Doris Lessing - Canta La Hierba

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Un asesinato es el punto de arranque de esta novela publicada en 1950, la primera de Doris Lessing, autora galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las letras. Situada en la Suráfrica segregacionista, Canta la hierba describe la historia de una mujer blanca en el seno de uña sociedad dividida por el color de la piel y en la que imperan la injusticia y la desesperación. Mary Turner, hija de unos pobres granjeros y nacida en África, se convierte en una joven urbana, trabajadora e independiente, hasta el día en que sorprende los cotilleos de sus amigas y decide que debe casarse para silenciarlos. Tras un periodo de angustiosa espera, conoce a un granjero que se enamora perdidamente de ella. Sin embargo, el matrimonio, la rutina de una granja aislada, las convenciones de la comunidad blanca y la relación con los nativos cambiarán su vida hasta límites insospechados.

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Un día se presentó un nativo en la puerta trasera, solicitando trabajo. Pidió diecisiete chelines al mes. Mary le ofreció dos menos, sintiéndose satisfecha de sí misma por su victoria sobre él. Era un muchacho muy joven, probablemente no había cumplido veinte años, venido directamente de su kraal, demacrado por la larguísima marcha a través de la selva desde su Nyasalandia natal, a centenares de kilómetros de distancia. No la entendía y estaba muy nervioso. Se movía como un autómata, con los hombros rígidos, escuchándola un poco encorvado, con atención, sin desviar de ella la mirada por miedo a perderse la menor indicación. Su servilismo la irritó y le habló con voz dura. Le enseñó la casa, rincón tras rincón, armario tras armario, explicándole, en su ya fluido fanagalo, cómo debía hacer las cosas. Él la seguía como un perro asustado. No había visto nunca platos, cuchillos y tenedores, aunque conocía leyendas de aquellos extraordinarios objetos contadas por amigos que habían servido en casas de blancos. No sabía que hacer con ellos y ella esperaba que supiera distinguir entre una fuente de budín y una para el asado. Se quedó observándole mientras ponía la mesa y no le dejó en paz en toda la tarde, explicando, repitiendo y atosigando. Aquella noche, durante la cena, sirvió mal la mesa y Mary descargó su cólera sobre él, mientras Dick la miraba con inquietud. Cuando el nativo se hubo ido a la cocina, dijo:

– Con un boy nuevo es mejor tomárselo con calma.

– ¡Es que le he enseñado! ¡No una vez, sino cincuenta veces!

– Pero es probable que ésta sea la primera vez que está en casa de una familia blanca.

– No me importa. Le he dicho lo que debía hacer. ¿Por qué no lo hace?

Dick la miró con atención, frunciendo el ceño y apretando los labios. Parecía poseída por la indignación, era otra persona.

– Mary, escúchame un momento. Si te dejas enfurecer por los criados, estás lista. Tendrás que ser un poco más tolerante, menos exigente.

– No rebajaré mis exigencias. ¡Me niego a ello! ¿Por qué tendría que hacerlo? Ya es bastante malo… -Se interrumpió. Había estado a punto de decir-: Ya es bastante malo vivir en una pocilga como ésta…

Él intuyó la frase, bajó la cabeza y se quedó mirando el plato. Pero esta vez no suplicó. Estaba enfadado; no se sentía sumiso ni en posición falsa, y cuando ella insistió: «Le he enseñado a poner la mesa», con voz estridente, colérica y cansada, se levantó y salió afuera; y ella vio la llamarada de una cerilla y la punta encendida de un cigarrillo. ¡Vaya! Conque estaba molesto, ¿eh? ¡Tan molesto que incumplía su norma de no fumar nunca hasta después de la cena! Muy bien, ya le pasaría.

Al día siguiente, durante el almuerzo, el criado rompió un plato a causa de su nerviosismo y Mary le despidió en el acto. Una vez más tuvo que hacer todo el trabajo, y en aquella ocasión se sintió impaciente, reacia a trabajar y culpando al torpe nativo al que había echado sin pagarle nada. Limpió y barnizó mesas y sillas como si estuviera desollando una cara negra. El odio la consumía. Sin embargo, adoptó en secreto la resolución de no ser tan quisquillosa con el próximo boy que se presentara.

