Patrick Süskind - El Perfume – Historia De Un Asesino

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Quizá los olores evoquen el privilegio de la invisibilidad. Antes del tacto, sucede el olor, como mensajero de una esencia que sabe desaparecer en el aire y ser agente de un gran poder. La seducción que despliega el olor es implacable: se instala en nosotros y sella su poderío en los tejidos de la memoria. Jean-Baptiste Grenouille tiene su marca de nacimiento: no despide ningún olor y por ello hace temer la presencia de algún demonio. Al mismo tiempo posee un don excepcional: un olfato prodigioso que le permite percibir todos los olores del mundo. Desde la miseria en que nace, abandonado al cuidado de unos monjes, Jean-Baptiste Grenouille lucha contra su condición y escala posiciones sociales convirtiéndose en un afamado perfumista. Crea perfumes capaces de hacerle pasar inadvertido o inspirar simpatía, amor, compasión… Para obtener estas fórmulas magistrales debe asesinar a jóvenes muchachas vírgenes, obtener sus fluidos corporales y licuar sus olores íntimos. Su arte se convierte en una suprema e inquietante prestidigitacion. Patrick Süskind, convertido en maestro del naturalismo irónico, nos transmite una visión ácida y desengañada del hombre en un libro repleto de sabiduría olfativa, imaginación y enorme amenidad. Su persuasión iguala la de su personaje y nos propone una inmersión literaria en el arco iris natural de los olores y en los turbadores abismos del espíritu humano.

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Exigió a monsieur Grimal una declaración por escrito de que se hacía cargo del muchacho, firmó por su parte el recibo de quince francos de comisión y emprendió el regreso a su casa de la Rue de Charonne, sin sentir la menor punzada de remordimiento. Por el contrario, creía haber obrado no sólo bien, sino además con justicia, puesto que seguir manteniendo a un niño por el que nadie pagaba redundaría en perjuicio de los otros niños e incluso de sí misma y pondría en peligro el futuro de los demás pupilos y su propio futuro, es decir, su propia muerte privada, que era el único deseo que tenía en la vida.

Dado que abandonamos a madame Gaillard en este punto de la historia y no volveremos a encontrarla más tarde, queremos describir en pocas palabras el final de sus días. Aunque muerta interiormente desde niña, madame Gaillard alcanzó para su desgracia una edad muy avanzada. En 1782, con casi setenta años, cerró su negocio y se dedicó a vivir de renta en su pequeña vivienda, esperando la muerte. Pero la muerte no llegaba. En su lugar llegó algo con lo que nadie en el mundo habría podido contar y que jamás había sucedido en el país, a saber, una revolución, o sea una transformación radical del conjunto de condiciones sociales, morales y trascendentales.

Al principio, esta revolución no afectó en nada al destino personal de madame Gaillard. Sin embargo, con posterioridad -cuando casi tenía ochenta años-, sucedió que el hombre que le pagaba la renta se vio obligado a emigrar y sus bienes fueron expropiados y pasaron a manos de un fabricante de calzas. Durante algún tiempo pareció que tampoco este cambio tendría consecuencias fatales para madame Gaillard, ya que el fabricante de calzas siguió pagando puntualmente la renta. No obstante, llegó un día en que le pagó el dinero no en monedas contantes y sonantes, sino en forma de pequeñas hojas de papel impreso, y esto marcó el principio de su fin material.

Pasados dos años, la renta ya no llegaba ni para pagar la leña. Madame Gaillard se vio obligada a vender la casa, y a un precio irrisorio además, porque de repente había millares de personas que, como ella, también tenían que vender su casa. Y de nuevo le pagaron con aquellas malditas hojas que al cabo de otros dos años habían perdido casi todo su valor, hasta que en 1797 -se acercaba ya a los noventa- perdió toda la fortuna amasada con su trabajo esforzado y secular y fue a alojarse en una diminuta habitación amueblada de la Rue des Coquelles. Y entonces, con un retraso de diez o veinte años, llegó la muerte en forma de un lento tumor en la garganta que primero le quitó el apetito y luego le arrebató la voz, por lo que no pudo articular ninguna protesta cuando se la llevaron al Hotel-Dieu. Allí la metieron en la misma sala atestada de moribundos donde había muerto su marido, le acostaron en una cama con otras cinco mujeres totalmente desconocidas, que yacían cuerpo contra cuerpo, y la dejaron morir durante tres semanas a la vista de todos. Entonces la introdujeron en un saco, que cosieron, la tiraron a las cuatro de la madrugada a una carreta junto con otros cincuenta cadáveres y la llevaron, acompañada por el repiqueteo de una campanilla, al recién inaugurado cementerio de Clamart, a casi dos kilómetros de las puertas de la ciudad, donde la enterraron en una fosa común bajo una gruesa capa de cal viva.

Esto sucedió el año 1799. Gracias a Dios, madame Gaillard no presentía nada de este destino que tenía reservado cuando aquel día del año 1747 regresó a casa tras abandonar al muchacho Grenouille y nuestra historia. Es probable que hubiese perdido su fe en la justicia y con ella el único sentido de la vida que era capaz de comprender.

