Ahora los guisantes presentaban unas hermosas florecillas blancas; y los fuertes y verdes tallos de los cebollinos rodeaban la parcela por completo. En un rincón, había un barril lleno del mejor fertilizante: estiércol de vaca, y cerca de éste se levantaban las espalderas de madera que él mismo había hecho con sus propias manos, y por las cuales subían las tomateras.
El Don se dispuso a regar el huerto. Debía hacerlo antes de que el sol calentara más, pues entonces el agua quemaría las delicadas hojas de las lechugas. El sol era más importante que el agua, por esencial que ésta fuese, y si se los combinaba de forma imprudente podían provocar una verdadera catástrofe.
El Don decidió comprobar si había hormigas en el huerto. Si las había, significaba que las hortalizas tenían piojos, pues las hormigas perseguían a éstos para comérselos. En tal caso, debería espolvorear las plantas con insecticida.
Había regado en el momento preciso. El sol empezaba a calentar, y el Don pensó que había que ser prudente y previsor. Pero entonces se dio cuenta de que había algunas enredaderas que necesitaban varas para dirigirlas. Se inclinó para realizar el trabajo. Cuando terminara con esa hilera, regresaría a la casa.
De pronto pareció como si el sol hubiera bajado a pocos centímetros de su cabeza. El aire estaba lleno de motilas doradas. El Don vio al hijo mayor de Michael cruzar el huerto a la carrera en dirección a él que estaba arrodillado, y le pareció que lo rodeaba una cegadora luz amarilla. Pero el Don no se dejaba engañar; era demasiado viejo para ello. Sabía que detrás de aquella luz cegadora estaba la muerte. Con un ademán, intentó evitar que su nieto se acercara. De pronto, sintió como un fuerte martillazo dentro de su pecho, y le faltó el aire. Cayó de bruces al suelo.
El niño corrió a Ikmar a su padre. Michael Corleone y algunos hombres que estaban en la entrada de la finca corrieron hacia el huerto y encontraron al Don con las manos y las rodillas en tierra, haciendo un supremo esfuerzo por incorporarse. Lo levantaron y lo condujeron a la sombra. Michael se acuclilló junto a su padre, mientras los otros se ocupaban de llamar a un médico y de pedir una ambulancia.
El Don abrió los párpados, deseoso de ver una vez más a su hijo. Debido al fuerte ataque al corazón, su piel, por lo general rojiza, se había vuelto azulada. Su estado era desesperado. Percibió los olores del huerto, la luz del sol hirió sus ojos, y murmuró:
– ¡Es tan hermosa la vida!
Se ahorró la visión de las lágrimas de las mujeres, pues murió antes de que regresaran de la iglesia, incluso antes de la llegada de la ambulancia y el médico. Murió rodeado de hombres, y con las manos del hijo que más había amado entre las suyas.
El funeral fue realmente regio. Las Cinco Familias estuvieron representadas por sus jefes y sus _caporegimi_. También asistieron las Familias de Tessio y Clemenza. Johnny Fontane ocupó la cabecera de determinados periódicos por el hecho de asistir al funeral, a pesar de que Michael le había aconsejado que no lo hiciera. Fontane, en una rueda de prensa, declaró que Vito Corleone era su padrino y la mejor persona que había conocido, y añadió que para él suponía un gran honor que se le permitiera presentar sus últimos respetos a un hombre a quien tanto había admirado.
El velatorio tuvo lugar en la casa de la finca, a la vieja usanza. Amerigo Bonasera efectuó un trabajo perfecto. Abandonó todas sus demás obligaciones y se dedicó de lleno a preparar a su viejo amigo y padrino, con el mismo cuidado con que una madre prepara a su hija para la boda. Todos comentaban el hecho de que ni siquiera la muerte había podido borrar la nobleza y la dignidad de los rasgos del Don, y tales comentarios, como es lógico, llenaron de orgullo a Amerigo Bonasera. Sólo él sabía los ímprobos esfuerzos que había supuesto el dar al Don el mismo aspecto que había tenido en vida.
Al funeral acudieron todos los viejos amigos y servidores. Nazorine, su esposa y su hija, ésta acompañada de su marido y de sus hijos. Desde Las Vegas llegaron Lucy Mancini y Freddie. También estaba Tom Hagen y su familia. Y los jefes de las Familias de San Francisco y Los Angeles, Boston y Cleveland. El féretro lo portaban Rocco Lampone, Albert Neri, Clemenza, Tessio y, naturalmente, los hijos del Don. La finca y todas sus casas estaban llenas de coronas y flores.