El próximo fue muy diferente. Tenía años de experiencia en el servicio de mujeres blancas, que le trataban como si fuera una máquina; y había aprendido a presentar un rostro inexpresivo y a contestar con voz suave y neutral. A todo lo que le decían, replicaba con el mismo «Sí, ama; sí, ama», sin mirarlas a la cara. A Mary la irritaba no encontrar nunca su mirada; ignoraba que parte del código de cortesía nativo era no mirar a los ojos a un superior; y pensó que se trataba de otra muestra de su naturaleza deshonesta y evasiva. Daba la impresión de no estar allí en persona, de ser sólo un cuerpo negro dispuesto a cumplir sus órdenes. Y aquello también la encolerizaba. Le habría gustado tirarle un plato a la cara para que al menos el dolor la tornase humana y expresiva. Pero con aquél fue glacialmente correcta; y aunque no le perdía de vista ni un solo momento y le seguía cuando ya había terminado el trabajo, llamándole si veía la menor mota de polvo o gota de grasa, tenía cuidado de no ir demasiado lejos. Conservaría a aquel boy, se decía a sí misma. Pero no cedía nunca en su férrea voluntad de que hiciera las cosas a su modo, hasta en el menor detalle.

Dick veía todo aquello con creciente inquietud. ¿Qué le ocurría? Con él parecía estar a gusto, tranquila, casi maternal, pero con los nativos era una arpía. Con objeto de hacerla salir de la casa, le pidió que le acompañara a los campos para verle trabajar. Pensó que si vivía de cerca sus problemas y preocupaciones, se aproximarían más el uno al otro. Además, se encontraba muy solo durante aquellas largas horas recorriendo los campos, vigilando el trabajo de los peones.

Aceptó, indecisa, porque en realidad no deseaba ir. Cuando le imaginaba en el espejismo del calor despedido por la tierra rojiza, junto a los cuerpos malolientes de los peones nativos, era como si pensara en un hombre encerrado en un submarino, que hubiese descendido voluntariamente a un mundo extraño y hostil. Pero cogió el sombrero y le acompañó al coche, obediente.

Durante toda una mañana le siguió de campo en campo, de un grupo de peones al siguiente; pero en su subconsciente no dejaba de pensar que el nuevo criado estaba solo en la casa, quizá cometiendo toda clase de desmanes. Seguro que robaba, aprovechando que ella había vuelto la espalda, ¡y tal vez incluso manoseaba sus vestidos y rebuscaba entre sus objetos personales! Mientras Dick le hablaba con paciencia de terrenos, irrigación y jornales de los nativos, ella continuaba pensando en aquel determinado nativo removiendo sus cosas. Cuando volvió a la hora del almuerzo, lo primero que hizo fue dar un repaso a la casa, buscando huellas de suciedad, y examinar los cajones, que parecían intactos. Pero nunca sabía una a qué atenerse con ellos, ¡eran tan taimados! Al día siguiente, cuando Dick le preguntó si quería acompañarle de nuevo, contestó, nerviosa:

– No, Dick, no iré, si no te importa. Hace tanto calor ahí abajo… Tú ya te has acostumbrado.

Y de verdad estaba convencida de no poder soportar otra mañana con el tórrido sol en el cogote y el resplandor en los ojos, aunque el calor también la agobiaba cuando se quedaba en la casa. Pero al menos allí tenía algo que hacer: vigilar al nativo.

A medida que pasaba el tiempo, el calor se fue convirtiendo en una obsesión. No podía soportar las terribles y sofocantes oleadas que se desplomaban sobre ella desde el techo de hierro. Incluso los perros, normalmente activos, se pasaban el día tumbados en la veranda, cambiando de sitio cuando habían calentado los ladrillos y con la lengua fuera, chorreando saliva y formando con ella pequeños charcos. Mary les oía jadear quedamente o gemir con exasperación a causa de las moscas. Y cuando iban a apoyar las cabezas sobre su rodilla, buscando alivio del calor, los apartaba con brusquedad; los enormes animales, que olían a rancio, eran una molestia continua para ella, metiéndose entre sus piernas cuando iba de un lado a otro por la pequeña casa, dejando pelos en los almohadones y resoplando con ruido mientras se buscaban pulgas cuando ella intentaba descansar. Solía cerrarles la puerta de la casa y a media mañana decía al boy que le llevara al dormitorio una lata de gasolina llena de agua tibia y, tras cerciorarse de que había salido fuera, se desnudaba y, con los pies dentro de una palangana puesta sobre el suelo de ladrillo, se echaba el agua por encima. Las gotas caían con un silbido sobre el ladrillo poroso y seco.

– ¿Cuándo empezará a llover? -preguntó a Dick.

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