Kenzaburo Oé - Salto Mortal

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Un profesor divorciado de mediana edad regresa a Tokio tras pasar quince años impartiendo clases en una universidad americana, para ser sometido a una arriesgada operación. El recuerdo de un antiguo alumno le obsesiona y decide dar con él. Cuál será su sorpresa al encontrar al niño convertido en un muchacho que trabaja para la facción radical de una secta religiosa, un peligroso movimiento que predica el fin inminente de la humanidad.
En Salto mortal, la primera novela que publica Kenzaburo Oé desde que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1994, el autor se desvía de la narración autobiográfica, para adentrarse en una magnífica historia sobre la fe, el carisma de los líderes y los riesgos del fanatismo en la que analiza, con meticulosa sagacidad, la moderna sociedad japonesa. Multitud de escenas se entretejen con naturalidad en una trama que el autor maneja hábilmente, dosificando las sorpresas y las revelaciones, para mantener el suspense hasta la última página.
Salto mortal es un logro asombroso que confirma a Kenzaburo Oé como uno de los narradores más importantes de la actualidad. Su obra ha encontrado siempre una unánime acogida: «Oé no nos ahorra nunca ni un instante de reflexión sobre la cruda realidad», ENRIQUE VILA-MATAS; «sus obras representan una de las exploraciones morales más impresionantes de la novela contemporánea», The Observer; «es un legítimo heredero de Dostoievski», HENRY MILLER.

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Kizu observó al joven mientras instruía como monitor a niños de escuela primaria en ejercicios de calentamiento al borde de la piscina, y luego viendo cómo corregía las brazadas de los pequeños nadadores una vez ya en el agua. Pero, sobre todo, cuando el joven mismo se entrenaba nadando, hubo una escena que le dejó una viva impresión. Un día laborable, a horas tempranas de la tarde, en la piscina de la planta baja del club de atletismo se estaban dando dos clases infantiles, y otra de entrenamiento para adultos -que de hecho eran sobre todo mujeres, con algún que otro hombre mayor metido en el grupo-. En la zona reservada para socios numerarios del club había algunas calles marcadas para hacer largos, y en ellas dos o tres nadadores; el agua estaba muy transparente y se notaba algo más fría que de costumbre. Uno de los nadadores era Kizu.

Entretanto llegó la hora de otro turno de clase, y en el amplio espacio abierto entre la piscina principal y otra dedicada a prácticas de natación sincronizada se daba una clase a muchos niños, que en ese momento empezaban su gimnasia preparatoria de calentamiento. Kizu, una vez realizada su práctica natatoria del día, se disponía a levantar el campo, cuando -por entre el grupo de los jóvenes monitores, contratados por horas, que allí departían amigablemente- tuvo ocasión de ver una escena singular. Al pie de la escalera, en una zona dedicada a duchas y surtidores para lavarse los ojos, había un profundo estanque de agua de un par de metros cuadrados, que en principio le había parecido ser nada más que una pileta algo especial, pero que en realidad era una piscina para prácticas de buceo. Al lado estaban tres chicas en traje de baño, luciendo unos poderosos muslos que sobresalían desde el corte alto del bañador; apoyando los brazos en la barandilla metálica, miraban hacia abajo. Kizu se detuvo cerca de ellas.

Allí apareció una cabeza cubierta con un gorro de goma blanco que emergía recta de la superficie; y tras ella, el movimiento de unos hombros, imponente y calmoso al mismo tiempo. Agarrándose con una mano a la hendidura de la pared que había casi al ras del agua, el buceador tomó aire con energía, profundamente. El cuerpo que así destacaba a cierta altura de la superficie era el de un joven sin exceso alguno de grasa, de piel tensa y dura. Kizu vio atraída su atención por el aspecto natural de aquel cuerpo, que no parecía resultado de haberse fortalecido a base de entrenamiento. El gorro de goma que llevaba puesto era el distintivo normal de los monitores de natación; y en cuanto el joven irrumpió en la superficie desde el profundo suelo de la piscina, Kizu lo reconoció: "¡Ah, es aquél!", se dijo, pues entre los que trabajaban allí no era corriente esa musculatura. En verdad, las tres chicas altas que estaban mirando hacia la piscina también tenían un arranque de cuello imponente, en forma de abanico, marcándoles un punto de distorsión en la línea de los hombros. De nuevo el joven se sumergía derechamente en el agua: Sin tomar impulso, soltó el agarre que había hecho en la ranura de la pared y bajó la cabeza; luego pegó los brazos a los costados, y sin más se alejó, dejando apenas que unas suaves ondulaciones se esparcieran sobre la superficie. A continuación transcurrió un rato, más largo de lo que espontáneamente se hubiera esperado, y el joven emergió, lleno de vigor, pero quedamente, sobre el agua. Asomando su torso por encima de la superficie, él emitió un agudo sonido mientras inhalaba aire.

