– Bueno… un ratito. Sólo me acurrucaré. Odio que discutamos. No deberíamos tener nada por lo que pelear.
– Nos peleamos -aclara él- porque nos importamos el uno al otro. Si no, no discutiríamos.
Desabrocha el cierre de los tejanos escondiendo barriga, lo que le da un aspecto momentáneamente cómico con los ojos más saltones, y se desliza rápido bajo la sábana arrugada, en su ropa interior negra y lila. El atuendo tiene un cierto desenfado de furcia, como en la imagen de zorra adolescente que adoptan algunas de las chicas más descaradas del Central High, que le estremece furtivamente el pene. Trata de no darle importancia, le pasa un brazo alrededor de los hombros -el vello de la nuca todavía está húmedo tras la ducha- y la acerca con casto compañerismo.
– ¿Qué tal le va a Ahmad?
Terry contesta con recelo, consciente de la abrupta transición de puta a madre.
– Parece que bien. Está contento con la gente para la que trabaja, un padre y un hijo libaneses que se han repartido los papeles de poli bueno y poli malo. Parece que el hijo es todo un personaje. A Ahmad le encanta el camión.
– ¿El camión?
– Podría ser un camión cualquiera, pero éste es su camión, como si fuera suyo. Ya sabes cómo son estos enamoramientos. Cada mañana comprueba la presión de los neumáticos, los frenos, todos los líquidos. Suele explicármelo: el aceite del motor, el refrigerante, el líquido del limpiaparabrisas, el ácido de la batería, el líquido de la dirección asistida, el de la transmisión automática… Y ya está, creo. También verifica que las correas del ventilador estén tensas y no sé cuántas cosas más. Dice que los mecánicos de las estaciones de servicio, en las revisiones programadas, van demasiado apurados y resacosos para hacerlo como es debido. El camión también tiene nombre: Excellency . Excellency Home Furnishings. Creían que era la palabra para «excelente».
– Bueno -admite Jack-, casi. Qué ingeniosos.
La erección vuelve mientras intenta pensar en Terry como madre y profesional, auxiliar de enfermería y pintora abstracta, una persona inteligente y polifacética a quien le gustaría conocer aunque no fuera del sexo contrario. Pero sus pensamientos se han despegado de la ropa interior de seda, lila y negra, y de la facilidad, el descuido casi, con que lo trata sexualmente: tanta experiencia, tantos novios acumulados desde que el padre de Ahmad fracasó en su intento de resolver el acertijo americano y se largó. Incluso entonces ella era una muchacha educada en el catolicismo a quien no le importaba irse a vivir con un amante de los turbantes, con un musulmán. Era una chica alocada, le gustaba saltarse las normas. Terri-ble. Un sagrado Terr-or. Se interesa:
– ¿Quién te ha hablado de los judíos y la alianza?
– No sé. Un tío que conocí.
– ¿Lo conociste en qué sentido?
– Lo conocí, Jack. Oye, ¿no hicimos un pacto? Tú no preguntas y yo no tengo que explicarte nada. En los mejores años que se supone que tiene una mujer, yo he estado abandonada y soltera. Y ya he cumplido los cuarenta. No receles porque tenga un pasado.
– No, no es que lo piense, está claro. Pero, como decíamos, cuando te importa alguien, te vuelves posesivo.
– ¿Es eso lo que estábamos diciendo? Yo no he oído eso. Lo único que he oído es que pensabas en Beth. En la patética de Beth.
– En la biblioteca no es tan patética. Se sienta tras el mostrador de consultas y con Internet se desenvuelve mucho mejor que yo.
– Suena fantástico.
– No, pero es una persona.
– Genial. ¿Y quién no? ¿Estás diciendo que yo no?
El genio de los irlandeses te hace apreciar a los luteranos. Su polla percibe el cambio de humor de Teresa, y la erección vuelve a remitir.
– Todos lo somos -la calma-. Tú en especial. En cuanto a lo de la alianza, ahí va un judío que nunca se sintió incluido en ese grupo: mi padre odiaba la religión, y los únicos pactos de que tuve noticia se hacían en barrios en los que no dejaban entrar a los judíos. ¿Cómo está Ahmad de religioso estos días?
