Günter Grass - El gato y el ratón

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El gato y el ratón: краткое содержание, описание и аннотация

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En El gato y el ratón encontramos el mismo escenario de obras anteriores, Danzig; un periodo de tiempo que ya había tocado, 1939-1945; un grupo de personajes que ya había aparecido en otros libros suyos. Sin embargo, hay un elemento que por primera vez trata en extensión: el amor. El gato y el ratón es la crónica apasionada de unas adolescencias quebradas por la guerra, que les hace salir de su mundo juvenil para enfrentarse con la catástrofe de un entorno en conflicto y en descomposición.

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Sin embargo, las nubes eran hermosas sobre los abedules y las mariposas, que no sabían adónde ir. Redondos estanques claroscuros en el tremedal, en los que con granadas de mano se podían pescar percas y unas carpas cubiertas de musgo. Naturaleza a mansalva.

El cine estaba en Tuchel. Sin embargo, pese a los abedules, las nubes y las percas, sólo me está permitido bosquejar burdamente y como en una batea de arena la tal sección del Servicio del Trabajo, con su campamento de barracas en un bosquecillo protector, el mástil de barracas en su bandera, sus fosos para la basura y la letrina a lado de la barraca de instrucción, porque un año antes que yo, antes que Winter, Jürgen Kupka y Bansemer, el Gran Mahlke había llevado dril y botas en aquel mismo campamento, en el que además había dejado literalmente su nombre: allí en la letrina, un tabuco hecho con tablas, abierto por arriba al murmullo de los pinos achaparrados y plantado en medio de la retama.

Allí, en efecto, las dos sílabas -sin su nombre de pila- estaban grabadas o más bien talladas en una de las tablas de pino y frente al travesaño pulido, y debajo, en un latín correcto, pero sin adornos y más bien en escritura rúnica, el comienzo de su secuencia favorita: Stabat Mater dolorosa…

El monje franciscano Jacopone da Todi hubiera podido exultar; yo, en cambio, no lograba deshacerme de Mahlke ni aun en el Servicio del Trabajo. Porque mientras me aligeraba el cuerpo, mientras detrás y debajo de mí se iban acumulando las heces surcadas de cresas de los de mi quinta, tú no me dabas, ni a mis ojos, punto de reposo: a voz en cuello y en repetición jadeante, un texto laboriosamente tallado me imponía a Mahlke y a la Virgen, por mucho que silbara para contrarrestarlo lo que se me ocurriera silbar. Y sin embargo, estoy seguro de que Mahlke no se proponía bromear.

Porque lo cierto es que Mahlke no sabía bromear. Lo intentaba a veces, pera todo lo que hacía, tocaba o decía se le convertía indefectiblemente en algo serio, significativo y monumental. Y así también aquella escritura cuneiforme en la madera de pino de una letrina del Servicio del Trabajo entre Osche y Reetz, sección Tuchel-Norte.

Había allí aforismos digestivos, versos pornográficos, anatomía burda y detallada, pero el texto de Mahlke triunfaba de todas las demás obscenidades formuladas con mayor a menor agudeza, y que, talladas o garrapateadas, cubrían de arriba abajo la valla protectora de la letrina y conferían voz sonora a la pared de madera. La cita de Mahlke, tan correctamente hecha y en lugar tan recóndito, estuvo a punto de convertirme poco a poco en devoto, con lo que no tendría ahora que dedicar mi malhumor a una labor de asistencia mediocremente pagada en el Kolpinghaus, no me vería impelido a querer descubrir en Nazareth un comunismo temprano o en los koljoses ucranianos un cristianismo tardío, me habría liberado por fin de las fastidiosas conversaciones durante noches enteras con el Padre Albán y de las investigaciones acerca de hasta qué punto puede la blasfemia reemplazar a la plegaria, y podría creer en algo, en lo que fuera, o tal vez en la resurrección de la carne.

Pero un buen día, luego de haber estado cortando leña en la cocina del batallón, tomé el hacha y suprimí con ella de la tabla tu secuencia favorita juntamente con tu nombre. Fue como en el antiguo cuento moralista y trascendente del lugar invendible; porque el lugar vacío y con su fibra fresca me hablaba ahora más claramente de lo que hiciera antes la escritura tallada. Por otra parte, tu mensaje no hizo sino multiplicarse con las virutas, porque en la sección, entre la cocina, el lavadero y el cuarto de vestir, empezaron a circular toda clase de cuentos, sobre todo los domingos, cuando el aburrimiento nos llevaba a contar las moscas.