Fuera de la propiedad esperaban los periodistas y fotógrafos. También había una camioneta en cuyo interior se sabía que varios agentes del FBI filmaban el acontecimiento. Algunos periodistas que lograron introducirse en la finca se encontraron con varios hombres que les cerraron el paso, exigiéndoles que se identificaran y les mostraran la invitación. Y a pesar de que fueron tratados con toda cortesía -incluso les sirvieron refrescos-, no se les permitió entrar en la casa. Intentaron hablar con algunos de los que salían de ésta, pero no consiguieron arrancar de nadie ni una sola sílaba.
Michael Corleone pasó la mayor parte del día en la biblioteca en compañía de Kay, Tom Hagen y Freddie. Recibía muchas visitas, pues todos querían expresarle su condolencia. Michael los recibió a todos con suma cortesía, aun a aquellos que se le dirigieron a él llamándolo Padrino o Don Michael. Kay fue la única en darse cuenta de que en el rostro de su esposo aparecía, cada vez que lo llamaban de cualquiera de esas formas, una leve expresión de disgusto.
Clemenza y Tessio se unieron al pequeño grupo de íntimos, y Michael les sirvió personalmente algo de beber. Se habló algo, no mucho, de negocios. Michael les informó que la finca y todas sus casas serían vendidas a una inmobiliaria. El beneficio sería enorme, lo que demostraba el genio del gran Don.
Todos comprendieron que el imperio Corleone no tardaría en trasladarse al Oeste, que la Familia liquidaría su poder en Nueva York, y que ésta decisión se había demorado hasta el retiro o la muerte del Padrino.
Hacía casi diez años que en la casa no reunía tanta gente, desde la boda de Constanzia Corleone y Carlo Rizzi, recordó alguien. Michael se acercó a la ventana, dirigió la mirada hacia el jardín, y pensó que mucho tiempo atrás había pasado largos ratos en él, en compañía de Kay, sin sospechar siquiera cuan curioso sería su destino. Y su padre, en sus últimos momentos, había dicho: «¡Es tan hermosa la vida!». Michael nunca había oído a Don Corleone pronunciar ni una sola palabra relacionada con la muerte. Debía de respetarla demasiado para filosofar acerca de la misma.
Llegó el momento de ir al cementerio, el momento de enterrar al gran Don. Del brazo de Kay, Michael salió al jardín y se unió a los que acompañarían el cadáver hasta el cementerio. Detrás de él iban los _caporegimi_, seguidos de sus hombres, y luego toda la gente humilde a la que el Padrino había ayudado en el curso de su vida. El panadero Nazorine, la viuda Colombo y sus hijos e infinidad de personas a las que el Don había mandado con firmeza y justicia. Estaban presentes, incluso, algunos que habían sido sus enemigos, pero que ahora querían rendirle un tributo postumo.
Michael lo observaba todo con una sonrisa hermética. El largo cortejo no le impresionaba, pero pensaba que si podía morir diciendo: «¡Es tan hermosa la vida!», se sentiría muy satisfecho. Estaba decidido a seguir los pasos de su padre. Lucharía por sus hijos, por su familia, por su mundo. Pero sus hijos crecerían en un mundo diferente. Serían médicos, artistas, científicos. Gobernadores. Presidentes. Lo que quisieran. Procuraría que se integraran en la sociedad, pero él, padre poderoso y prudente, procuraría no perder de vista a esa sociedad.
A la mañana siguiente, los miembros más importantes de la familia Corleone se reunieron en la finca. Fueron recibidos por Michael Corleone. Llenaban casi por completo la espaciosa biblioteca. Estaban los dos _caporegimi_, Clemenza y Tessio; Rocco Lampone, con su aire de hombre razonable y eficiente; Carlo Rizzi, muy tranquilo, como si no le cupiese duda de cuál era su lugar; Tom Hagen, que había abandonado su papel, estrictamente legal, para prestar su concurso a la resolución de la crisis; Albert Neri, que siempre trataba de permanecer lo más cerca posible de Michael, encendiéndole el cigarrillo, preparándole las bebidas, etc., para demostrar su inquebrantable lealtad a pesar del reciente desastre sufrido por la Familia.
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