Erica Jong - Miedo A Los Cincuenta

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Miedo A Los Cincuenta: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro de memorias está escrito a los cincuneta años, punto de inflexión de la existencia. Y es también el testimonio de varias décadas fundamentales en la historia de las mujeres. El sentido del humor y el ingenio con que Erica Jong levanta acta de los logros obtenidos por las mujeres desde la eclosión del feminismo a finales de los sesenta y principios de los setenta han convertido esta inusitada autobiografía en un verdadero éxito mundial. Miedo a los cincuenta encierra la vida de una generación de mujeres educadas para ser como Doris Day cuando fueran mayores y que ahora tienen que educar a sus hijas en los tiempos de Madonna y las Spice Girls.

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¿Y si iba a París? Bueno, pasaría algo nuevo. Se abriría otra puerta. O se cerraría. Sudaba de sólo pensar en ello. Tenía miedo de que estuviera a punto de renunciar a mi libertad, a mi vida.

Tomé el vuelo a París. Cuando fui a recoger mi equipaje, vi, al otro lado de la puerta de cristal, a ese gran oso humano saludándome enloquecidamente con la mano, sonriendo. Tenía un rostro muy sincero. Cuando me reuní con él al otro lado de la puerta, no podía dejar de decir lo contento que estaba de que hubiera venido. Cuando me subí al coche que él había alquilado, siguió mirándome con tal intensidad que continuamente circulaba por el arcén. No paraba de decir:

– Estoy tan contento de que hayas venido, estoy tan contento de que hayas venido.

Nos registramos en su hotel favorito, un pequeño relais de un parque en pleno arrondissement XVI. Antiguamente una maison depasse, tenía habitaciones diminutas y estaba lleno de espantosos muebles rococó, pero nuestra suite daba a un jardín verde.

– Necesito un baño -dije. Un baño tiende a ser mi solución para todo.

Ken se agitaba por allí, abriendo los grifos del baño, echando Vitabath de pino, tratando de ayudarme a deshacer las maletas, dando saltos por la diminuta habitación, hasta que yo grité:

– ¡Por favor, estáte quieto! ¡Me estás volviendo loca!

Estaba tan deseoso de agradarme, que me ponía nerviosa.

Por fin, sola en el cuarto de baño, me metí en la bañera y pensé: ¿Qué demonios estoy haciendo aquí?

Una llamada a la puerta.

– ¿Quieres té o café? -preguntó Ken-. ¿Te pido algo?

Me molestó que me interrumpieran. Pero grité:

– Café.

Cuando salí de la bañera, nos sentamos en el cuarto de estar de la suite y tomamos el café.

– Me encanta lo cómoda que estás con tu cuerpo -dijo él-. Andas por la habitación vestida, semidesnuda, desnuda, y te sientes contenta con tu piel. Nunca he estado con una mujer así.

– ¿A qué te refieres?

– Normalmente echan el pestillo a la puerta y se maquillan. Las mujeres tienen mucho miedo de que les vean su cara de verdad.

Hablamos. Salimos a cenar a una brasserie cercana. Hablamos y hablamos y hablamos algo más. Yo pensaba en lo diferente que habría sido mi velada si hubiera ido a Venecia. Habría pasado mucho tiempo telefoneando, concertando citas, cancelándolas, volviéndolas a concertar. Luego habría habido el sexo intenso, y luego el adiós. Esto era lo contrario. Estábamos al comienzo, no al final de algo. Anduvimos y anduvimos por las calles de París. Hablamos. Cuando volvimos al hotel, hablamos algo más. En cierto momento, yo pensé: Vamos a tener que hacer sexo, ¿y luego qué? Era un rubicón que debíamos cruzar, posiblemente un Waterloo.

– Hace años que no me pongo un condón -dijo, con una jovialidad fingida para disimular su pánico cuando surgió la cuestión sexual-. Siempre he vivido con la misma persona.

Y de hecho, el acto de colocarse el obligatorio condón hizo que quedara instantáneamente sin erección.

– Cuestiones de corrección política -dijo. Yo hice como que me reía. Pero estaba desesperada y también lo estaba él. Cuando a la mañana siguiente me desperté con su erección apretándose contra mí, inmediatamente dejé que me entrara un ataque de culpabilidad con respecto a Piero para evitar la posibilidad del sexo. Pobre Piero, pensé. ¿Cómo le podía hacer esto? ¿Cómo podía abandonarle por otro hombre?