6

Después de la primera mirada que dirigió a monsieur Grimal o, mejor dicho, después del primer husmeo con que absorbió el aura olfativa de Grimal, supo Grenouille que este hombre sería capaz de matarle a palos a la menor insubordinación. Su vida valía tanto como el trabajo que pudiera realizar, dependía únicamente de la utilidad que Grimal le atribuyera, de modo que Grenouille se sometió y no intentó rebelarse ni una sola vez. Día tras día concentraba en su interior toda la energía de su terquedad y espíritu de contradicción empleándola solamente para sobrevivir como una garrapata al período glacial que estaba atravesando; resistente, frugal, discreto, manteniendo al mínimo, pero con sumo cuidado, la llama de la esperanza vital.

Se convirtió en un ejemplo de docilidad, laboriosidad y modestia, obedecía en el acto, se contentaba con cualquier comida. Por la noche se dejaba encerrar en un cuartucho adosado al taller donde se guardaban herramientas y pieles saladas. Allí dormía sobre el suelo gastado por el uso. Durante el día trabajaba de sol a sol, en invierno ocho horas y en verano catorce, quince y hasta dieciséis; limpiaba de carne las hediondas pieles, las enjuagaba, pelaba, blanqueaba, cauterizaba y abatanaba, las impregnaba de tanino, partía leña, descortezaba abedules y tejos, bajaba al noque, lleno de vapor cáustico, y colocaba pieles y cortezas a capas; tal como le indicaban los oficiales, esparcía agallas machacadas por encima y cubría la espantosa hoguera con ramas de tejo y tierra. Años después tuvo que apartarlo todo para extraer de su tumba las pieles momificadas, convertidas en cuero.

Cuando no enterraba o desenterraba pieles, acarreaba agua. Durante meses acarreó agua desde el río, cada vez dos cubos, cientos de cubos al día, pues el taller necesitaba ingentes cantidades de agua para lavar, ablandar, hervir y teñir. Durante meses vivió con el cuerpo siempre húmedo de tanto acarrear agua; por las noches la ropa le chorreaba y tenía la piel fría, esponjada y blanda como el cuero lavado.

Al cabo de un año de esta existencia más animal que humana, contrajo el ántrax maligno, una temida enfermedad de los curtidores que suele producir la muerte. Grimal ya le había desahuciado y empezado a buscar un sustituto, -no sin lamentarlo, porque no había tenido nunca un trabajador más frugal y laborioso- cuando Grenouille, contra todo pronóstico, superó la enfermedad. Sólo le quedaron cicatrices de los grandes ántrax negros que tuvo detrás de las orejas, en el cuello y en las mejillas, que lo desfiguraban, afeándolo todavía más. Aparte de salvarse, adquirió -ventaja inapreciable- la inmunidad contra el mal, de modo que en lo sucesivo podría descarnar con manos agrietadas y ensangrentadas las pieles más duras sin correr el peligro de contagiarse.

En esto no sólo se distinguía de los aprendices y oficiales, sino también de sus propios sustitutos potenciales. Y como ahora ya no era tan fácil de reemplazar como antes, el valor de su trabajo se incrementó y también, por consiguiente, el valor de su vida. De improviso ya no tuvo que dormir sobre el santo suelo, sino que pudo construirse una cama de madera en el cobertizo y obtuvo paja y una manta propia. Ya no le encerraban cuando se acostaba y la comida mejoró. Grimal había dejado de considerarle un animal cualquiera; ahora era un animal doméstico útil.

Cuando tuvo doce años, Grimal le concedió medio domingo libre y a los trece pudo incluso disponer de una hora todas las noches, después del trabajo, para hacer lo que quisiera. Había triunfado, ya que vivía y poseía una porción de libertad que le bastaba para seguir viviendo.

Había terminado el invierno. La garrapata Grenouille volvió a moverse; oliscó el aire matutino y sintió la atracción de la caza. El mayor coto de olores del mundo le abría sus puertas: la ciudad de París.

7

Era como el país de Jauja. Sólo el vecino barrio de Saint-Jacques-de-la-Boucherie y de Saint Eustache eran Jauja. En las calles adyacentes a la Rue Saint-Denis y la Rue Saint-Martin la gente vivía tan apiñada, las casas estaban tan juntas una de otra, todas de cinco y hasta seis pisos, que no se veía el cielo y el aire se inmovilizaba sobre el suelo como en húmedos canales atiborrados de olores que se mezclaban entre sí: olores de hombres y animales, de comida y enfermedad, de agua, piedra, cenizas y cuero, jabón, pan recién cocido y huevos que se hervían en vinagre, fideos y latón bruñido, salvia, cerveza y lágrimas, grasa y paja húmeda y seca. Miles y miles de aromas formaban un caldo invisible que llenaba las callejuelas estrechas y rara vez se volatilizaba en los tejados y nunca en el suelo. Los seres humanos que allí vivían ya no olían a nada especial en este caldo; de hecho, había surgido de ellos y los había empapado una y otra vez, era el aire que respiraban y del que vivían, era como un ropaje cálido, llevado largo tiempo, que ya no podían oler y ni siquiera sentían sobre la piel. En cambio, Grenouille lo olía todo como por primera vez y no sólo olía el conjunto de este caldo, sino que lo dividía analíticamente en sus partes más pequeñas y alejadas. Su finísimo olfato desenredaba el ovillo de aromas y tufos, obteniendo hilos sueltos de olores fundamentales indivisibles. Destramarlos e hilarlos le causaba un placer indescriptible.

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