Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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En un momento de aquel ensueño la casa quedó en silencio. Pensamos que ya debían de haber terminado de empaquetarlo todo. Peter Sissen, con su pluma-linterna, abrió un camino escueto de luz hacia el comedor y volvió para decirnos:

– Todavía queda una abajo. Hay luz en la escalera.

Permanecimos en el mismo lugar, agitamos la pluma-linterna, esperamos a las chicas, pero no vino nadie. Tom Faheem quiso subir la escalera, pero crujió tan ruidosamente que volvió a bajar en seguida. El silencio de la casa resonaba en nuestros oídos. Pasó un coche y una sombra recorrió el comedor. Por un momento quedó iluminada la pintura de los Peregrinos. Sobre la mesa del comedor había montones de ropa de invierno envuelta en plástico. Asomaban otros bultos voluminosos. La casa parecía un desván lleno de trastos entre los que se establecían revolucionarias relaciones: la tostadora estaba dentro de la jaula del pájaro, las zapatillas de ballet sobresalían de una cesta de mimbre. Nos abrimos camino entre aquella confusión, pasamos por espacios despejados para los juegos -un tablero de backgammon, un juego de damas-, después volvimos a meternos entre matorrales de batidoras de huevos y botas de goma. Entramos en la cocina. Estaba demasiado oscura para ver nada, pero oíamos un leve siseo, como si alguien suspirase. Desde el sótano se proyectaba un trapezoide luminoso. Nos acercamos a la escalera y aguzamos el oído. Después bajamos a la sala de juegos.

Chase Buell iba delante y, a medida que descendíamos, agarrado cada uno a la trabilla del cinturón del compañero, retrocedimos hasta aquel día del año anterior en que bajamos esas mismas escaleras para asistir a la única fiesta que las hermanas Lisbon estuvieron autorizadas a dar en su vida. Cuando llegamos abajo nos dimos cuenta de que literalmente habíamos retrocedido en el tiempo porque, aparte de los dos centímetros de agua que inundaba el suelo, la sala estaba exactamente igual como la habíamos dejado. Nadie se había encargado de recoger las cosas después de la fiesta de Cecilia. La mesa para jugar a las cartas seguía cubierta con el mantel de papel, ahora manchado de cagadas de rata. En el cuenco de cristal tallado se había solidificado la masa pardusca del ponche, que aparecía salpicada de moscas. Hacía mucho tiempo que se había derretido el sorbete, aunque en el pegajoso sedimento asomaba todavía un cucharón, y delante de éste seguían amontonados unos tazones, grises de polvo y telarañas. Colgados del techo con anchas cintas había toda una profusión de globos marchitos. El juego del dominó seguía invitando a que alguien lo continuara con un tres o con un siete.

No sabíamos dónde podían estar las hermanas Lisbon. La superficie del agua estaba rizada, como si algo acabara de nadar o de zambullirse en ella. El gorgoteante desagüe absorbía de manera intermitente. Por las paredes resbalaba el agua, que reflejaba nuestras caras rosadas y los banderines rojos y azules que colgaban del techo. Los cambios de la sala -sabandijas acuáticas adheridas a las paredes, una rata muerta flotando- no hacían más que resaltar lo que no había cambiado. Si entrecerrábamos los ojos y nos tapábamos la nariz, podíamos engañarnos hasta el punto de creer que la fiesta todavía continuaba. Buzz Romano vadeó hasta la mesa para jugar a las cartas y, ante nuestros propios ojos, se marcó unos pasos de baile que su madre le había enseñado en el esplendor papal de sus salones. Buzz sólo abrazaba aire, pero nosotros la veíamos a ella, a ellas, a las cinco hermanas Lisbon, entre sus brazos.

– Esas chicas me vuelven loco. Si por lo menos pudiese meterle mano a una… -dijo mientras los zapatos se le llenaban y vaciaban de légamo.

Aquel baile todavía difundió más el olor a cloaca y, más intenso que nunca, aquel otro olor que ya no olvidaríamos jamás. Porque entonces vimos, sobre la cabeza de Buzz Romano, la única cosa que había cambiado en la habitación desde que la dejamos un año atrás. Entre los globos medios desinflados colgaban los zapatos bicolores, marrones y blancos, de Bonnie. Había atado la cuerda a la misma viga que los adornos.