¿Pobre Piero? El pobre Piero debía de haber pasado por una larga serie de mujeres durante todo el tiempo que le conocía, y nunca le había obligado a ponerse un condón. (Tenemos unas normas para los malos chicos y otras normas para los buenos.)

¿Qué es lo que yo quería? ¿Quería volver con el gigoló? Después de todo, en mi generación era una herejía que las primeras relaciones sexuales no fueran algo mágico, a calzón bajado, una maravilla de la química. Habíamos dejado de creer en Dios y en su lugar habíamos instaurado el sexo instantáneo. Cuando eso se demostró problemático, declaramos muerto a Dios. El País del Folleteo era nuestra tierra sagrada, y cuando se demostró que era de difícil acceso, nos declaramos abandonadas en una isla desierta.

Por la mañana, gracias a los cielos, Ken tenía una reunión. Y yo me quedé en el hotel para escribir. Lo pensé largo rato, luego llamé a Piero a Venecia. Parecía notablemente indiferente porque no hubiera ido, y se refirió a los proyectos que tenía con su dama y a lo apretado que andaba de tiempo. Esperaba verme aquel verano cuando yo alquilara mi usual palazzo estropeado.

Cuando volvió Ken, me sentí encantada de verle. Tenía una sonrisa que hacía que te alegraras por estar viva. Me tendió un pequeño paquete. Lo abrí. Era la primera edición de La fin de Chéri, de Colette.

– Quería que tuvieras algo que te recordara este fin de semana -dijo-, por si acaso es el último que pasamos juntos.

– ¿Cómo supiste que era uno de mis libros favoritos? -exclamé yo.

– No lo sabía. Sencillamente parecía que me llamaba desde la estantería.

¿Cómo podía saber él que yo valoraba todas las etapas de mi vida en relación con las de Colette? Yo había tenido mi Will, mi Chéri… ¿Iba a ser aquel hombre imposible el que se convirtiera en un amigo? Colette lo consideraba el estado definitivo de la vida de una mujer. Ese hombre había comprado el libro, pensando que sería un recuerdo de despedida. Sabía que ésta era una época implacable.

¡Y qué implacable! De algún modo había elegido el único libro que me abriría el corazón.

Incluso ahora me asombra que hayamos perseverado.

Porque la verdad es que lo que encontré con Ken fue la única cosa que no tenía catalogada en mi capítulo sexual: empatía. Creía que lo sabía todo, pero no sabía esto. Los hombres están tan oprimidos por la mitología machista como las mujeres. Les aterroriza tener que ser sementales. En nombre de la liberación los hemos reducido a sementales o nada. Hemos insistido en los gigolós y luego gritamos que lo único que teníamos eran los gigolós. La «química» se ha convertido en la nueva tiranía de mi supuestamente liberada generación. Pero la química puede quedar bloqueada por la proximidad.

Lo que aprendí con Ken es que algunas de nosotras temen el amor incluso más de lo que lo desean. Hemos aprendido a utilizar el sexo como un modo de desterrar el amor.

Una extraña convergencia de las estrellas llevó a Joan Collins a estar en París al mismo tiempo que nosotros. Nos invitó a que fuéramos a verla rodar una entrevista en la televisión francesa. Después fuimos todos a cenar a la Brasserie Lipp.

El programa que estaba haciendo Joan requería que la entrevistasen llevando puesto un fabuloso vestido color rosa de Chanel, en un decorado de antigüedades de Didier Aaron. Por algún motivo, Joan hablaba de antigüedades y de lo divertido que debería de ser comprarlas. Me quedé sentada y contemplé su consumada profesionalidad. Allí estaba una mujer que se había impuesto al sistema, sobrevivido a todos sus maridos, recuperado a sus hijos, metido la nariz en un mundo que se reía de las mujeres mayores (y trataba a las actrices como bienes de consumo de usar y tirar). Había encontrado la mejor venganza: vivir bien. En un mundo sensato, habría sido un modelo, no un objetivo para que lo atacaran las otras mujeres. Pero las feministas eran tan duras con ella como los chovinistas machistas. ¿Por qué? ¿Porque llevaba maquillaje? ¿Porque se atrevía a interpretar el papel de una mujer de edad sexy? ¿Porque, al ser una actriz, sabía hacer una buena entrada?

Después de la grabación, su amigo Robín, Ken y yo íbamos andando hacía el hotel Bristol a tomar el té. Una pareja norteamericana nos reconoció; Joan y yo íbamos andando delante de los hombres. La mujer se detuvo y exclamó:

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