Patrick Süskind - El Perfume – Historia De Un Asesino

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Quizá los olores evoquen el privilegio de la invisibilidad. Antes del tacto, sucede el olor, como mensajero de una esencia que sabe desaparecer en el aire y ser agente de un gran poder. La seducción que despliega el olor es implacable: se instala en nosotros y sella su poderío en los tejidos de la memoria. Jean-Baptiste Grenouille tiene su marca de nacimiento: no despide ningún olor y por ello hace temer la presencia de algún demonio. Al mismo tiempo posee un don excepcional: un olfato prodigioso que le permite percibir todos los olores del mundo. Desde la miseria en que nace, abandonado al cuidado de unos monjes, Jean-Baptiste Grenouille lucha contra su condición y escala posiciones sociales convirtiéndose en un afamado perfumista. Crea perfumes capaces de hacerle pasar inadvertido o inspirar simpatía, amor, compasión… Para obtener estas fórmulas magistrales debe asesinar a jóvenes muchachas vírgenes, obtener sus fluidos corporales y licuar sus olores íntimos. Su arte se convierte en una suprema e inquietante prestidigitacion. Patrick Süskind, convertido en maestro del naturalismo irónico, nos transmite una visión ácida y desengañada del hombre en un libro repleto de sabiduría olfativa, imaginación y enorme amenidad. Su persuasión iguala la de su personaje y nos propone una inmersión literaria en el arco iris natural de los olores y en los turbadores abismos del espíritu humano.

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Baldini los tenía a millares. Su oferta abarcaba desde las "essences absolues", esencias de pétalos, tinturas, extractos, secreciones, bálsamos, resinas y otras drogas en forma sólida, líquida o cérea, hasta aguas para el baño, lociones, sales volátiles, vinagres aromáticos y un sinnúmero de perfumes auténticos, pasando por diversas pomadas, pastas, polvos, jabones, cremas, almohadillas perfumadas, bandolinas, brillantinas, cosmético para los bigotes, gotas para las verrugas y emplastos de belleza.

Sin embargo, Baldini no se contentaba con estos productos clásicos del cuidado personal. Su ambición consistía en reunir en su tienda todo cuanto oliera o sirviera para producir olor. Y así, junto a las pastillas olorosas y los pebetes y sahumerios, tenía también especias, desde semillas de anís a canela, jarabes, licores y jugos de fruta, vinos de Chipre, Málaga y Corinto, mieles, cafés, tés, frutas secas y confitadas, higos, bombones, chocolates, castañas e incluso alcaparras, pepinos y cebollas adobados y atún en escabeche. Y además, lacre perfumado, papel de cartas oloroso, tinta para enamorados que olía a esencia de rosas, carpetas de cuero español, portaplumas de madera de sándalo blanca, estuches y cofres de madera de cedro, ollas y cuencos para pétalos, recipientes de latón para incienso, frascos y botellas de cristal con tapones de ámbar pulido, guantes y pañuelos perfumados, acericos rellenos de flores de nuez moscada y papeles pintados con olor a almizcle que podían llenar de perfume una habitación durante más de cien años.

Como es natural, no todos estos artículos tenían cabida en la pomposa tienda que daba a la calle (o al puente), por lo que, a falta de un sótano, tenían que guardarse no sólo en el almacén propiamente dicho, sino también en todo el primero y segundo piso y en casi todas las habitaciones de la planta baja orientadas al río.

El resultado era que en casa de Baldini reinaba un caos indescriptible de fragancias. Precisamente por ser tan selecta la calidad de cada uno de los productos -ya que Baldini sólo compraba lo mejor-, el conjunto de olores era insoportable, como una orquesta de mil músicos que tocaran "fortissimo" mil melodías diferentes. El propio Baldini y sus empleados eran tan insensibles a este caos como ancianos directores de orquesta ensordecidos por el estruendo, y también su esposa, que vivía en el tercer piso y defendía encarnizadamente su vivienda contra cualquier ampliación del almacén, percibía los múltiples olores sin muestras de saturación.

No así el cliente que entraba por primera vez en la tienda de Baldini. La mezcla de fragancias le salía al paso como un puñetazo en la cara y, según su constitución, le exaltaba o aturdía y en cualquier caso confundía de tal modo sus sentidos que a menudo olvidaba por qué había venido. Los chicos de recados olvidaban sus encargos. Los caballeros altivos se volvían suspicaces y alguna que otra dama sufría un ataque mitad histérico, mitad claustrofóbico, se desmayaba y sólo podía ser reanimada con las sales volátiles más fuertes, compuestas de esencia de claveles, amoníaco y alcohol alcanforado.

En semejantes circunstancias no era de extrañar que el carillón persa de la puerta de Giuseppe Baldini sonara cada vez con menos frecuencia y las garzas de plata escupieran a intervalos cada vez más largos.

