Dick yacía acostado en la habitación de techo bajo, tan fría en los meses de invierno cuando caía la tarde como caliente en verano; estaba ansioso e inquieto, furioso contra su impotencia. No le gustaba que Mary bregara todo el día con los nativos; no era trabajo para una mujer. Y además, no sabía tratarlos y había escasez de mano de obra. Pero sintió alivio y se tranquilizó cuando ella le dijo que el trabajo iba progresando. No le habló de lo mucho que detestaba a los nativos ni de cómo la afectaba la hostilidad casi palpable que intuía en ellos; sabía que Dick tendría que permanecer en cama bastantes días más y que ella debía cumplir con su deber tanto si le gustaba como si no. Y en realidad, le gustaba. La sensación de tener a sus órdenes a unos ochenta jornaleros negros le infundía una confianza nueva; la estimulaba doblegarles bajo su férula y obligarles a hacer su voluntad.
Al finalizar la semana fue ella quien se sentó a la mesa pequeña de la veranda, entre las macetas de plantas, mientras los peones esperaban fuera, bajo tos árboles, para cobrar el jornal, que se pagaba mensualmente.
Atardecía, las primeras estrellas ya habían hecho su aparición en el cielo; sobre la mesa había un quinqué cuya llama baja y exigua parecía un pájaro triste prisionero en una jaula de cristal. El boy, en pie a su lado, iba llamando uno por uno los nombres de la lista. Cuando les tocó el turno a los que habían desoído su llamada el primer día, les dedujo media corona, entregándoles el resto en plata; el sueldo medio era de unos quince chelines al mes. Se oyeron murmullos de queja entre los nativos; y como la protesta amenazaba con generalizarse, el capataz se acercó al muro bajo y empezó a discutir con ellos en su lengua. Mary sólo comprendía algunas palabras, pero no le gustó la actitud y el tono de aquel hombre, que parecía exhortarles a aceptar su mala suerte y no les reñía, como habría querido hacer ella, por su negligencia y pereza. Al fin y al cabo, no habían hecho nada durante varios días. Y si quería cumplir su amenaza, tenía que deducirles a todos dos chelines y seis peniques, porque ninguno la había obedecido, apareciendo en el campo mucho después de los especificados diez minutos. Ellos habían faltado a su deber; ella tenía razón; y el capataz debía decirles aquello, en lugar de discutir y encogerse de hombros e incluso reír en un momento dado. Por fin se volvió hacia ella y le dijo que estaban descontentos y reclamaban lo que les pertenecía. Mary replicó con brevedad y contundencia que les había dicho que deduciría aquella cantidad y que pensaba cumplir su palabra. No cambiaría de opinión. Enfadada de repente, añadió, sin reflexionar, que quienes no estaban de acuerdo podían marcharse. Continuó ordenando los pequeños montones de billetes y monedas de plata, sin hacer caso de la tormenta de voces desencadenada bajo los árboles. Algunos se fueron al poblado, aceptando la situación. Otros esperaron en grupo hasta que les hubo pagado a todos y entonces se acercaron al muro. Uno por uno hablaron al boy, diciéndole que querían marcharse. Mary se asustó un poco, porque sabía lo difícil que era conseguir mano de obra y que se trataba de la máxima preocupación de Dick. No obstante, incluso mientras volvía la cabeza para escuchar los movimientos de Dick en la cama, separado de ella por el grosor de una pared, siguió rebosando decisión y resentimiento, porque esperaban ser pagados por un trabajo que no habían hecho, abandonándolo para ir de visita cuando Dick estaba enfermo; y sobre todo, porque no habían ido a los campos en aquel intervalo de diez minutos. Se volvió hacia el grupo y dijo que los nativos contratados no podían marcharse.