Acto seguido el joven se agarró al canalito que circundaba la piscina y orientó su cara hacia Kizu, levantándola enseguida; no llevaba gafas protectoras, ni tampoco -por cierto- aquel rostro acusaba la intensidad del esfuerzo realizado. No prestó la más mínima atención a las chicas. Su frente era como de tortuga, las cuencas oculares rehundidas, el puente de la nariz ancho y los labios gruesos. Su cutis, a partir de las orejas, y pasando por las mejillas hasta el mentón, parecía tensado como por un cinturón ceñido de cuero. Su mandíbula era poderosa. Kizu pensaba que nunca antes había visto un japonés así. Parecía sin duda alguna de raza mongólica. Un rostro fiero, pero transmitiendo al mismo tiempo cierto aire de refinamiento. Y aun con todo, de esa cara tan masculina afloraban unos grandes ojos, de mirada fija, que hacían a uno pensar que eran los ojos obstinados de una mujer sin corazón los que tenía ante sí.

Mientras Kizu echaba a andar para alejarse de allí, se sintió interiormente conmocionado. Pero, tal vez por el saber que dan los años, estaba persuadido de que, ante una inquietud que se presenta así de pronto, más que tratar de dictaminar sobre ella, merece la pena distraer el ánimo para dejarla pasar. A partir de ese momento, cuandoquiera que aquel joven dirigía una clase de socios adultos, y él le ponía la vista encima, una ligera inquietud lo turbaba, y tenía que acabar desviando la mirada. La primera vez que Kizu tuvo ocasión de hablar con el joven fue en el lugar llamado "Sala de Secado" del club de atletismo.

En los primeros seis meses tras su incorporación al club, la tercera parte del utillaje usado para entrenamientos se había renovado; hasta ese punto se hacía sentir el dinamismo que presidía la vida del club. Pero en medio de eso había un único elemento que, incluso por su construcción, daba muestras claras de su vejez, un lugar especialmente sombrío: una salita de quince tatamis, con una única puertecilla de entrada y salida; en su zona central había algo que estaba reñido -como el fuego y el agua- con la modernidad de las instalaciones de otras dependencias del club, a saber: un recinto elíptico construido en madera, como un cercado; dentro había un rimero de piedras ennegrecidas, que se calentaban para conseguir un efecto de sauna. En resumidas cuentas, hacía las veces de sauna del club, pero su temperatura ambiental era más baja que la de la sauna aneja a ciertos baños públicos, y desde luego sin la modernidad de las instalaciones de hoy día.

Los socios del club solían sentarse en unas amplias gradas de madera construidas a dos niveles, teniendo como respaldo una pared de madera envejecida y sin pintar; allí se secaban de la fría humedad que traían de la piscina. Ni que decir tiene que los niños y niñas utilizaban habitualmente este servicio de la Sala de Secado; pero también los socios asiduos mayores, como un sustitutivo de la gimnasia que solía hacerse antes de entrar en la piscina para relajar los músculos, se echaban sobre grandes toallas amarillas en aquella sauna de moderada temperatura, para echar fuera el sudor.

Así las cosas, la primera vez que alguien le dirigió la palabra a Kizu fue en cierta ocasión en que tanto él como aquel joven llevaban largo rato sentados en la penumbrosa Sala de Secado, según la costumbre de los socios mayores. No obstante, a la escasa y única luz de la habitación, Kizu no advirtió que el hombre que se tendía a ratos en un remoto rincón era aquel chico. Y esto, motivado también porque el hombre en cuestión, sin duda para incrementar el efecto de sudoración, se había echado la toalla de baño por la cabeza, cubriéndose el torso, envolviéndose en ella y dejando al aire sólo la caña de sus piernas, de las rodillas a los pies.

Desde que Kizu entrara en la Sala de Secado había transcurrido un tiempo considerable, y en ese rato habían llegado siete u ocho chicas de algo más de quince años, que habían ocupado las gradas superiores e inferiores del lado derecho, justo enfrente de la puerta. Las chicas se pusieron a charlar animada y estentóreamente entre ellas, y Kizu supo pronto que eran miembros del equipo de natación de un colegio femenino católico, alumnas de segundo ciclo de Grado Medio. Hablaban del número que les había tocado representar -como equipo de natación- en las fiestas del colegio, relativo al Libro de Jonás. Con viva energía, como corresponde a la preparación de un festival, ellas se quejaban -sin embargo- por su mala suerte y su insatisfacción, intercambiando voces que rayaban en griterío. Kizu estaba a la escucha, y comprobó que una chica bajita, al parecer de una clase inferior a las demás, destacaba del resto por su manera de hablar.

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