Era siempre la misma historia, con retoques insignificantes, acerca de un individuo del Servicio del Trabajo llamado Mahlke, que había servido paco más de un año antes en la sección Tuchel-Norte y había hecho toda clase de cosas extraordinarias. Quedaban allí, de aquella época, dos conductores de camión, el jefe de cocina y el cabo de inspección, los cuales se habían escapado hasta entonces de todos los traslados; y todos decían más o menos lo mismo, sin contradecirse esencialmente: -Así se lo veía cuando vino.

El pelo hasta aquí. Bueno, primero hubo que mandarlo al peluquero. Pero de poco le sirvió: tenía unas orejas como batidores de cocina, y una nuez, vaya, ¡qué nuez! Tenía también… y en una ocasión… cuando por ejemplo… Pero lo más divertido fue cuando mandé a toda la banda de reclutas a Tuchel para que me los despiojaran, porque, en mi calidad de cabo de inspección, yo… Y cuando los tengo a todos bajo la ducha, que me digo: no debes ver bien; vuelvo a mirar, y que me digo, caray, no sientas envidia, porque lo que es su rabo, un mástil, podéis creerme, como para que una vez lanzado alcanzase lo suyo, o más todavía; en todo caso, bien que le sirvió con la mujer del comandante, una cuarentona jamona, por delante y por detrás, porque el muy idiota del comandante (un chiflado, lo trasladaron después a Francia) lo mandó a su casa, la segunda a mano izquierda de las casas de los oficiales, para que le construyera una conejera.

Al principio, el tal Mahlke, que así se llamaba, se negó; no en un plan violento, no, sino con mucha calma, al contrario, invocando el reglamento y demás.

Entonces el jefe lo tomó por su cuenta, hasta que no sabía ya ni dónde tenía las posaderas, y luego por dos días a sacar miel de la letrina. Tuve que ducharlo con la manguera, desde lejos por supuesto, porque los muchachos no lo querían dejar entrar en el lavadero; al fin cedió y se fue con unos tablones y los utensilios necesarios, pero lo que es conejos… Con todo, hubo de trabajar bien con la vieja, porque ésta pidió que se lo mandaran por más de una semana para cuidarle el jardín.

Y el tal Mahlke se iba todas las mañanas y no regresaba hasta el atardecer, para la revista. Y no fue sino al ver que la conejera no avanzaba y no avanzaba cuando el jefe se dio cuenta. No sé si los sorprendió en cueros, ya sea sobre la mesa de la cocina o en la cama, bien calentitos, como papá y mamá, pero lo que es seguro es que al ver el aparato del Mahlke de marras hubo de quedarse patidifuso, aunque desde luego que en la sección no dijo ni pío.

Y en el acto empezó a mandarlo cada dos por tres a Oliva o a Oxhöft, a buscar repuestos, decía, pero en realidad la que quería era alejar lo más posible del campamento al macho con su verga. Claro que la jamona del jefe debía de ser de armas tomar, ya que, en fin, lo que pasa. Y aún hoy nos llegan de vez en cuando rumores de la oficina de ordenanzas: parece ser que se siguen escribiendo.

Yo creo que detrás de todo ello tuvo que haber algo más, sino que nunca se llega a saber el todo de las cosas. Por lo demás, ese mismo Mahlke, y eso lo presencié yo con mis propios ojos, descubrió él solo, junto a Gross-Bislaw, un depósito subterráneo de municiones de los guerrilleros. Algo extraordinario, también. Tratábase, en efecto, de un estanque común y corriente, como los hay tantos por aquí.

Habíamos salido, en parte a trabajar y en parte a explorar, y hacía ya como media hora que estábamos tendidos al borde del estanque. Y Mahlke mira que mira, y de pronto: "Un momento, aquí hay algo". Bueno, el sargento, ¿cómo se llamaba?, que empieza a bromearle, y nosotros también, pero al fin que lo deja. Y Mahlke que se quita la ropa en un segundo y se mete en el charco.

Y ¿qué os decía?, ya a la cuarta zambullida encuentra en el centro mismo del estanque, apenas cincuenta centímetros abajo de la superficie, la entrada de un depósito ultramoderno de hormigón, con un montacargas hidráulico y todo, que se podía hacer subir fuera del agua. No os digo más sino que nos llevamos cuatro camiones repletos, y el jefe hubo de citarlo al frente de todo el batallón.

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