Ella se relaja un poco, se recuesta en su almohada. Jack mueve la mirada unos centímetros más abajo, al sujetador negro. La piel pecosa de la zona del esternón parece un poco una tela de crespón, expuesta a los efectos dañinos del sol año tras año, en contraste con la tira de blancura jabonosa que asoma por el costado del sujetador. Jack piensa: «Conque antes que yo ha habido otro judío». ¿Y los demás? Egipcios, chinos, quién sabe. Muchos de los pintores que Terry conoce son tipos a los que dobla en edad. Les debe de parecer una madre con un buen polvo. Quizá sea ése el motivo por el que su hijo es marica, vaya, si es que lo es.
– No te sabría decir -responde-. Nunca me ha hablado mucho de ello. El pobre, qué pinta más frágil y asustada tenía cuando lo dejaba en la mezquita, y subía solo esas escaleras. Después, si le preguntaba cómo le había ido, decía «Muy bien», y luego ni pío. Incluso se sonrojaba. Era algo que no podía compartir. Ahora, con el trabajo, me dijo que no siempre puede llegar a tiempo a la mezquita los viernes, y ese tal Charlie que va con él no parece que sea muy practicante. Pero mira, la verdad es que el chico parece más tranquilo, en general. Por ejemplo, en cómo me habla: tiene más el aire de un hombre, me mira a los ojos. Está satisfecho consigo mismo, por ganar dinero, y no sé, puede que sean imaginaciones mías, pero quizás está también más abierto a ideas nuevas, no tan encerrado en ese sistema de creencias, en opinión mía, tan limitado e intolerante. Se está renovando.
– ¿Tiene novia? -inquiere Jack Levy, agradecido a Terry por haberse decidido a pasar a otro tema que no sean los defectos que ve en él.
– No que yo sepa -dice. A Jack le encanta esa boca irlandesa, sobre todo cuando se pone meditabunda y se olvida de cerrar los labios, el superior un poco tieso, con su pequeño pliegue de carne en medio-. Creo que lo sabría. Llega a casa cansado, deja que le ponga la comida, lee el Corán o, últimamente, el periódico, sobre esta guerra idiota contra el terrorismo, para luego poder hablar con ese tal Charlie, y después se va a la cama. En sus sábanas -se arrepiente de sacar el tema, pero sigue adelante- no hay manchas. -Y añade-: No siempre fue así.
– ¿Cómo vas a saber si sale con alguna chica? -Jack la presiona.
– Oh, pues me lo contaría, aunque sólo fuera para fastidiarme. Nunca ha soportado que yo tuviera amigos varones. Y querría salir por la noche, cosa que no hace.
– No me cuadra. Es un muchacho apuesto. ¿No será gay?
La pregunta no la desconcierta, ya lo había pensado antes.
– Podría equivocarme, pero creo que en ese caso también lo sabría. Su profesor en la mezquita, ese sheij Rachid, da un poco de repelús, aunque Ahmad lo sabe. Lo venera pero no confía en él.
– ¿Dices que conoces al tipo?
– De una o dos veces, cuando iba a recoger a Ahmad o a dejarlo. Conmigo era muy correcto y educado. Pero percibí odio. Para él, yo era un trozo de carne, de carne impura.
«Carne impura.» La erección de Jack ha vuelto. Se obliga a centrarse al menos un minuto más antes de revelar este suceso posiblemente inoportuno. Es algo que había olvidado, el que en el simple hecho de tenerla reside cierto placer: un mango firme, recio, pertinaz, lo que se ha dado en llamar, con ligero descaro y petulancia, el centro de tu ser, y que trae consigo la sensación de que por momentos existes en algo más.
– El trabajo -Jack reanuda la conversación-, ¿le ocupa muchas horas?
– Depende -dice Terry. Su cuerpo despide, quizás en respuesta a una emanación de él, una hormigueante mezcla de esencias, la más notable la de jabón en la nuca. El tema de su hijo está dejando de interesarla-. Termina cuando ha repartido todos los muebles. Hay días que es temprano, pero generalmente acaba tarde. A veces tienen que transportarlos hasta muy lejos, Camden o incluso Atlantic City.
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