Estos últimos habían sido reclutados por el equivalente sudafricano de la antigua patrulla de reclutamiento: hombres blancos que acechan a las bandas migratorias de nativos que salen a las carreteras en busca de trabajo, los hacinan en grandes camiones, a menudo contra su voluntad (persiguiéndoles a veces por la espesura durante kilómetros si intentan escaparse), les engañan con promesas de buenos empleos y por fin los venden a los agricultores blancos a cinco libras o más por cabeza y por un contrato de un año.
Mary sabía que algunos de ellos huirían de la granja durante los próximos días y unos cuantos no serían recuperados por la policía porque cruzarían la frontera por las colinas y ya no volverían. Pero no se dejaría acobardar por el temor de que se fueran o por los problemas de mano de obra de Dick; moriría antes que mostrarse débil. Les dijo que se fueran a sus casas, usando a la policía como amenaza. A. los demás, que trabajaban por meses y que Dick retenía con una mezcla de adulación y jocosas amenazas, les dijo que podrían marcharse a fin de mes. Les habló directamente -no por medio del capataz- en tonos claros y glaciales, explicando con admirable lógica que estaban equivocados y que ella tenía razón al actuar de aquel modo. Terminó con una breve homilía sobre la dignidad del trabajo, que es una doctrina inculcada hasta la médula de los huesos en cada sudafricano blanco. Nunca servirían para nada, añadió (hablando en fanagalo, que muchos de ellos no comprendían, ya que acababan de salir de sus kraals), si no aprendían a trabajar sin supervisión, por amor a la tarea encomendada, y a obedecer las órdenes sin pensar en el dinero que cobrarían por su trabajo. Era aquella actitud la que había dignificado al hombre blanco, que trabajaba pqrque era su deber, porque trabajar sin recompensa probaba la valía de un hombre.
Las frases de aquella pequeña conferencia le afluían a los labios con naturalidad; no tenía que rebuscarlas en su mente. Las había oído con tanta frecuencia en boca de su padre, cuando sermoneaba a los criados nativos, que le salían con facilidad de la parte del cerebro que almacenaba sus más viejos recuerdos.
Los nativos la escuchaban con la expresión que ella calificaba de «descarada». Estaban enfadados y de mal humor y oían las palabras inteligibles de su discurso sin prestar atención, simplemente esperando a que terminara.
Entonces, haciendo caso omiso de sus protestas, que brotaron en cuanto dejó de hablar, se levantó con un gesto de despedida, levantó la pequeña mesa a cuya superficie estaban clavadas las bolsas de dinero y entró con ella en la casa. Al cabo de un rato les oyó marcharse, hablando y gruñendo en voz baja, y al mirar a través de las cortinas vio sus cuerpos oscuros mezclarse con las sombras de los árboles antes de desaparecer. Oyó el eco de sus voces: gritos airados e improperios contra ella. Le invadió una sensación de victoria y venganza satisfecha. Los odiaba a todos y cada uno de ellos, desde el capataz , cuyo servilismo la irritaba, hasta el niño más pequeño; entre los peones había algunos niños que no podían tener más de siete u ocho años.
Mientras permanecía al sol, vigilándoles durante todo el día, había aprendido a ocultar su odio cuando les hablaba, pero no intentaba siquiera ocultárselo a sí misma. Detestaba que hablaran en dialectos que ella no comprendía porque sabía que se referían a ella y probablemente hacían observaciones obscenas a su costa; lo sabía, aunque no tenía más remedio que simular ignorancia. Detestaba sus cuerpos negros medio desnudos y musculosos encorvándose al ritmo mecánico de su trabajo. Odiaba sus semblantes toscos, su mirada huidiza cuando le hablaban, su velada insolencia; y odiaba sobre todo, con una violenta repugnancia física, el fuerte olor que despedían, un olor de animal, cálido y acre.
– Cómo apestan -dijo a Dick en una explosión de ira que era la reacción de oponer su voluntad a la de ellos. Dick se rió.
– Según ellos, los que apestamos somos nosotros.
– ¡Tonterías! -exclamó Mary, escandalizada de la pretensión de aquellos animales.
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