Vio la limusina deslizarse en el fluir del tráfico. Compartió con ella su partida, la compartió por completo. No serían más que unas semanas, aunque durante ese período supo que hasta el más sencillo útil de la cocina iba a percibirlo como un objeto más nítido, más diferenciado, un objeto de la experiencia inmediata. Sus separaciones eran intensas.
Se cruzó varias veces con McKechnie por el parqué, pero no se dijeron nada, como de costumbre, y evitaron el contacto ocular. Lo buscó en los momentos de menos ajetreo, lo buscó de nuevo en la zona de fumadores. Esa noche lo llamó a su casa.
– Frank, se suponía que un amigo tuyo iba a ponerse en contacto conmigo.
– Ya se lo dije.
– ¿Quién es, dónde está, cuándo hablamos?
– No sé a qué se dedica, pero sé que lo hace en Langley, Virginia.
– ¿Y eso qué supone?
– Joder, Lyle.
– ¿«Joder, Lyle»? ¿Y eso qué es? ¿Joder, Lyle, sin más?
– A ver si utilizas la cabeza -dijo McKechnie.
– Mira, haz el favor de decírmelo, ¿te importa?
– Langley, joder, estado de Virginia.
– ¿«Langley, joder, estado de Virginia»? ¿Y qué es eso?
– No seas idiota. Estás siendo idiota a propósito.
– ¿Y es que hay una maldición que cae sobre uno si dice con todas las letras de qué se trata? Venga ya. ¿Qué se supone que pasa? ¿Se te salen los ojos de las cuencas?
– Mierda, tío, a veces no veas lo bobo que eres.
– Langley, Virginia.
– Eso es.
– ¿Y cuándo me toca enterarme?
– ¿Y a mí qué me cuentas?
– Se supone que se trata de alguna figura siniestra, todo el mundo anda en busca de relaciones que vinculen lo que sea con los terroristas, hay una secretaria que va por ahí según le viene en gana, que resulta que ha conocido al tipo, que al parecer tiene todavía trato con él, que tiene una fotografía en la cocina de su casa. Podría ser importante, Frank.
– No, para mí no podría serlo.
– Ni siquiera sabes a qué se dedica ese… amigo tuyo.
– No lo sé, en efecto.
– Y no lo quieres saber.
– Cuánta razón tienes, Lyle.
– Pero haga lo que haga, lo hace en Langley, Virginia.
– Joder, qué zopenco eres.
– Dilo, Frank.
– Mira, o lo sabes, o no lo sabes. Si no lo sabes, a ver si lo adivinas.
– Quiero oírtelo decir.
– Prueba a adivinarlo.
– Venga, dilo de una vez.
– Te voy a colgar -dijo McKechnie.
– Dímelo en voz baja, al oído.
– Voy a colgar el teléfono, pedazo de alcornoque.
La carne de Rosemary, sus amplísimos muslos, el tacto helador de su cuerpo, eran las preocupaciones de su desapego de todo vínculo común. Una vez se quedaba desnuda, raramente decía ni palabra. La agarraba, la mordía, le dejaba rastros de saliva por todas partes. La respiración de ella era lechosa. Lo único que le interesaba era el sexo más vulgar y corriente. Adecuado, pensó él. Perfectamente aceptable. ¿Por qué no? Ella lo agarraba por el cuello. Sus carnes lo obsesionaban, igual que su color, su tacto, los sutiles olores que despedía. Casi podría haber sido una niña drogada. Quiso arañarle la piel, dejarle las marcas de los dientes, moratones, cardenales, azotándola y arañándola sucesivamente. No era la actitud habitual en las tardes derrochadas. Quería meter la boca dentro de la de ella, rugir.
– Es que paso ya de todo eso. Ni se me ocurre. Lo único que me apetece es dejarlo que caiga por su propio peso. ¿No te parece que todo ei mundo, o casi todo el mundo, tiene ese mismo sentimiento sobre su trabajo, sobre el trabajo al que han dedicado todos esos años?
Además, es demencial. Todo es demencial. En el fondo, ¿hay algo que no lo sea?
Ella nunca le dejaba que fuese él quien la desnudase. Se metía en el cuarto de baño y salía a los diez minutos, aún a disgusto, aunque no con su desnudez, le parecía a él, sino con la manera en que caminaba descalza, como si de algún modo caminara cuesta abajo, con pesadez y cautela. Apenas daba muestra del grado de deseo que su propio cuerpo debiera, o no, haber suscitado en ella.
– Quizás haya algunas personas a las que te pueda presentar.
– Claro, lo sé.
– Me estaba preguntando… -dijo ella-. ¿El coche?
– Claro, lo recuerdo perfectamente.
– El que algunas veces me recoge al terminar el trabajo.
