John Updike - Terrorista

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Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del área de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irlandés y de un estudiante egipcio que desapareció de sus vidas cuando tenía tres años. A los once, con el beneplácito de su madre, se convirtió al Islam y, siguiendo las enseñanzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.
Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez más explícitas de implicación en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los túneles de acceso a la Gran Manzana.
Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo más escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empatía hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente árabe-americano que parece destinado a convertirse en un «mártir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beatífica confianza del que se cree merecedor de un paraíso de huríes y miel.

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El verano en New Jersey ha alcanzado el bochorno permanente de julio, pero aun así, sintiendo el frescor del aire en contraste con sus pieles sofocadas por la pasión, los amantes se han tapado con la sábana, arrugada y húmeda por haber estado bajo sus cuerpos. Jack se incorpora apoyándose en la almohada, dejando a la vista los flojos músculos y la pelusa gris de su torso, y Terry, con encantadora impudicia bohemia, no ha subido demasiado su parte de sábana, de modo que sus pechos, blancos como el jabón allá donde el sol nunca los toca, quedan descubiertos para que él los admire y vuelva, si lo desea, a palpar su peso. Le gustan llenitas, aunque no siempre se mantienen entre ciertos límites. Las fragancias de disolvente y aceite de linaza sosiegan a Jack, ahí en la cama de su amante. Como dijo Terry, está trabajando con formatos grandes, más luminosos. Cuando al follar se sienta a horcajadas sobre él, empalándose en su erección, Jack tiene la impresión de que los colores que recubren las paredes se reflejan en sus costados, la tintura va bajando conforme él los acaricia, tensos, llenos de costillas, ostentosos, de blancura irlandesa. No puede imaginar el peso de Beth sobre su pelvis, ni que sea capaz de abrirse suficientemente de piernas. Se han quedado sin posturas, salvo la de la cuchara; e incluso así, su enorme culo lo aparta, como si tuvieran un niño celoso en la cama.

– El asunto es que -reanuda Jack, que ha percibido en el silencio de Terry un alejamiento debido a alguna falta de tacto por su parte- mientras todo sigue no importa que no vaya a durar… La madre naturaleza dice: «¿Y qué más da?». Parece que vaya a ser para siempre. Me encantan tus tetas, hace un rato que no lo decía, ¿no?

– Empiezan a caerse. Deberías haberlas visto cuando tenía dieciocho años. Eran hasta más grandes, y bien respingonas.

– Terry, por favor. No me vuelvas a excitar. Tengo que irme. -Las de Beth también, recuerda, habían sido como dos cuencos del revés, del tamaño de los de tomar cereales por la mañana, con unos pezones duros, en la boca le parecían arándanos.

– ¿Adónde, Jack? -Hay preocupación en la voz de Terry. Una amante sabe cuándo miente el hombre, mientras que la esposa sólo lo supone.

– Una tutoría. Ésta es de verdad, al otro lado de la ciudad. Yo tengo el coche; ella lo va a necesitar dentro de una hora y media para ir a la biblioteca. -Está inseguro, por los vacíos que le deja la modorra poscoital en la cabeza, de cuánta verdad hay en lo que dice. Pero Beth sí tendrá que usar el coche, de eso está seguro.

Terry, al captar su incertidumbre, se queja:

– Jack, siempre estás con las prisas. ¿Huelo mal o qué?

Eso duele, porque Beth sí; por la noche su olor corporal invade la cama, una emanación cáustica de sus profundos pliegues que se suma a la inquietud y el pavor nocturnos de Jack.

– Ni de coña -dice él, ha aprendido estas expresiones de los alumnos-. Ni siquiera… -Se detiene, a punto de sobrepasarse.

– Mi coño. Dilo.

– Ni siquiera ahí -admite él-. Ahí en especial… eres dulce. Eres mi confite de ciruela. -Aunque a decir verdad le da reparo tener la cara metida demasiado rato entre sus piernas, por miedo a que Beth pueda oler a la otra mujer cuando se den el beso de buenas noches: un roce rápido, pero que ha sido una costumbre arraigada durante treinta y seis años de matrimonio.

– Háblame de mi coño, Jack. Quiero oírlo. Suéltate.

– Por favor, Terry. Es grotesco.

– ¿Por qué, pichilla cursi? Anda, un judío con remilgos. ¿Qué tiene de grotesco mi coño?

– Nada, nada -reconoce, vencido-. Es perfecto, precioso. Es…

– ¿Es? ¿El qué? ¿Qué es todas esas cosas bonitas, perfecto y precioso?

