Kenzaburo Oé - Salto Mortal

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Un profesor divorciado de mediana edad regresa a Tokio tras pasar quince años impartiendo clases en una universidad americana, para ser sometido a una arriesgada operación. El recuerdo de un antiguo alumno le obsesiona y decide dar con él. Cuál será su sorpresa al encontrar al niño convertido en un muchacho que trabaja para la facción radical de una secta religiosa, un peligroso movimiento que predica el fin inminente de la humanidad.
En Salto mortal, la primera novela que publica Kenzaburo Oé desde que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1994, el autor se desvía de la narración autobiográfica, para adentrarse en una magnífica historia sobre la fe, el carisma de los líderes y los riesgos del fanatismo en la que analiza, con meticulosa sagacidad, la moderna sociedad japonesa. Multitud de escenas se entretejen con naturalidad en una trama que el autor maneja hábilmente, dosificando las sorpresas y las revelaciones, para mantener el suspense hasta la última página.
Salto mortal es un logro asombroso que confirma a Kenzaburo Oé como uno de los narradores más importantes de la actualidad. Su obra ha encontrado siempre una unánime acogida: «Oé no nos ahorra nunca ni un instante de reflexión sobre la cruda realidad», ENRIQUE VILA-MATAS; «sus obras representan una de las exploraciones morales más impresionantes de la novela contemporánea», The Observer; «es un legítimo heredero de Dostoievski», HENRY MILLER.

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En el extremo derecho de la habitación yacía Guiador en su cama, la cabeza vendada, y dos enfermeras, atendiéndole afanosamente por ambos lados, procuraban extraerle flema de la incisión que se le había practicado en la garganta, pero -al parecer- sin éxito. La que dirigía la cura de entre ellas dos le hablaba al inconsciente Guiador, mientras se dedicaba a rein-tentar su maniobra, controlando la conexión del tubo de plástico con la máquina succionadora. De nuevo se oyó iniciarse un fuerte ruido de succión, originándole penosas convulsiones al enfermo, a una con su respiración sofocada. Patrón torció el cuello para desviar su mirada afuera a través de la ventana. También Kizu miró hacia las pesadas nubes que ocupaban el cielo. Sin duda la flema habría salido, pues las enfermeras dirigieron unas palabras de reconocimiento a Guiador -que por cierto seguía sin responder-, y estaban ya recogiendo la máquina.

Cuando se quedaron ellos solos, y antes de que Kizu pudiera situarse a la izquierda de la cama para ver al enfermo de cerca, Patrón acercó la cara a la mejilla de Guiador, y le habló así:

– El profesor Kizu ha venido a verte, Guiador, ¡Guiador! ¿No decías que tenías tanto y tanto que decirle, que tendrías que abreviar? Trata de recordarlo, ¿quieres? Aunque ahora no puedas hablar, si te funciona la cabeza, trata de figurarte lo que te diga el profesor. ¡Te servirá de práctica para cuando ya puedas hablar con él! ¡Va a ser un buen entrenamiento para luego intercambiar palabras y frases!

Kizu vio este comportamiento de Patrón como un punto afectado. En medio de todo, cuando éste tomó la mano de Guiador y la acercó a sí, y teniéndola agarrada le habló, se le veía en posesión de un poder que -por supuesto- podía convertirse en el medio de sanación que Guiador necesitaba para recobrar la conciencia. Los brazos de los dos hombres formaron un caprichoso ángulo, y las manos de ambos, inclinadas, medio se agarraban entre sí, Los grandes dedos de Guiador, ennegrecidos y nervudos, mostraban sus nudillos al trabarse con la mano regordeta y blancuzca de Patrón. Kizu, que lo contemplaba, creyó percibir una energía mental transmitiéndose allí.

El pelo entrecano de Guiador y su piel, que asomaban entre el vendaje puesto tras sufrir su segunda operación, destellaban limpiamente. En la frente se le veía la huella de su reciente herida, y su rostro estaba recobrando el buen color; mientras que el ojo derecho lo tenía oprimido por arrugas. El izquierdo, en cambio, lo tenía abierto, aunque con la pupila desenfocada. Aquella majestuosa y oscura imagen, tan llena de agudeza, que él solía dar, estaba ahora perdida; y más bien se asemejaba a un simpático viejo pueblerino.

– ¡Guiador! ¡Guiador! Mientras tu conciencia está dormida, las palabras tienen que estar esperando para poder convertirse en voz. ¡Si pudieras ahora leerme el pensamiento! Por más que tú has puesto en palabras mis visiones, yo a mi vez no puedo hacer nada por ti… De todas formas, entiendes ¿verdad? que el profesor Kizu ha venido a verte. ¡Guiador!

Kizu tuvo la sensación de ver las palabras amontonadas, como blancos naipes cubiertos de sangre, dentro de la cabeza de Guiador, pero esta imagen era borrosa. En breve tiempo una gruesa lágrima empezó a surcar la mejilla derecha de Guiador.

