Erica Jong - Miedo A Los Cincuenta

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Este libro de memorias está escrito a los cincuneta años, punto de inflexión de la existencia. Y es también el testimonio de varias décadas fundamentales en la historia de las mujeres. El sentido del humor y el ingenio con que Erica Jong levanta acta de los logros obtenidos por las mujeres desde la eclosión del feminismo a finales de los sesenta y principios de los setenta han convertido esta inusitada autobiografía en un verdadero éxito mundial. Miedo a los cincuenta encierra la vida de una generación de mujeres educadas para ser como Doris Day cuando fueran mayores y que ahora tienen que educar a sus hijas en los tiempos de Madonna y las Spice Girls.

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Pero ¿es cierto? Al final, podemos llegar a otro tipo de amor. Preparadas para él por el amor sexual, el amor maternal, podemos llegar al amor que nos relaciona con la eternidad. Con objeto de llegar a ese amor, antes debemos creer en él. Esto al principio sucede a regañadientes, luego con decisión, finalmente con pasión. Tenemos que llegar a creer que el amor carnal no es suficiente. Y luego el océano del espíritu en que flotamos se volverá manifiesto.

Lleva cierta disciplina romper con nuestra ceguera habitual hacia algo que no sea material. Unas pueden necesitar abstenerse del alcohol y las drogas; otras pueden necesitar abstenerse de la comida y las cosas materiales. La renuncia nos ayuda a ver con más claridad el camino, pero lo fundamental no es el alcohol ni la comida. Abstenerse de esas cosas revela simplemente el sendero que siempre estuvo allí.

Una semana después, Gerri está completamente recuperada. Ella y yo bajamos andando por la carretera que termina en nuestra casa y tomamos la carretera del campo hacia (lo juro) el restaurante Dante. El camino es menos pedregoso y escarpado según pasan los días y la campiña toscana madura a medida que se acerca agosto. Hay tomateras, racimos de uvas, aislados rosales amarillos con fragantes flores.

Hablamos del amor, como de costumbre, y de la renuncia.

– No se trata de no beber -dice Gerri-, sino de renunciar a la lucha, de verse a una misma no como una piedra en el camino de la naturaleza, sino como la propia naturaleza.

Atraída por la belleza de su frase, recuerdo la claridad que tenía cuando estaba sobria: una claridad tranquila que inspiraba a todos los que me rodeaban, y a mi mejor amiga en especial.

. ¿Por qué había perdido la sobriedad? No era que yo bebiese mucho, o sin control. La bebida no es mi única sustancia aditiva. Puede que lo sea el trabajo. O la comida. O las preocupaciones. O los medicamentos. O gastar dinero. O no decir nunca que no. O los hombres. Mis adicciones cambian de forma para engañarme. Se burlan de mí, astutas, potentes, negándose a sí mismas.

Pero en cierta ocasión he tenido una serenidad de verdad y se la he pasado a mi mejor amiga cuando ella lamentaba la pérdida de su hermoso marido, muerto sin sentido durante una avalancha. Yo era la roca para que trepase ella cuando la nieve se arremolinaba a su alrededor con su terrible secreto. Ahora me estaba pasando esa firmeza. Si todas estamos hechas de Dios, son nuestras amigas quienes nos lo recuerdan. Les hemos pasado ese don de Dios a ellas. Nos lo devuelven cuando más lo necesitamos.

El camino de la picaresca probablemente también sea una metáfora del viaje de vuelta del alma a su creador. Los ladrones que acechan en el camino -ladrones de dinero, de amor, de magia, de tiempo- son meramente obstáculos humanos que impiden a la viajera percibir que el camino es ella misma.

El camino es muy empinado y escarpado cuando nosotras hacemos que sea así, muy liso y sin obstáculos cuando nosotras lo queremos, firme cuando somos firmes, transitable o intransitable como nuestro propio caminar.

En una verdadera obra picaresca, el héroe deja de esforzarse y se convierte en el camino.

A los cincuenta años es cuando más necesitamos saber esto.

En Toscana, Gerri y yo dormíamos hasta tarde y al despertar nos contábamos lo que habíamos soñado. Había sueños de vidas pasadas, de antiguos amores y de campos de nieve azulada. Cuerpos desmembrados y coches destrozados sembraban las laderas. A veces el sueño de una contagiaba al de la otra. Nos leíamos una a otra libros de poemas y de meditaciones. Analizábamos los problemas de cada una, como hacemos siempre. Nos reíamos de todo.

