente y desaparece, como una historia o como un sueño.

6

El campamento de observación de los pandas, situado a dos mil quinientos metros de altitud, está embebido de agua por todas partes. Mi ropa de cama está saturada de humedad. He pasado aquí ya dos noches. Por el día, llevo el anorak que me ha sido proporcionado por el campamento. Mi cuerpo está empapado de humedad. El único momento grato es cuando comemos delante del fuego saboreando una sopa caliente. Un gran caldero de aluminio está colgado por medio de un alambre de la viga del refugio que sirve de cocina. Debajo de él, las ramas que hay apiladas no han sido partidas. Arden poco a poco sobre las cenizas. De ellas se alzan unas altas llamas, que hacen las veces también de iluminación. Cada vez que nos ponemos al amor del fuego para comer, una ardilla viene indefectiblemente al lado de la cocina y hace juegos de ojos, que tiene totalmente redondos. Y no es hasta la hora de la cena cuando los hombres pueden reunirse.

Se bromea. Al final de la cena, el cielo está totalmente negro, el campamento se halla rodeado por el profundo bosque sombrío y los hombres se guarecen en sus refugios para entregarse a sus ocupaciones a la luz de las lámparas de petróleo.

Llevan largos años en lo profundo de las montañas. Se han contado todo lo que tenían que contarse. No reciben ninguna noticia del exterior. Sólo un montañés qiang al que tienen empleado trae cada dos días en una cesta sobre su espalda verduras frescas y piezas de carne de cerdo o de cordero desde la última aldea que hay en la montaña, el Paso de Wolong, situado a dos mil cien metros de altitud. El centro de gestión de la reserva natural está más alejado aún que la aldea. Ellos no bajan por turno más que una sola vez al mes, o incluso menos, para descansar allí uno o dos días. Van a dicho lugar para cortarse el pelo, lavarse, o disfrutar de una buena comida. Cuando han acumulado unos días de permiso, cogen el coche de la reserva natural para ir a ver a sus amiguitas a Chengdu o bien para regresar con sus familias instaladas en otras ciudades. La vida no comienza para ellos más que a partir de ese momento. En el campamento, no reciben prensa, ni tampoco escuchan la radio. Reagan, la reforma del sistema económico, la inflación, la supresión de la contaminación espiritual, el premio cinematográfico de las Cien Flores, etc., ese mundo ruidoso, demasiado lejano para ellos, ha quedado en las ciudades. Tan sólo un licenciado universitario que fue destinado el año pasado aquí no se quita en ningún momento los auriculares. Al acercarme a él, caigo en la cuenta de que está aprendiendo inglés. Otro joven estudia a la luz de su lámpara de petróleo. Los dos se están preparando para presentarse a exámenes de posgrado con el fin de poder dejar este lugar. Otro también anota una a una en un plano topográfico aéreo las señales de radio que ha reunido durante el día. Estas señales son emitidas por los emisores de que están equipados los collares de los pandas capturados y posteriormente dejados en libertad en el inmenso bosque.

El viejo botánico que ha recorrido conmigo estas montañas durante dos días se ha echado ya en la cama. Ignoro si se ha dormido. Entre mis mantas húmedas, acostado totalmente vestido, no consigo entrar en calor. Tengo la impresión de que también mi cerebro está helado. Sin embargo, fuera de las montañas, hace ya un tiempo primaveral, pues estamos en el mes de mayo. Siento que una garrapata me está chupando la sangre en la parte interior de mi muslo. Ha debido de subir durante el día por la pernera de mi pantalón cuando caminábamos por entre las hierbas. Es gruesa como la uña del dedo meñique y dura como una cicatriz. La pellizco con fuerza sin conseguir arrancármela. Sé que tirando de ella más fuerte corro el riesgo de partirla en dos, pues su boca agarra firmemente mi carne. No me queda más remedio que pedirle a un trabajador del campamento tumbado en su litera cerca de mí que me preste ayuda. Me hace desnudarme y me asesta un violento manotazo en el muslo apuntando contra este vampiro. La arroja sobre la lámpara que desprende entonces un olor a crepé rellena de carne. Para el día siguiente, me promete unas vendas de paño que me sirvan de polaina.

Dentro del refugio reina una calma absoluta. Tan sólo se oye gotear el agua en el exterior, en el bosque. A lo lejos, el viento se acerca, pero sin llegar hasta aquí, como si diera media vuelta, aullando en los pequeños valles lejanos y profundos. Luego, el agua se pone a rezumar por la pared de tablas, por encima de mi cabeza, hasta caer encima de mi manta. ¿Llueve? Me hago instintivamente la pregunta. Fuera, dentro, todo está igual de húmedo, y el agua cae gota a gota… Más tarde también oigo una detonación a la vez clara y fuerte que se expande por el valle.

– Eso viene de la Peña Blanca -dice uno.

– Mierda, son furtivos cazando -maldice otro.

Los hombres se despiertan todos, a menos que no se hayan dormido aún.

– ¿Qué hora es?

– Faltan cinco minutos para medianoche.

Nadie dice ya palabra, como si se esperara una nueva detonación. Pero no se oye nada más. En el silencio roto que permanece en suspenso, tan sólo resuenan en el exterior del refugio las gotas de agua y los remolinos que se desvanecen en el pequeño valle. Uno tiene la súbita impresión de oír los pasos de un animal salvaje. Este es el mundo de las bestias salvajes y, sin embargo, el hombre no las deja en paz. Por doquier, en la oscuridad, se adivina agitación y movimiento. La noche no parece por ello sino más peligrosa y despierta en ti ese temor permanente de ser espiado, seguido, a punto de caer en una trampa. Imposible recuperar la serenidad que tan ardientemente reclamas…

– ¡Está allí!

– ¿Quién?

– ¡Beibei está allí! -grita el estudiante.

Un gran ajetreo en el refugio. Todo el mundo salta de la cama.

En el exterior, la respiración y los gruñidos de un hocico. ¡El panda que había caído enfermo tras parir y que ellos habían salvado estaba de vuelta, hambriento, en busca de comida! Esperaban su venida. Confiaban en su vuelta. Desde hacía más de diez días, contaban los días afirmando que volvería. Tenía que volver antes de que salieran los nuevos brotes de bambú, y en efecto así ha sido. Su pequeño tesoro adorado arañaba con sus garras los maderos de la pared.

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