Y a la vez que Kizu se percataba de ello, también Patrón se encontró enseguida mirando la misma lágrima. Y entonces, aquella impresión tan incómoda que a Kizu le causara la vitalidad corporal de Patrón, se deshizo por completo, igual que se derrite una fina capa de hielo. Lo único que ahora se veía claro era el gran rostro de Patrón cargado de agotamiento, con sus ojos que, sin pestañear, quedaban prendidos de aquella lágrima.

– ¡Guiador, Guiador! -decía Patrón en voz baja, apaciguadora, donde parecía no haber ya lugar para preocuparse más por Kizu.

El color de la tez de Patrón se oscureció, como el sol que se oculta de pronto; a Kizu el cambio le provocó extrañeza. Simultáneamente aquella energía corporal tan viva y aquel modo de hablar incesante, quedaron por igual velados.

Guiador movía esporádicamente su cómica cara enrojecida, y con premiosidad se lamía los labios cuarteados. Entretanto se echó a dormir emitiendo ligeros ronquidos, mientras mantenía el ojo izquierdo abierto, su zona blanca bien visible. Patrón dejó caer su gran cabeza, mostrando así a Kizu la coronilla, que le clareaba bastante.

En éstas, Bailarina, que había aparecido por allí de improviso, para ir a situarse detrás de Kizu, alargó su brazo, y con la yema de su dedo pulgar, que había humedecido de saliva, cerró el párpado de Guiador. Inducido por la patética mirada de Patrón hacia atrás, también Kizu se volvió, para ver cómo la chica, mientras mantenía la vista baja sobre Guiador, se llevaba una vez más el dedo pulgar mojado a la boca y lo chupaba.

Acto seguido Bailarina se secó el dedo con el delantal de papel que se suministraba a los visitantes del hospital, y luego se puso a tapar el pecho y las piernas de Guiador, que estaban al aire. Desde un extremo de la yukata usada como pijama, salió rodando una pelota del tamaño de un puño, de color metálico, cuya caída sorprendió a Patrón y a Kizu. Bailarina, en vez de explicar verbalmente la función de aquella pelota, la recogió, y se puso a practicar con ella ejercicios manuales de recuperación.

A continuación se dirigió a Patrón, que mostraba la espalda encorvada por el cansancio:

– Ya por hoy, debemos volvernos a la oficina -dijo en un murmullo; y a continuación dio a Kizu una explicación bastante considerada-: Es muy de agradecer el estrecho seguimiento que le han hecho a Guiador, pero ayer se encontraba bastante bien, y cuando las jóvenes enfermeras lo llamaron, él les hizo el signo de la victoria con los dedos, algo desusado en él, según creo. Patrón daba saltos de contento. Incluso hoy, su fuerza de agarre ha sorprendido al médico. ¿No quieres estrecharle la mano?

Tras estas palabras, Bailarina dirigió una mirada inteligente hacia el atomizador de desinfectante situado junto a la puerta de la habitación. Kizu expuso de entrada el dorso de sus manos a la acción del desinfectante, y luego ofreció las palmas a la rociada. La mano derecha de Guiador, una vez sujetada por Kizu, devolvía ciertamente el apretón con un gesto rudo. Sobre la prominencia que hacían las articulaciones de ambas manos al estrecharse, Patrón extendió la carnosa palma de su mano para sumar un apretón envolvente.

Luego, los tres visitantes se volvieron a la oficina. Cuando Ikúo, que conducía, detuvo el microbús al llegar, Bailarina ayudó a apearse a Patrón, mientras le retocaba el cuello del abrigo y la bufanda, muy en su papel ella de estar tomando bajo su cargo a todos los allí presentes.

– Como desde por la mañana has estado yendo de un lado a otro sin parar, Patrón, échate ahora un rato en tu habitación, por favor. Por lo visto tienes una conversación pendiente con el profesor Kizu, pero no puede ser ahora, recién llegado de la calle. Profesor: no te importará esperar un poco en la sala de estar, ¿verdad? Ikúo, ten en cuenta que debes estar preparado para llevar luego al profesor.

Patrón guardaba silencio, y se mostró sumiso ante las indicaciones de Bailarina. Desde el punto de vista de Kizu, si este encuentro con Patrón después de tanto tiempo no se veía que fuera a conducir a una conversación fructífera, más le habría valido a él tomar un taxi al salir del hospital. Por otra parte, tampoco le suponía ningún problema esperarse ahora un rato. Después del desgraciado suceso que le sobrevino a Guiador, el portón de entrada lo mantenían con el cerrojo echado; y por eso al oír llegar y detenerse el microbús, Ogi salió a recibirlos. Cuando entró Patrón, sostenido a ambos lados por Bailarina y Ogi respectivamente, no le quedaba ya a aquél una pizca del vigor que había mostrado cuando esperaba a Kizu ante la centralita de las enfermeras. Viéndolo por la espalda caminar, descargando su peso sobre las espaldas de ambos jóvenes, Kizu sintió que se le oprimía el pecho.

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