– Por supuestísimo, ¿quiénes, sino ellos?
– Siempre y cuando a ti te apetezca.
– Pues claro, cómo no, ¿para qué he venido?
Sus muslos distorsionaban el perfil de su cuerpo. No eran muslos de alguien que pusiera ningún empeño, por más que le extrañase. Difíciles de ver en alguien que llevaba un vestido, aunque reconfortantes por el hecho de haber confundido todas sus expectativas. Él se apretaba contra ella de continuo, con todo el cuerpo, con una voraz hambre de su carne, las manos masajeándola con fuerza en un amasijo de tenue descoloración. Ella jamás se acercaba ni de lejos al orgasmo. Él lo aceptaba no como una deficiencia que debiera remediar (como suele interpretarse a menudo la cuestión) empleando su paciencia y su destreza, la experiencia del mecánico de la cama, ni tampoco como un agotamiento más profundo, un defecto del espíritu. Era lisa y llanamente parte de la dinámica conjunta de los dos, la condición de su estar juntos, y él no tenía la menor intención de alterar los elementos del embrujo. Ni siquiera deseaba que fuesen de otra forma. Lo de menos era qué clase de sexo fuera el sexo. Lo consabido que impregnaba sus encuentros suplía con creces lo que él deseaba del erotismo y hacía del «uno» o del «otro» una cuestión de semántica recóndita. Él la agarraba con fiereza. Nunca hubo ningún momento en el que él se condujera hasta más allá de una determinada etapa, en que preparase los prolegómenos de la culminación. Era todo demasiado desordenado, los momentos de intensidad vagamente previstos. Él se corría de un modo inesperado, sin cobrar conciencia apenas, sintiéndose a la vez delincuente e ingenuo.
Se va ahora al cuarto de baño, pensó. Se sostiene los pechos con ambas manos y se admira en el espejo de cuerpo entero. Está sonrosada, realizada, plena. Entran dos doncellas para prepararle un baño perfumado. En la cama, de nogal labrado, pensó, su amante se reclina sobre una montaña de sedosos almohadones, rememorando cómo gemía ella de placer.
Ella introdujo el coche en un callejón sin salida. Era domingo, todo estaba en calma a media tarde. Lyle miró por la ventanilla con aire soñador, el brazo colgando por fuera, un surfista que regresa tras pasar el día entero en la playa. La mujer aparcó el coche, apagó la llave de contacto, siguió sentada. Lyle aguardó. Sólo estaba pavimentada una de las dos aceras. La casa era de madera gris, de dos plantas, con matorrales a la entrada, un único árbol. Ella emitió un ruidito de irritación rutinaria al encorvarse para salir del coche. Miró a Lyle, que no había hecho ademán de localizar la manilla de la puerta.
– Se me han olvidado los Cheerios -dijo ella-. Eso precipitará una pequeña crisis por la mañana. ¿Está bien dicho, «precipitará»?
– Eso creo -dijo él-. Puede que no del todo.
Ella alcanzó las bolsas de comestibles.
– ¿Entro ahora? -dijo él-. ¿O espero aquí?
– No, mejor que vengas dentro. Sí, ahora mismo. Creo que de eso se trata.
Oyeron música de piano procedente de la parte posterior de la casa, un tocadiscos al parecer, desde la última planta. La mujer, al reaccionar al sonido, encendió la radio. Hizo a Lyle un gesto y éste se acomodó en un sillón de inmensos brazos laminados. La mujer, Marina Vilar, estaba tras la mesa sobre la que se encontraba la radio, buscando en la parte superior del aparato el dial. Por la ventana, a sus espaldas, Lyle alcanzó a ver parte de un puente, fuera el de Whitestone, fuera el de Throgs Neck. Sabía que no estaban lejos de la frontera del condado de Nassau, pero no llegaba a recordar en ese momento cuál de los dos puentes estaba situado más al este. La mujer encontró lo que buscaba, una emisora en la que un locutor largaba a toda velocidad entre canción y canción, y subió el volumen con satisfacción adusta, mirando directamente a lo alto de la escalera. Marina era rechoncha, poco menos que carente de formas, vestía lo que podrían pasar por ropas de segunda mano. Su rostro era en cambio de rasgos precisos, de huesos poderosos, un residuo de la campesina de los pintores del realismo socialista, cejas amplias, sombras. Llevaba el pelo con raya al medio, recogido sobre las orejas. Sus ojos se concentraban intensamente en lo que mirase, no renunciaban con facilidad a su reafirmación personal. Creía en una cosa, le pareció a él, que excluía todo lo demás. Aunque por el momento no había llegado a saber qué fuera esa cosa, estaba seguro de que ella la había dotado de una especialísima pureza, de una luz salvaje y noble.
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