– Tu coño.

– Bien. Sigue. -Quizá pretenda resaltar que él usa su coño, como la usa a ella, sin prestar la atención suficiente, sin ver todo lo que lo rodea: el aroma, los aledaños, que la soledad le duela a Terry cuando él se la saca, su conciencia de ser utilizada, y de ser utilizada, precisamente en eso, con aprensión.

– Está mojado -continúa él- y rizado, y por dentro es suave como una flor, y elástico…

– Oh -dice ella-, elástico. Esto se pone interesante. Y le gusta… dime qué es lo que le gusta.

– Le gusta que lo bese y lo lama, que juegue con él y lo penetre… No me hagas seguir, Terry. Así mato la pasión. Estoy loco por ti, tú lo sabes. Eres la mujer más…

– No me lo digas -lo corta, enfadada. Retira la sábana y de un salto sale de la cama; le tremolan las nalgas, que empiezan, como ha dicho antes de otras partes, a colgar. Le está saliendo piel de naranja. Como si hubiera notado los ojos de Jack mirándole el trasero, se da la vuelta ante la puerta del baño, ofreciéndole su pequeño tapiz de color cedro; expone desafiante toda su pastosa blandura (pan blanco sin corteza, le parece a Jack), una invitación amable que él no ha sabido aceptar con suficiente entusiasmo. Verla tan desnuda y femenina, tan susceptible y grumosa, le deja la boca seca, robándole el aire a su vida habitual, vestida y concienzuda. Terry acaba la frase por él-: Eres la mujer más bella desde que Beth se puso gorda como una foca. Te gusta bastante follar conmigo, pero no quieres decir «follar» por miedo a que ella, de algún modo, pueda oírlo. Antes echabas un polvo y te largabas porque te daba miedo que Ahmad pudiera aparecer en cualquier momento, pero ahora que tiene trabajo y se pasa el día fuera, siempre encuentras alguna excusa para no quedarte ni un minuto más de lo preciso. Que simplemente disfrutes de mí, eso es todo lo que te he pedido, pero no, los judíos tienen que sentir culpa, es su manera de mostrar lo especiales que son, lo muy por encima que están de los demás, Dios sólo se cabrea con ellos, por su pútrida y valiosa alianza. ¡Me das asco, Jack Levy!

Da un portazo en el baño, pero queda pillada una punta de la tupida alfombrilla y la puerta sólo se cierra a regañadientes, no antes de que a Jack le dé tiempo a ver, por la ranura, cómo Terry enciende la luz de mala gana y los tremores de sus nalgas irlandesas, nunca besadas por el sol del desierto.

Se queda tumbado, afligido, quiere vestirse pero sabe que así no haría más que darle la razón a ella. Cuando Terry sale finalmente del baño, tras haberse olvidado de él con una ducha, recoge su ropa interior y se la pone con gestos comedidos. Sus pechos se balancean al agacharse, y son lo primero que se cubre, encajándolos en las copas de gasa del sostén y cerrándolo, con una mueca, por detrás. Luego se pone las bragas por los pies, manteniendo el equilibrio con un brazo alargado, apoyándose con mano firme en el tocador, que está oculto bajo una capa de tubos de pintura al óleo. Con la otra mano da un primer tirón y después se ayuda de las dos para terminar de subirse la prenda de nailon; el ensortijado tapiz de color cedro asoma, tras la rápida captura, por encima de la tira elástica de la cintura, como la espuma en una cerveza mal tirada. El sujetador es negro, pero el tanga, lila. Le queda bien abajo de las caderas, deja descubierta la turgencia nacarada de su vientre, como en los pantalones adolescentes más osados, aunque después se pone encima unos vaqueros ordinarios y viejos, de cintura alta, con un brochazo o dos de pintura en la parte delantera. Un jersey de cordoncillo y un par de sandalias de lona y ya tendrá la armadura completa, estará preparada para enfrentarse a la calle y sus oportunidades. Otro hombre podría robársela. Jack teme que cada vez que la ve desnuda pueda ser la última. El desconsuelo lo abate con fuerza suficiente para hacerle gritar:

– ¡No te pongas todo eso! Vuelve a la cama, Terry. Por favor.

– No tienes tiempo.

– Sí que tengo. Acabo de recordar que la tutoría no es hasta las tres. Y en cualquier caso, ese chaval es un perdedor, vive en Fair Lawn, y sus padres son unos ilusos que creen que con mi ayuda entrará en Princeton. Evidentemente, no está en mis manos. ¿No te quedas?

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