10

– Chènier! -gritó Baldini desde detrás del mostrador, donde había pasado horas inmóvil como una estatua, mirando fijamente la puerta-. Poneos la peluca!

Y entre jarras de aceite de oliva y jamones de Bayona colgados del techo, Chènier, el encargado de Baldini, algo más joven que éste pero también un hombre viejo, apareció en la parte elegante del establecimiento. Se sacó la peluca del bolsillo de la levita y se la encasquetó.

– Salís, señor Baldini?

– No -respondió el interpelado-, me retiraré unas horas a mi despacho y no deseo ser molestado bajo ningún concepto.

– Ah, comprendo! Pensáis crear un nuevo perfume.

– Así es. Destinado a perfumar un cuero español para el conde Verhamont. Me ha pedido algo nuevo, algo como… como… creo que ha mencionado algo llamado "Amor y Psique", obra de ese… ese chapucero de la Rue Saint-Andrè-des-Arts, ese…ese…

– Pèlissier.

– Eso, Pèlissier. Eso es. Así se llama el chapucero. "Amor y Psique", de Pèlissier. ¿Lo conocéis?

– Sí, claro. Se huele ya por todas partes. Se huele en todas las esquinas. Aunque, si deseáis saber mi opinión… nada especial! Desde luego no puede compararse en modo alguno con lo que vos compondréis, señor Baldini.

– Naturalmente que no.

– Ese "Amor y Psique" tiene un olor en extremo vulgar.

– ¿Vulgar?

– Completamente vulgar, como todo lo de Pèlissier. Creo que contiene aceite de lima.

– ¿De veras? ¿Y qué más?

– Esencia de azahar, tal vez. Y posiblemente tintura de romero, aunque no puedo afirmarlo con seguridad.

– No me importa nada en absoluto.

– Naturalmente.

– Me importa un bledo lo que ese chapucero de Pèlissier ha echado en su perfume. No me pienso inspirar en él!

– Con toda la razón, monsieur.

– Como sabéis, nunca me inspiro en nadie. Como sabéis, elaboro siempre mis propios perfumes.

– Lo sé, monsieur.

– La idea nace siempre de mí!

– Lo sé.

– Y tengo intención de crear para el conde Verhamont algo que hará verdaderamente furor.

– Estoy convencido de ello, señor Baldini.

– Encargaos de la tienda.

Necesito tranquilidad. No dejéis que nadie se acerque a mí, Chènier…

Dicho lo cual salió, arrastrando los pies, ya no como una estatua, sino como correspondía a su edad, encorvado, incluso como apaleado, y subió despacio la escalera hasta el primer piso, donde estaba su despacho.

Chènier se colocó detrás del mostrador en la misma posición que adoptara antes el maestro y se quedó mirando fijamente la puerta. Sabía qué ocurriría durante las próximas horas: nada en la tienda y arriba, en el despacho, la catástrofe habitual. Baldini se quitaría la levita impregnada de agua de franchipán, se sentaría ante su escritorio y esperaría una inspiración. Esta inspiración no llegaría. Entonces se dirigiría a toda prisa al armario donde guardaba centenares de frascos de ensayo y haría una mezcla al azar. Esta mezcla no daría el resultado apetecido. Con una maldición, abriría de par en par la ventana y tiraría el frasco al río. Haría otra prueba, que también fracasaría, y entonces empezaría a gritar y vociferar y acabaría hecho un mar de lágrimas en la habitación de ambiente casi irrespirable. Hacia las siete de la tarde bajaría desconsolado, temblando y llorando, y confesaría: "Chènier, ya no tengo olfato, no puedo crear el perfume, no puedo entregar el cuero español para el conde, estoy perdido, estoy muerto por dentro, quiero morirme, Chènier, ayudadme a morir!" Y Chènier le propondría enviar a alguien por un frasco de "Amor y Psique" y Baldini accedería con la condición de que nadie se enterase de semejante vergüenza; Chènier lo juraría y por la noche perfumarían el cuero del conde Verhamont con la fragancia ajena. Así sería y no de otro modo y el único deseo de Chènier era que toda la escena ya se hubiera desarrollado.

Baldini ya no era un gran perfumista. Antes, sí; en su juventud, treinta o cuarenta años atrás, había creado la "Rosa del sur" y el "Bouquet galante de Baldini", dos perfumes realmente grandes a los que debía su fortuna. Pero ahora era viejo y se había consumido; ya no conocía las modas de la época y los gustos nuevos de la gente y cuando lograba componer una fragancia inédita, era una mezcla pasada de moda, invendible, que al año siguiente diluían en una décima parte y malvendían como agua perfumada para surtidor. Lo siento por él, pensó Chènier, arreglándose la peluca ante el espejo, lo siento por el viejo Baldini y también por su bonito negocio, porque lo arruinará y lo siento por mí, que ya seré demasiado viejo para remontarlo cuando lo haya arruinado…

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