Nadie se movió. Buzz Romano, totalmente abstraído, continuaba bailando. Sobre él, con su vestido rosa, Bonnie tenía un aire pulcro y festivo. Parecía una piñata. Tardamos un minuto en percatarnos de la situación. Levantamos los ojos hacia Bonnie, hacia sus piernas larguiruchas cubiertas con las medias blancas de la confirmación, y se apoderó de nosotros una vergüenza que, de hecho, nunca nos había abandonado. Los médicos con los que consultamos después atribuyeron nuestra reacción a la conmoción sufrida. Pero nuestro estado de ánimo se parecía más bien a una sensación de culpa, como un despertar a último momento, cuando ya es demasiado tarde, como si Bonnie revelase en un murmullo no sólo el secreto de su muerte sino de su vida, de las vidas de todas las hermanas Lisbon. Estaba tan quieta. Tenía un peso tan enorme. Las suelas de sus zapatos húmedos estaban cubiertas de fragmentos de mica, que brillaban y se iban desprendiendo.

Nunca la habíamos conocido. Nos habían conducido hasta allí para que lo supiéramos.

Cuánto rato permanecimos de aquel modo, en comunión con su espíritu desaparecido, es algo que no podemos recordar, pero fue el suficiente para que nuestra respiración colectiva desencadenara una brisa en la habitación que hizo girar el cuerpo inerte de Bonnie. Giraba lentamente y llegó un punto en que su rostro se apartó de las algas marinas de los globos para mostrarnos la realidad de la muerte que había elegido: un mundo de cuencas ennegrecidas, de sangre acumulada en las extremidades inferiores envarando las articulaciones.

Ya conocíamos el resto, aunque nunca llegamos a estar seguros de la secuencia de los hechos. Todavía discutimos acerca de ello. Lo más probable es que Bonnie muriese mientras estábamos en la sala soñando con autopistas. Mary metió la cabeza en el horno poco después, al oír que Bonnie pegaba un puntapié a la maleta a la que se había subido. Estaban dispuestas a ayudarse mutuamente en caso de necesidad. Es probable que Mary todavía respirase cuando pasamos por su lado camino del sótano y que, como comprobamos más tarde, estuviésemos a menos de medio metro de ella en plena oscuridad. Therese, atiborrada de píldoras para dormir que se tragó con ayuda de ginebra, seguramente ya estaba muerta cuando nos metimos en la casa. Lux fue la última en marcharse, veinte o treinta minutos después de que nos fuéramos nosotros. Cuando huimos corriendo, gritando sin proferir sonido alguno, olvidamos detenernos en el garaje, de donde aún salía música. La encontraron en el asiento de delante, el rostro gris y sereno, sosteniendo un mechero que le había quemado unos círculos en la palma de la mano. Había huido en el coche tal como habíamos planeado. Si nos había desabrochado el cinturón, sólo había sido para entretenernos, para que ella y sus hermanas pudieran morir en paz.

5

Ahora ya los conocíamos. Sabíamos cómo conducía el delgaducho, con sus acelerones, sus giros cautos, su costumbre de calcular mal la anchura del camino de entrada de la casa de los Lisbon y por ello aplastarles el césped con las ruedas. Conocíamos la inflexión del sonido que emite una sirena al pasar, fenómeno que Therese había identificado correctamente como efecto Doppler la tercera vez que se presentó la ambulancia, aunque no la cuarta porque entonces también ella había encontrado su punto de inflexión, girando hacia abajo, lejos, en lentas espirales, sensación análoga a sentirse engullido por los propios intestinos. Sabíamos que el gordo tenía la piel sensible y que la navaja de afeitar le llenaba la cara de mataduras, que llevaba una cuña metálica en el tacón del zapato porque tenía la pierna izquierda más corta que la derecha y que cuando pasaba por el camino de entrada arrancaba de la gravilla una especie de ruidito irregular. Sabíamos que el delgaducho tenía el cabello graso porque el día que vinieron a recoger a Cecilia llevaba los cabellos largos como Bob Seger, mientras que ahora, un año después, ya no tenía todo aquel plumón y parecía una rata ahogada. Ignorábamos sus verdaderos nombres, pero estábamos empezando a intuir la condición de sus vidas de sanitarios, el olor de los vendajes y de las máscaras de oxígeno, el sabor de cenas previas a calamidades sobre bocas resucitadas, el perfume de la vida desvaneciéndose más allá de sus caras hinchadas, la sangre, las salpicaduras del cerebro estallado, las mejillas azules, los ojos desencajados y -en nuestro mismo vecindario- la sucesión de cuerpos fláccidos con brazaletes mágicos y relicarios de oro en forma de corazón.

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