También discutíamos por todo, como hermanas de verdad. Discutíamos por el dinero, los dormitorios, qué coche usar. Todas esas discusiones eran en realidad sobre otra cosa, habitualmente el abandono. Yo quería ser la primera de su lista y ella quería ser la primera de la mía. Yo exigía toda su atención, todo su cariño, todos sus cuidados. Ella quería lo mismo de mí. Quería que le dieran de comer, que la cuidaran, que le prestaran una atención ilimitada. Quería masajes en la espalda, poemas, pasta, y que la dejasen sola cuando necesitaba estar sola. Quería estar antes que lo que yo escribía, que mi hija, que mi hombre. Y yo no quería menos de ella.

Al principio Gerri estaba enferma, así que la cuidé. Luego yo tuve envidia de todos aquellos cuidados y ella se ocupó de mí. Habíamos llegado al fondo primordial de nuestra amistad. Nos habíamos sentido lo suficientemente queridas para enfadarnos y discutir, para mostrar nuestros desnudos cuellos y nuestros colmillos al aire, y la amistad tomó otra dirección hacia la intimidad. Sin enfados no puede haber intimidad. Había aprendido esto en mi matrimonio -el cuarto, el que podría durar.

El alquiler de la casa vence hoy. Todos se han marchado al amanecer excepto yo y Ken. Molly tiene quince años y dos días. A primera hora de la mañana me ha dado las gracias por «¡el mejor verano de mi vida!». Luego volvió a casa en avión con Margaret y sus amigas. Gerri también ha vuelto a casa en avión. Estoy sola en una colina de Toscana a las siete de la mañana, contemplando cómo se desvanece el lucero del alba en el color rosa del sol que se alza.

El gallo cacarea. Las cigarras anuncian un día achicharrante.

Los cipreses todavía son oscuros, los olivos todavía de un plata mate, los castaños todavía verdes.

El gato negro al que hemos estado dando de comer todo el mes atraviesa la terraza de piedra, enseñándole los dientes al gato marrón y blanco que ha venido a compartir la comida. Viven en esta colina, les dan de comer el bombero y su mujer, nuestros caseros, y otra familia inglesa, pero no pertenecen a ninguno de ellos. Es su colína, no la nuestra. La territorialidad rige el reino animal al que tan a desgana pertenecemos.

Hemos hecho las maletas. Dejamos vino y aceite de oliva y pilas de libros para los siguientes inquilinos que ocupen esta puerta del cielo. La carretera sigue siendo intransitable, pero no para nosotros.

Nada de esto es nuestro. Lo alquilamos por un mes y nos marchamos. Los olivos, los cipreses, los nogales (con sus frutos todavía verdes), no son nuestros, ni estaremos aquí para la cosecha. Me llevo mis poemas y fotografías, los capítulos que escribí aquí, y sigo al siguiente destino.

Todas las cosas que me sacaban de quicio -la muchacha que no quería fregar los platos, sino sólo lavar las toallas para los nuevos inquilinos, el dueño que andaba por allí, haciendo como que estaba arreglando el filtro de la piscina, pero en realidad espiando a mis hijas y sus amigas que tomaban el sol, el horno que no funcionaba, las avispas que nos caían encima siempre que abríamos un melocotón o un melón, o una coca-cola, los gatos semisalvajes que se peleaban-, todo eso terminó por encantar a Molly y ha llenado su banco de memoria de brillantes monedas.

– Siempre pasamos los veranos en Italia -dice-, así mi madre puede escribir.

Y todo el tira y afloja de madre e hija se olvidará mientras los recuerdos se acumulan.

Por supuesto, nos hemos gritado una a la otra en coches mirando mapas de carretera, en la cocina delante de los platos sucios, en las tiendas al ver los precios de las cosas. Por supuesto, me ha llevado al límite con sus interminables necesidades, y yo la he sacado de quicio con las mías, en especial mi necesidad de silencio que las adolescentes encuentran tan incomprensible.

A veces me siento demasiado vieja para enfrentarme a una chica de quince años. A veces me siento tan joven que sólo su existencia me hace comprender que soy mayor.

¿Cómo me he hecho mayor? A veces, todavía me encuentro sentada en la ladera de la colina, tramando venganzas contra el mundo de los adultos. Todavía digo «Mamá» cuando estoy asustada, aunque nunca he llamado así a mi madre, y «Mamá» raramente me serviría de ayuda ahora. En realidad, ella siempre estaba como de paso, aunque me quería. Y en realidad Molly necesita saber cosas que he olvidado que sabía. Como cuándo es el momento adecuado para llamar a un chico o cómo aprender de memoria cosas estúpidas para un examen; como cuándo probar cosas nuevas y cuándo evitarlas por motivos de la propia preservación. Despierto y recuerdo que para ella soy una adulta. Ella me obliga a renunciar a mis costumbres infantiles.

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